Hemos construido un mundo, o nos han construido un mundo,
que solo puede entenderse desde la posición ideológica. Un mundo de
enfrentamientos por nada, de confrontaciones nimias, de declaraciones
altisonantes y nulas realidades. Un mundo que solo puedes comprar como
militante, término que califica a los forofos de una ideología, y que ignora de
forma sistemática y contumaz a la mayoría de ciudadanos que ni comulgan con
muchos de sus postulados, ni participan de las periódicas demostraciones de
autosatisfacción partidaria, ni compran las repetidas mentiras usadas para
intentar marcar una diferencia con la ideología colega y contraria.
Y ahora, cuando el ciudadano harto ya de estar harto ya se
cansó y, como todos los que se cabrean para adentro y durante mucho tiempo,
explota otorgando su voto, su grito, su cabreo, a partidos populistas y
extremos, ya sé que esto es redundante pero conviene redundarlo, estos
personajes instalados en su pretendida, y ampliamente vendida, superioridad
ética vienen a decirnos lo equivocados que estamos y en que peligros incurrimos
al votarlos.
Es cierto, los partidos extremos son peligrosos, su falta de
rigor en el análisis, su absoluta falta de criterio en la adopción de medidas y
su marcado carácter marxista, de los Hermanos
Marx no del otro, en cuanto a su desfachatez para adaptar sus criterios a lo
que haga falta, los hace no solo extremos en sus ideologías y sus acciones,
sino extremadamente peligrosos en su implantación social y su deriva
inevitablemente totalitaria.
Tuvimos hace unos pocos años una explosión de izquierda
radical que va remitiendo y ahora asistimos a una explosión de derecha radical
que también espero que remita. Lo curioso es que la izquierda radical fue
acogida con cierta simpatía y la derecha radical es acogida con grandes
aspavientos. Cuando lo radical aún no es extremo, cuando la base es más
populista que ideológica, ni la simpatía ni los aspavientos son de recibo. Son
como la fiebre, un síntoma que debe de hacer que nos examinemos con rigor para
localizar la dolencia y actuar en consecuencia. Y siempre tener en cuenta que,
a pesar de miradas interesadas o deformadas históricamente, la extrema derecha
en el mundo no tiene más muertos que la extrema izquierda ni sus métodos,
totalitarismo y terror, son diferentes.
Como siempre la teoría deja sensación de poca concreción,
así que intentemos hacer una proyección de la teoría sobre un problema
concreto. Podríamos elegir: violencia de género, globalización, delincuencia
callejera, ocupación mafiosa, educación, inmigración…
Creo que la inmigración nos puede dar una visión exacta del
problema, de las posturas adoptadas y de una solución razonable, aceptable.
Dice la izquierda radical que hay que garantizar la libre
circulación, la eliminación de fronteras. Y a mí me parece una posición loable,
ideal intelectualmente hablando, pero irrealizable a corto plazo, imposible sin
un trabajo previo y largo que permita la práctica real de ese ideal.
Dice la derecha radical que hay que cerrar las fronteras y
expulsar a los inmigrantes porque la economía no soporta la avalancha continua
de personas sin objetivo ni capacidad de integración en un sistema ya dañado. Y
tiene una antipática, en el sentido literal de la palabra, razón. Un sistema
incapaz de generar ocupación y sin
reglas para una integración eficaz solo puede crear bolsas de miseria, de
marginación y guetos que al fin y a la postre acaban derivando en delincuencia.
Pero la razón de la derecha es torticera y oculta realidades
sociales incuestionables, realidades de necesidad, de conveniencia, de
humanidad, así como la razón de la izquierda es puramente estética y se
desentiende de los problemas sociales generados a posteriori. Se desentiende y
demoniza a aquellos que quieran ponerlos a la vista de todos.
La sociedad española actual necesita imperativamente la
inmigración. Basta con pasar nuestra mirada por el día a día de nuestros
ancianos o por nuestra variable demográfica. La casi totalidad de los
cuidadores domésticos, municipales o residenciales, son inmigrantes, personas
que han hecho de su necesidad paliativo de la nuestra y de la de nuestros
mayores, que aportan su dedicación, y en muchos casos su cariño, a tareas que
no son especialmente amables, ni están especialmente bien remuneradas, y que lo
hacen a pesar de que las leyes y cierta parte de la sociedad les ponen trabas y los señalan. Y quién habla de
nuestros ancianos habla de la construcción, de la hostelería, de todos los
empleos de baja cualificación que quedarían desiertos si no fuera por ellos. Y cada vez más los niños nacidos son de progenitores
inmigrantes.
Y es en este punto de necesidad donde primero se confrontan
las peregrinas ideas ideológicas. Donde la realidad, el día a día, desmonta las
peregrinas ideas de la izquierda y de la derecha que llevan a la sociedad a
rebelarse contra posturas que ignoran los problemas del ciudadano de a pié.
Porque si bien es cierto que necesitamos la inmigración, que
nuestra baja tasa de natalidad y nuestra decadencia laboral en la que todos
aspiramos a lo máximo sin reparar en lo imprescindible y creamos leyes y
condiciones que traban o imposibilitan la necesidad, también es cierto que un
país no puede acoger indiscriminadamente a todo el que llame a su puerta, ni
mucho menos al que la fuerce.
Hay casos de lesa humanidad en los que acoger al que lo pide
es una obligación moral, casos en los que la huida de la guerra, del genocidio,
de la barbarie violenta hacen irrenunciable la acogida, pero ni todos son
estos, ni estos son todos.
Porque la inmigración ilegal e indiscriminada, parte de
ella, tiene consecuencias perversas para
la economía, para la cultura y para la convivencia.
España tiene cuatro vías abiertas a la inmigración, pero
sangra especialmente por una y se queja fundamentalmente de tres: la
sudamericana, la africana, la china y la europea, siendo esta última de tres
clases, la de los jubilados con países con mejor renta que la nuestra, menos
sol y menos calidad de vida, la de la delincuencia internacional y en este mismo grupo están también
profesionales de Europa del este altamente cualificados en sus países y que en
el nuestro desempeñan labores muy por debajo de su valía.
Curiosamente esta última que representa en su mayor parte
una afrenta a nuestra cultura, hay jubilados ingleses y alemanes que después de
años no saben decir buenos días en nuestro idioma y que se niegan a convivir
con los españoles, y un foco de delincuencia de alto nivel mucho más peligrosa
aunque menos molesta que la de los raterillos de poca monta o los
extorsionadores de semáforos, que pertenecen al mismo grupo, es la que menos
rechazo provoca en la población media, porque ni se le suponen ayudas
oficiales, ni hacen ruido cuando entran.
Los chinos, esa multitud que no se sabe ni cuándo viene, ni
en que cupos, ni cuándo se va, ni si se va, se han apoderado del antiguo
comercio de barrio, de la típica tienda de ultramarinos, de la droguería, de la
tienda de electricidad y de todo el comercio minorista, y ya no tan minorista, e
incluso empieza a ser habitual verlos al frente de pequeños negocios de
hostelería. La queja habitual es que tienen condiciones especiales en los
impuestos, la explicación habitual es que el gobierno chino se hace cargo de
los impuestos durante un tiempo. Mi principal preocupación con este colectivo
es que estoy viendo que cualquier día pido unos callos y me ponen rollitos de primavera.
También es cierto que últimamente se aprecia una cierta integración en la
sociedad y empiezas a observar chinos de segunda generación perfectamente
inmersos en la sociedad española. Hasta sus mafias son internas y no afectan a
los ciudadanos que no sean de su etnia.
La sudamericana es tal vez la inmigración más aceptada.
Abandonan a la familia y se vienen con lo puesto para empezar a trabajar al día
siguiente. Ocupan los espacios más humildes de la bolsa de trabajo disponible y
su acervo cultural y lingüístico les permite integrarse desde el primer momento
con el resto de la población española. No suelen requerir ayudas de ninguna
clase y su labor es apreciada, seguramente por tener el mismo idioma, en las tareas
de hogar y cuidado de personas mayores. Preocupan sobre todo las estructuras
mafiosas, casi siempre juveniles, que a veces intentan imponer su ley en los
barrios que van colonizando. Pero salvo este problema, que es de carácter policial
más que social, y su tendencia a crear guetos por nacionalidades, no existen
conflictos graves abiertos entre nativos e inmigrantes de este grupo.
Y ahora llegamos a la inmigración por la que sangra el
problema: la africana. La inmigración musulmana del norte de África y la
subsahariana. A las que podemos añadir la de países árabes en conflicto bélico
o religioso. Son realmente la primera plana de la inmigración. Las pateras, los
barcos repletos, el trabajo de las mafias que les facilitan los lamentables
medios para que alcancen Europa o mueran en el intento. El problema de esta
inmigración, que es la que todos utilizan para sus falacias políticas, es que
se hace visible desde el primer momento violentando las fronteras para lograr
el acceso a una sociedad en la que posteriormente rara vez se integran, ni
laboral ni socialmente. Es verdad que en algunos casos porque recalan en países
que no les ofrecen ninguna salida, pero en otros casos por su mismo rechazo,
ético y religioso, hacia la sociedad que los acoge. Esta inmigración, además, sí
es sospechosa de ayudas oficiales, nunca clara y fehacientemente desmentidas,
lo que unido a sus demandas de cambio en la sociedad de acogida, utilizadas
torticeramente por algunas tendencias políticas para sus propios fines, los
hacen padecer un rechazo casi visceral.
Cuando se habla políticamente de la inmigración, sea a favor
o en contra, suele ser casi exclusivamente de este grupo en el que se integran
los colectivos que mayor rechazo social producen: los manteros, los musulmanes
radicales, los terroristas venidos de zonas en conflicto…
Es a este grupo al que la izquierda radical dedica sus
afanes solidarios. Al que la izquierda radical utiliza para llevar adelante sus
afanes contra el catolicismo, ya sea como base de fiestas y tradiciones o como
religión predominante, aunque cada vez menos, en la cultura e historia del
país. Y ni esa cultura ni esa historia, ni esas tradiciones, van a ser
rechazadas por la inmensa mayoría del pueblo español, no hoy al menos, por
mucho que se ataquen o denigren. Y son esas actitudes, esa ceguera interesada
ante los hechos, esa forma de fomentar lo ajeno frente a lo propio, lo que
agita los fantasmas xenófobos que llevamos dentro
Es a este grupo al que la derecha radical habla de expulsar,
de acabar con el top manta, de acabar con el peligro de atentados en nuestras
calles, de acabar con la intromisión en costumbres hondamente arraigadas en la
sociedad española de origen, ya solo de origen, religioso como las Navidades o
la Semana Santa. Es a este grupo al que señala la derecha radical cuando habla
de peligros, de falta de integración y de conflictividad. Es a este grupo al
que la derecha radical utiliza para agitar nuestros interiores fantasmas
xenófobos.
La inmigración, toda, sin excepciones, es un problema, pero
es un problema no porque vengan, que están en su derecho, no porque no se
integren, que están en su derecho, no porque opinen y se manifiesten sobre
nuestras costumbres, que están en su derecho, no. La inmigración es un problema
porque tanto la derecha radical como la izquierda radical la utilizan para sus
propósitos no declarados. Unos se exceden en su permisividad, los otros en su
intolerancia, y ni los unos ni los otros se preocupan lo más mínimo por
resolver el problema.
Tal como ya había dicho, esta posibilidad de análisis existe
para cada uno de los problemas que integran los ideológicos idearios de los
partidos radicales. Fantasmas que se mueven al albur de las necesidades de
desacreditar al otro bando, que toman cuerpo de heridas sociales abiertas y que
se alimentan con bulos nunca desmentidos, con hechos aislados presentados como
norma y viejos rencores que la historia no ha cerrado.
Ni la derecha radical representa a una mayoría de la
población española ni tampoco lo hace la izquierda radical. Lo único que
representan, ambas, son la extrema, la radical, decepción de un pueblo que se
siente cada vez menos interesado por un sistema político plagado de errores de
representación en los que se persevera por interés de los partidos que
administran la partidocracia.
Ante la extrema decepción, listas abiertas y circunscripción
única ya.