Hay circunstancias en la vida en
las que uno pierde la perspectiva de los temas y olvida su propia implicación y
experiencia. Y eso es lo que me pasa a mí, y creo que a muchos españoles, con
el tema de la emigración y la inmigración, eso que los descubridores de
palabras llaman ahora migrantes.
Yo nací en Orense, en el reino no
histórico, según ciertos políticos, de Galicia, y tenía cuatro años cuando en
un Barreiros, concretamente un Azor,
cargado de muebles, frustraciones y esperanzas y aparcado junto al
Espolón de la Plaza Mayor inicié junto a mi padre mi experiencia emigratoria.
Hemos sido tantos los españoles, tantos los gallegos, que a lo largo de la
historia hemos emigrado o hemos sido emigrados, dependiendo de los motivos y
los tiempos, que hasta aquí esta historia es la de miles de españoles,
gallegos, andaluces, extremeños, asturianos, que en algún momento de su existencia
tuvieron que coger sus bártulos, sus pertenencias, su recuerdos, sus afectos y
sus querencias, y marchar mundo adelante para buscar un horizonte algo más
prometedor para su vida.
No es lo mismo, no suena lo
mismo, un tema de actualidad cuando la perspectiva es ajena que cuando te
resuena en tus propias tripas. Cuando echas la vista atrás y te das cuenta de
que en determinado momento de tu vida tú también fuiste uno de ellos. Cierto
que en aquellos momentos en vez de pateras eran trenes, barcos, autobuses.
Cierto que muchos se quedaron en tierras cercanas, en Madrid, en Cataluña, en
el País Vasco, que entonces se llamaba así, pero la angustia inicial de la
decisión, la fatalidad de la partida y el desarraigo que se siente en el mismo
momento de la llegada, no son muy diferentes.
Tampoco es lo mismo huir de una
guerra, que hacerlo porque la posguerra ha sumido en la pobreza, en la desesperanza,
zonas inmensas de la geografía, pero al final la sentencia es la misma, el
destierro, el apartamiento involuntario de tus gentes y de tus raíces.
Dice uno de los muchos dichos que
por la sabiduría popular fluyen, que cada uno es de donde pace y no de donde
nace. Debe de ser un dicho de tiempos de bonanza, un dicho de conformismo o de
fatalismo. No es mi caso.
Se me vino esa frase pensando en
la multiculturalidad, en esa amalgama conceptual que alguien planteó desde una
perspectiva teórica. Una sociedad multicultural sería una sociedad integrada
por distintas sensibilidades culturales en un marco legal y convivencial de
mutuo respeto. La multiculturalidad sería aquella en la que un chino comiera en
un árabe, un árabe invitara a jamón a unos cristianos y los cristianos
consumieran kebab en un chino, mientras los que no son ninguna de esas cosas pudieran
comer cualquiera de esas cosas en cualquier sitio sin temor a ser increpados o
ser considerados provocadores. Es bonito, el concepto digo, porque la realidad
dista mucho de acercarse y el populismo imperante está más preocupado de
favorecer a unos contra otros que de lograr resultados reales.
Pero es que además la frase es
irreal. Los periódicos y los políticos se asombran de que muchos de los
terroristas que matan en Europa son nacidos en el propio país en el que
atentan. Visto desde dentro, visto desde la experiencia propia, desde una
perspectiva de emigración blanda y transigente, lo asombroso es que se
asombren. Lo asombroso es que entre los que se asombran no haya al menos uno
que desde su propia experiencia explique que no hay por qué asombrarse. La
mayoría de los emigrantes se trasladan de ubicación geográfica, de país, de
región, de provincia sin trasladar ni sus vivencias, ni sus creencias, ni sus
afectos.
Parte el asombro del pensamiento
de la frase que mencionaba antes. No, no es verdad, las personas no somos de
donde pacemos, las personas somos de donde sentimos, de donde nuestro corazón y
nuestro alma nos llevan a ser, a pertenecer. La multiculturalidad parte de la
premisa de la no integración y sobrecarga la tolerancia hasta los límites de lo
asumible. La multiculturalidad, como todo concepto basado en el predominio de
las minorías, considera que cualquier cultura, creencia o costumbre de una minoría
acogida tiene mayor protección que las de la mayoría ya existente, o habitante.
Y este planteamiento invalida ya de por sí el objetivo invocado, la
integración.
Todo inmigrante tiende, y es
natural, a la búsqueda de sus más próximos, a los ya residentes que más
afinidad tienen con lo propio, formando grupos de identidad que tienden a
preservar la cultura, las creencias y las costumbres de su lugar de origen.
Tienden a crear un país, una ciudad de extrarradio de la que dejaron atrás. Y
es lógico, porque esos son los suyos de origen. Lo que no podemos es
asombrarnos porque usando las ventajas que nosotros les proporcionamos, y en
uso de una tendencia natural, normal, acaben constituyendo grupos excluyentes,
incapaces de integrarse. Y en algunos casos, los más graves, intolerantes con
la mayoría de acogida.
No, la multiculturalidad tal como
la enuncian los populistas es una imposibilidad práctica. Y lo pretenden con
cuestiones tan absurdas como defender ciertas costumbres frente a las propias,
pero negando otras porque chocan con sus convicciones personales. ¿Y eso como
se explica? ¿Les preguntamos a cada uno de ellos al llegar una por una cuáles
son sus costumbres y decidimos cuales si y cuáles no? ¿Con que criterio moral,
con el suyo o con el nuestro? ¿Con el de defender lo suyo o con el de atacar a
lo nuestro?
Velo sí, ablación de clítoris no.
Año nuevo chino sí, Semana Santa no y sharía no. Inspección de trabajo para los
chinos no, para los nacionales sí. Impuestos de comercio para los top manta
africanos no, para los nacionales sí. ¿Esto es multiculturalidad,
multilegalidad, o un pandemónium donde todos pueden sentirse agraviados? ¿Cómo
le explicas a un recién llegado que costumbres puede conservar, a cuales tiene
que renunciar y cuales debe explotar a favor de los que le aplaudan? Para él
todas son igual de válidas, igual de importantes ¿Qué posibilidad tienes de que
te entienda? ¿Y de que te atienda? ¿Y de que te haga caso?
Ahora mismo, y tal como se
articula la multiculturalidad, las grandes ciudades españolas han perdido
barrios enteros que se han convertido en extrarradio de ciudades lejanas, de allende los mares. Claro que no es nuevo. Yo he
vivido toda mi vida en un extrarradio de Orense. Es verdad que en mi caso la
cultura y el idioma de mi lugar de acogida no me eran desconocidos, extraños,
pero aun así nunca he dejado de ser un gallego en Madrid, un orensano que vivía
en un Orense situado algo más allá del Padornelo, un emigrante rodeado de vecinos de mi ciudad
y de los barrios adyacentes que los que no estábamos en el Orense centro fuimos
creando.