sábado, 25 de agosto de 2018

Vivir en el extrarradio


Hay circunstancias en la vida en las que uno pierde la perspectiva de los temas y olvida su propia implicación y experiencia. Y eso es lo que me pasa a mí, y creo que a muchos españoles, con el tema de la emigración y la inmigración, eso que los descubridores de palabras llaman ahora migrantes.
Yo nací en Orense, en el reino no histórico, según ciertos políticos, de Galicia, y tenía cuatro años cuando en un Barreiros, concretamente un Azor,  cargado de muebles, frustraciones y esperanzas y aparcado junto al Espolón de la Plaza Mayor inicié junto a mi padre mi experiencia emigratoria. Hemos sido tantos los españoles, tantos los gallegos, que a lo largo de la historia hemos emigrado o hemos sido emigrados, dependiendo de los motivos y los tiempos, que hasta aquí esta historia es la de miles de españoles, gallegos, andaluces, extremeños, asturianos, que en algún momento de su existencia tuvieron que coger sus bártulos, sus pertenencias, su recuerdos, sus afectos y sus querencias, y marchar mundo adelante para buscar un horizonte algo más prometedor para su vida.
No es lo mismo, no suena lo mismo, un tema de actualidad cuando la perspectiva es ajena que cuando te resuena en tus propias tripas. Cuando echas la vista atrás y te das cuenta de que en determinado momento de tu vida tú también fuiste uno de ellos. Cierto que en aquellos momentos en vez de pateras eran trenes, barcos, autobuses. Cierto que muchos se quedaron en tierras cercanas, en Madrid, en Cataluña, en el País Vasco, que entonces se llamaba así, pero la angustia inicial de la decisión, la fatalidad de la partida y el desarraigo que se siente en el mismo momento de la llegada, no son muy diferentes.
Tampoco es lo mismo huir de una guerra, que hacerlo porque la posguerra ha sumido en la pobreza, en la desesperanza, zonas inmensas de la geografía, pero al final la sentencia es la misma, el destierro, el apartamiento involuntario de tus gentes y de tus raíces.
Dice uno de los muchos dichos que por la sabiduría popular fluyen, que cada uno es de donde pace y no de donde nace. Debe de ser un dicho de tiempos de bonanza, un dicho de conformismo o de fatalismo. No es mi caso.
Se me vino esa frase pensando en la multiculturalidad, en esa amalgama conceptual que alguien planteó desde una perspectiva teórica. Una sociedad multicultural sería una sociedad integrada por distintas sensibilidades culturales en un marco legal y convivencial de mutuo respeto. La multiculturalidad sería aquella en la que un chino comiera en un árabe, un árabe invitara a jamón a unos cristianos y los cristianos consumieran kebab en un chino, mientras los que no son ninguna de esas cosas pudieran comer cualquiera de esas cosas en cualquier sitio sin temor a ser increpados o ser considerados provocadores. Es bonito, el concepto digo, porque la realidad dista mucho de acercarse y el populismo imperante está más preocupado de favorecer a unos contra otros que de lograr resultados reales.
Pero es que además la frase es irreal. Los periódicos y los políticos se asombran de que muchos de los terroristas que matan en Europa son nacidos en el propio país en el que atentan. Visto desde dentro, visto desde la experiencia propia, desde una perspectiva de emigración blanda y transigente, lo asombroso es que se asombren. Lo asombroso es que entre los que se asombran no haya al menos uno que desde su propia experiencia explique que no hay por qué asombrarse. La mayoría de los emigrantes se trasladan de ubicación geográfica, de país, de región, de provincia sin trasladar ni sus vivencias, ni sus creencias, ni sus afectos.
Parte el asombro del pensamiento de la frase que mencionaba antes. No, no es verdad, las personas no somos de donde pacemos, las personas somos de donde sentimos, de donde nuestro corazón y nuestro alma nos llevan a ser, a pertenecer. La multiculturalidad parte de la premisa de la no integración y sobrecarga la tolerancia hasta los límites de lo asumible. La multiculturalidad, como todo concepto basado en el predominio de las minorías, considera que cualquier cultura, creencia o costumbre de una minoría acogida tiene mayor protección que las de la mayoría ya existente, o habitante. Y este planteamiento invalida ya de por sí el objetivo invocado, la integración.
Todo inmigrante tiende, y es natural, a la búsqueda de sus más próximos, a los ya residentes que más afinidad tienen con lo propio, formando grupos de identidad que tienden a preservar la cultura, las creencias y las costumbres de su lugar de origen. Tienden a crear un país, una ciudad de extrarradio de la que dejaron atrás. Y es lógico, porque esos son los suyos de origen. Lo que no podemos es asombrarnos porque usando las ventajas que nosotros les proporcionamos, y en uso de una tendencia natural, normal, acaben constituyendo grupos excluyentes, incapaces de integrarse. Y en algunos casos, los más graves, intolerantes con la mayoría de acogida.
No, la multiculturalidad tal como la enuncian los populistas es una imposibilidad práctica. Y lo pretenden con cuestiones tan absurdas como defender ciertas costumbres frente a las propias, pero negando otras porque chocan con sus convicciones personales. ¿Y eso como se explica? ¿Les preguntamos a cada uno de ellos al llegar una por una cuáles son sus costumbres y decidimos cuales si y cuáles no? ¿Con que criterio moral, con el suyo o con el nuestro? ¿Con el de defender lo suyo o con el de atacar a lo nuestro?
Velo sí, ablación de clítoris no. Año nuevo chino sí, Semana Santa no y sharía no. Inspección de trabajo para los chinos no, para los nacionales sí. Impuestos de comercio para los top manta africanos no, para los nacionales sí. ¿Esto es multiculturalidad, multilegalidad, o un pandemónium donde todos pueden sentirse agraviados? ¿Cómo le explicas a un recién llegado que costumbres puede conservar, a cuales tiene que renunciar y cuales debe explotar a favor de los que le aplaudan? Para él todas son igual de válidas, igual de importantes ¿Qué posibilidad tienes de que te entienda? ¿Y de que te atienda? ¿Y de que te haga caso?
Ahora mismo, y tal como se articula la multiculturalidad, las grandes ciudades españolas han perdido barrios enteros que se han convertido en extrarradio de ciudades lejanas, de  allende los mares. Claro que no es nuevo. Yo he vivido toda mi vida en un extrarradio de Orense. Es verdad que en mi caso la cultura y el idioma de mi lugar de acogida no me eran desconocidos, extraños, pero aun así nunca he dejado de ser un gallego en Madrid, un orensano que vivía en un Orense situado algo más allá del Padornelo,  un emigrante rodeado de vecinos de mi ciudad y de los barrios adyacentes que los que no estábamos en el Orense centro fuimos creando.

miércoles, 15 de agosto de 2018

Liarse la manta a la cabeza


No cabe duda de que la manta es una prenda socorrida a la hora de expresar con brevedad la idea de la falta de rigor y planificación de ciertas iniciativas. También es útil para expresar la falta de capacidad de alguien. El problema viene cuando los que son unos mantas o se lían la manta a la cabeza son aquellos cuya primera obligación es mantener su cabeza despejada y la nuestra protegida.
Otra cosa son los manteros, esas personas, generalmente de piel negra, que invaden aceras, playas y terrazas en busca de una venta que favorezca a quién les vende y les permita comprar con unas monedas una ínfima parte del bienestar de la sociedad que les rodea.
A todos, a casi todos en realidad, nos puede el sentimiento humanitario respecto a aquellos que sufren y padecen de carencia. Es difícil, salvo para los que tienen algún fallo emocional, mirar con conmiseración la necesidad ajena sin que le sobrevenga la idea de cómo poder ayudarlos. Por supuesto hablamos de los que real e individualmente carecen de lo más necesario, y no de las mafias y mafiosos que los usan y enriquecen a su costa. Por supuesto hablamos de aquellos que tienen una voluntad real de trabajar, integrarse en esta sociedad y prosperar sin acabar de conseguirlo. Por supuesto no hablamos de los que ni quieren ni lo intentan y viven con cierta complacencia de la caridad estatal y particular, porque de esos ya tenemos suficientes nacionales.
Recibimos una avalancha de personas que, en la mayoría de los casos por necesidad y en la mayoría de los casos con rigor, necesitan acceder a países que les proporcionen estabilidad emocional, oportunidad económica y bienestar social. Asistimos con pena y preocupación a una avalancha de personas que se juegan la vida, en la mayoría de los casos con desesperación y en la mayoría de los casos enfrentados a la fatalidad,  y demandan a nuestros países la oportunidad que no ven posibilidad de tener en los suyos, para ellos y para sus familias. Contemplamos con cierto espanto, cómodo, distante, pero sincero, las imágenes y sus cifras de miles de personas que a diario mueren y sobreviven en busca de las migajas de lo que nosotros tenemos, y en muchos casos tiramos. Lamentamos, generalmente con lamento de minutos, a veces solo de instantes, la despiadada miseria de los que suplican para ellos como bien deseable nuestra opulenta pobreza. Y por todo ello, para protegernos, tomamos posiciones colectivas que nos permiten ocultar nuestro rostro individual y evitar mirar cara a cara al rostro individual del que nos demanda. Porque cara a cara, mirando a los ojos, ni los más recalcitrantes, anti empáticos aparte, serían capaces de negar la ayuda a un verdadero necesitado.
Pero este no es un problema de individuos, aunque al final todos los problemas lo sean, este es un problema de naciones y de aquellos que con una absoluta falta de ética, creo que algunos le llaman macroeconomía, expolian sus países, explotan a sus habitantes y acaparan sin medida los frutos de la miseria que producen. Y ante eso no vale liarse la manta a la cabeza e intentar dar soluciones individuales, entre otras cosas porque si no es viable matar las moscas a cañonazos mucho menos posible es matar los cañones a moscazos.
La mayoría de esta sociedad, la bien pensante, que estoy convencido de que es la mayoría, se solidariza con los que padecen necesidad, pero también esa mayoría se siente recelosa, agredida, poco empática, cuando contempla ciertas actitudes y observa como los políticos, aparentemente en el nombre de todos, toman determinaciones con las que no están de acuerdo. Porque los políticos que ostentan cargo público, aunque ellos parecen ignorarlo, no están ahí para hacer lo que a ellos les parece, si no lo que la sociedad, la mayoría, demanda.
No son todos los políticos, claro que no, pero sí una mayoría necesitada del voto que actúa con la única finalidad de obtenerlo sin pararse en la consecuencia a largo plazo de sus actos. A estos políticos, que cada vez proliferan más, se les etiqueta como populistas y a su forma de plantear los problemas como demagogia. Pero dado que estamos en la era del “me gusta” y sus diferentes emoticonos, podemos casi afirmar que ese populismo se ha trasladado a la calle, aunque sea una calle virtual llamada redes sociales, ya que aquellos que marcan el “me gusta” en toda publicación que suene a moderna, a transgresora o a cercana a ciertas posiciones radicales, solo buscan, en la mayoría de los casos, el “me gusta” de su propio “me gusta”, formando así un populismo peculiar y ávido de integración en un mundo próximo a lo ficticio.
Esta gente, a la que ciertos políticos parecen seguir, más que ser seguidos, para acceder a sus “me gusta” electorales, me recuerda a aquel personaje del Orense de los 40 conocido como “El Clásico”. Este personaje, real como la vida misma, frecuentaba tertulias y círculos literarios, considerándose a sí mismo un excelso literato. Su argumentación era impecable: “Yo leo a los clásicos y me place lo que leo, y luego leo mis escritos y me placen en igual medida. Eso quiere decir que escribo como un clásico”. Trasladado a lo que nos ocupa: “si me gusta lo que publican ciertas personas y pienso que es lo correcto y luego en las redes sociales a los demás les gusta lo mismo que a mí, lo que pienso es incuestionable”. Ni al clásico, ni a estos individuos, parece haberles explicado nadie que los silogismos no son una herramienta excesivamente fiable cuando el resultado va por delante del planteamiento. Nadie parece haberles explicado a los populistas, políticos y votantes, que los actos tienen consecuencias, que los derechos conllevan obligaciones y que las redes sociales son mundos ficticios donde no todos sus habitantes dicen lo que piensan, no todos sus habitantes son quienes dicen ser, no todos sus habitantes participan y no todos sus habitantes conocen realmente a sus “amigos”.
Populista y lamentable es el tema del top manta. Lo es desde el momento en que es una actividad paralela a otra por la que las autoridades, que deciden mirar para otro lado, cobran impuestos y, llegado el momento, los exigen coercitivamente. Los impuestos no solo se cobran para recaudar, los impuestos obligan a las administraciones que los recaudan a unas contraprestaciones que en este caso no cumplen provocando un agravio comparativo y una indefensión. Tal vez la solución no sea perseguir a los manteros, que se buscan la vida como pueden, tal vez la solución sea evitar que haya “industriales” que se beneficien con la necesidad de personas acogidas sin posibilidad de otro trabajo. Sin posibilidad de otro trabajo entre otros motivos por las trabas que las propias administraciones crean a la hora de contratar trabajadores.
Populista y lamentable es tener un país con fronteras y pretender que estas sean transparentes o permeables. Las fronteras existen o no existen y su labor es filtrar a los que pretenden traspasarlas. Yo no creo en las fronteras, pero no creo en ellas siendo consciente de a cuantas cosas tendría que renunciar si se hicieran desaparecer: Cierto bienestar y seguridad económicos, una sanidad avanzada y pretendidamente gratuita, que no se puede sostener si los usuarios son muchos más que los contribuyentes, la detentación de ciertos derechos que algunos grupos organizados cuyos intereses no son el progreso moral y ético de la humanidad pondrían en peligro abierta la libre circulación… Y por supuesto los servidores públicos que las atienden son solo eso, servidores públicos, funcionarios cuya labor es mantener esa barrera que marca la diferencia en algunas formas de entender y disfrutar la vida. Lo que es populista y aberrante es jalear el uso de la fuerza contra esos funcionarios que están a nuestro, nuestro, de todos, servicio.
Populista y lamentable es alentar, jalear y amparar a aquellos que intentan usar su acogida para forzar las costumbres de sus acogedores sin reparar en las consecuencias, ni  en que el verdadero motivo de su apoyo no es estar de acuerdo con unos usos y costumbre que chocan frontalmente con todas sus demás convicciones, es hacer patente su enfrentamiento con otras costumbres más permisivas y propias con las que se sienten directamente enfrentados. Salir de Málaga para meterse en Malagón puede parecer muy moderno, pero no deja de ser una huida hacia ninguna parte que se acaba pagando cuando esos intolerantes a los que apoyas acaban exigiendo que tú también renuncies a lo que ahora dices defender. Y puede acabar pasando, porque los populistas actúan por frentismo, pero ellos actúan por convicción, y en algunas ocasiones por fanatismo.
Populista y ridículamente estético, aunque resulte anti estético, es colgar en una fachada, pública y emblemática, un trapo garabateado que muestra una intención de acogida en idioma foráneo y en un lugar donde los únicos afectados que lo pueden leer son algunos manteros que pasan por allí en busca del lugar donde aposentarse, o los que lo ven en alguna televisión desde los barrios marginales donde se hacinan. No hay que dar la bienvenida a los refugiados con trapos pintados, no hay que alejarlos con trapos de diferentes colores, hay que ofrecerles una real acogida poniendo a su disposición trabajo que exista, leyes que les permitan integrarse y una conducta política que no fomente la xenofobia de los que se consideran agraviados por los privilegios, en muchos casos falsos, de los que llegan. Y sobre todo no pretender ignorar que un país, como una barca, que se sobrecarga acaba naufragando.
El populismo y la demagogia, en busca de un beneficio propio e inmediato, usan para su propio beneficio el oscurantismo, los bulos y las declaraciones inapropiadas, las que todos quieren oír, sin importarles que todas sus añagazas acaben siendo lo más popularmente dañino que existe para que cualquier iniciativa real, sincera, sin paños calientes, pueda realizarse. Es ese populismo fácil e irresponsable uno de los mayores detonantes de las fobias contra los colectivos que dicen querer ayudar.
A mí me gustaría que antes de que todos esos populistas que no ofrecen otra cosa que buenas palabras, puede que en algunos casos acompañadas de buenos deseos, hagan un ofrecimiento y me digan a cuantos y cuales de sus privilegios, de sus derechos, están dispuestos a renunciar para que la acogida pueda hacerse real en los términos que ellos pretenden.
Ser populista es sencillo, basta con decir lo que la mayoría quiera oír. Sin compromiso, sin visos de poder realizarse, sin reparar en las consecuencias. Basta con liarse la manta a la cabeza y abrir la boca. El problema es que, como decía mi tía abuela, en algunos casos los hay como mantas y abrigan como cobertores. Y de mantas intelectuales liadas a la cabeza y cobertores públicos emboscados empezamos a tener nuestras instituciones llenas. Y nuestras calles de manteros sin futuro.

viernes, 10 de agosto de 2018

El tiro curvo


Los que manejan armas, sobre todo armas antiguas, saben que la forma habitual de tirar es apuntar alto para que el tiro tenga mayor alcance. Parece que en la política esta norma tiene mucho predicamento. Al fin y al cabo este sistema permite el navajeo a nivel institucional y evita tener que solucionar los problemas del ciudadano de a pie preocupado por problemas que ni le afectan ni, si fuera capaz de analizar con rigor, le llevan a nada en su día a día.
Esto sucede en todos los aspectos: en la economía, en la justicia, en la educación, en la representatividad… La indefensión popular es absoluta en todos estos aspectos. Absoluta y complacida. Los ciudadanos furiosos acuden a todas las muletas que los políticos les muestran y acabados los capotazos de rigor no han conseguido nada. Absolutamente nada.
Por esto, y no por otras grandes historias, macro historias en terminología de tomar el pelo, a día de hoy, y en todo el mundo, a cada día que pasa tenemos menos derechos, más miedos y una confusión mental que nos incapacita para tomar el rumbo adecuado.
En realidad el planteamiento es fácil, y hoy en día con las redes sociales aún más fácil. Todo es cuestión de crear una realidad irreal en la que todo parezca lo que no es y todo sea lo que no parece. Magia, creo que le llaman.
Se toma una sociedad. Se le otorgan unos derechos que sean fácilmente manejables. Se crean unas ideologías que les impidan ser independientes y tener criterio propio, se crean unos enemigos internos y alguno, fundamental, externo. Se la dota de un territorio, unos símbolos identificativos y un discurso de superioridad sobre todo lo demás, se le da cuerda y a jugar.
Solo hay que manejar los conceptos de forma que nunca sean los que parece que son. Por ejemplo, una democracia que no representa a nadie. Discurso alternativo: “la democracia es el mejor de los sistemas posibles por muy imperfecto que sea”. No es verdad, una mala democracia, una falsa democracia en la que se desvirtúa el valor de los votos con leyes retorcidas, una democracia en la que el ciudadano no puede hacer oír su voz porque esta está secuestrada por unas organizaciones profesionales del ejercicio del poder, es un mal sistema. Pero se vota, se elige, cierto, pero solo a aquellos que han sido previamente seleccionados en despachos a los que el ciudadano de a pié no tiene acceso y en base a programas que luego no cumplen nunca. Y eso es jugar con cartas marcadas. La democracia, el poder del ciudadano, no se ejerce cambiando las élites de un tipo por élites diferentes, o de diferente origen, el poder del ciudadano se alcanza dándole voz real, dándole a su voto el mismo valor que al de su vecino y permitiéndole que vote a las personas que él desee y no a un bloque de anónimos cobradores de sueldo por apretar un botón de vez en cuando. La democracia existe, pero a los detentadores del poder, a las élites actuales no les interesa lo más mínimo que pueda llevarse a la realidad.
A mí que me importa si el señor Casado es un mentiroso, o si la mujer del señor Sánchez se favorece del cargo de su marido, o si el señor Iglesias se compra un chalet. Nada, no me importa lo más mínimo, a mi vida no le afecta de ninguna forma. A mi vida le afecta que los jóvenes de esta sociedad lleven más de treinta años sin un plan educativo estable y eficaz. A mí me afecta que la fiscalidad de este país sea una trampa recaudatoria para cualquiera que quiera tener una iniciativa económica. A mí me afecta que un juez de primera instancia de alguna localidad no muy grande juzgue a sus amigos y se le note, y no pueda hacer nada. A mí me afecta que cada cuatro años el parlamento que dice representarme se llene de personas de las que no conozco ni la cara, ni la conoceré al cabo de cuatro años, ni quedará claro que ha hecho aparte de apretar el botón que su jefe le haya indicado cada vez que haya una votación. A mí me afecta que se legisle en función del que más grita y no del que más razón tiene. A mí me afecta que se mienta día a día con absoluta desfachatez  y se rían las mentiras porque son las de los “míos”. A mí me afecta que me toreen y me tomen por tonto. A mí me afecta que un sinvergüenza entre en mi casa y tenga más cobertura legal que yo que lo único que quiero es que me devuelvan lo que es mío. A mí me afecta que un delincuente contrastado salga de la comisaría varias veces al mes sin que se ponga coto al delito. A mí me afecta que los pobres sean cada vez más pobres y los ricos cada vez más ricos mientras se montan fiscalidades de pacotilla que lo único que buscan es exprimir a la clase media sin solucionar el gran problema del reparto razonable de la riqueza. A mí me afecta que me hablen de derechos los que consideran que solo tienen derechos. A mí me afecta que me regañen, insulten, califiquen, personas incapaces de tener más idea que la que los demás aplaudan. A mí me afecta que estemos tan podridos que las únicas voces que se escuchan son las populistas y radicales. A mí me afecta ver morir a gente buscando la vida porque sus lugares de origen se han vuelto inhabitables por intereses que a mí no me interesan.
Pero claro, esto solo es lo que a mí me interesa. Yo entiendo que en realidad es más interesante ser socialista, popular, podemita, nacionalista o ciudadano. Gritar cuando me digan que hay que gritar, y que es lo que hay que gritar. Insultar a todo el que diga que no está de acuerdo y debatir siguiendo las consignas del partido. Yo entiendo que es más interesante y menos estresante. Pensar por uno mismo es, aparte de poco gratificante socialmente hablando, un trabajo impropio y nada valorado.