sábado, 28 de agosto de 2021

Ávila y el Principio de Peter

Hay ocasiones en las que, inopinadamente, uno se encuentra con una clave universal, que sin embargo ha llegado a sus manos sin pretensiones, sin recomendaciones, sin grandes recomendaciones de crítica o público. Eso me pasó a mí, teniendo veintitantos, con el principio de Peter, que, una vez conocido, he podido comprobar que su enunciado se corresponde indefectiblemente con la realidad.

Dice el tal principio, formulado por Laurence J. Peter: “En una jerarquía, todo empleado tiende a ascender hasta alcanzar su nivel de incompetencia”. Es verdad que, como casi todo en este mundo, este principio parece tener un antecedente español: “Todos los empleados públicos deberían descender a su grado inmediato inferior, porque han sido ascendidos hasta volverse incompetentes”, que parece ser que dijo Ortega y Gasset allá por 1910, casi sesenta años antes.

Y si la incompetencia es universal, la competencia, el ámbito competencial, parece que eleva a grados insospechados esa incompetencia que alcanzan aquellos que ascienden por el tiempo transcurrido en una escala, u organización, y por méritos desconocidos, lo que es bastante habitual.

Quiero compartir con mis lectores, suponiendo que los tenga y al hilo del tema, una historia terrible de competencias e incompetencia. Una historia que intentaré trasladar tal como me fue contada por uno de los protagonistas y cuyas catastróficas consecuencias son del dominio público. La historia se refiere al reciente y catastrófico incendio sucedido en Ávila, y quién me lo contó es uno de los bomberos que intervino en la dantesca batalla contra el fuego. Así que, en seguimiento de Bertrand du Guesclin, ni quito, ni pongo veracidad, me limito a repetir.

De todas formas, sea la historia cierta, y por tal la tengo, o inexacta, tal como está contada supone una parábola sobre la competencia, la incompetencia  y la incompetencia de los competentes, y con ese ánimo la cuento, para enseñanza de aquellos que ocultan sus carencias personales en títulos, ámbitos, prebendas, nacionalismos, cargos u otras formas de justificar lo injustificable.

El origen del fuego de Ávila fue el incendio de un vehículo que circulaba por la N-502. Al parecer, y según me cuentan, dada la alarma, los primeros en llegar fueron unos bomberos rurales helitransportados de la Junta de Castilla La Mancha, que al comprobar que el fuego era de un vehículo consideraron que el siniestro no era de su competencia, si no de la competencia de los bomberos de la diputación, y abandonaron el lugar sin tomar ningún tipo de precaución.

Según me comentaba la persona que me lo contó, insisto, bombero que intervino en la extinción del incendio, los primeros bomberos que llegaron, aunque no fueran competentes para apagar el fuego, que, convendrán conmigo en que el fuego no le iba a pedir acreditación para apagarse, fueron altamente incompetentes al no esperar la llegada de los bomberos competentes, vigilando la evolución del siniestro, y refrescando las zonas adyacentes, cunetas, y campo, que si eran de su competencia, lo que hubiera evitado la propagación del fuego y que esta alcanzara los devastadores efectos y la dantesca proporción que alcanzó. Cuando por fin llegaron los bomberos de la diputación, y volvieron los bomberos rurales, porque el fuego se había extendido, ya estaba fuera de control y nada pudieron hacer por apagarlo hasta veintiuna mil hectáreas más tarde.

Insisto, lo cuento como me lo contaron, y como me lo contaron me parece interesante compartirlo porque, desgraciadamente, refleja una forma de actuar que se repite incesantemente en lo público, en lo privado, en lo político y en lo social, en la empresa y en las instituciones, y más allá de verdades, incompetencias y responsabilidades –estamos en España, responsable el último- lo que me gustaría denunciar es el exceso de Pilatos, de “lavamanistas”, que, desde posiciones de responsabilidad, utilizan su puesto de privilegio para escaquearse de labores que estén en límites de competencia, o, lo que es peor, que esconden su incompetencia para tomar decisiones y responsabilidades en competencias administrativas sin reparar en los daños que su dejación  pueda llegar a provocar.

Sin duda la dedocracia al uso y el ascenso por constancia, son dos grandes lacras en una sociedad con una capacidad de mediocrizarse que se adivina inabarcable. Pero, incluso en ese panorama, un hecho como el que se narra debería de tener consecuencias y responsables, o irresponsables, escríbase como mejor acomode, que asumieran las consecuencias del desatino.

domingo, 22 de agosto de 2021

Tercera de las cartas a Don Quijote

 Mi señor Don Alonso: largos años han transcurrido desde que os dirigí mis últimas letras dándoos cuenta de la invasión que estábamos sufriendo. La situación no ha mejorado, antes bien, se ha hecho insostenible.

Sin caballeros que, como vos, sean capaces de ver la maldad que ocultan tras su apariencia benéfica, que sean capaces de captar la falacia que sus hordas defensoras ocultan con palabras de bondad y de progreso, los ejércitos de gigantes se van apoderando de nuestros campos, de nuestros momentos, de nuestra vista que ya no es capaz de imaginar un paisaje sin que sus aviesos brazos, sus monstruosos ojos, que se iluminan con maldad en las noches, asomen a ellos.

Parecía que rendida Castilla a que sus anchuras fueran limitadas por la visión de tales huestes, que sometidas las montañas y valles de tantas tierras de belleza incomparable a la humillación de verse erizadas por sus siluetas, nada quedaba que pudieran mancillar tales engendros, pero estábamos equivocados. Estábamos lamentablemente equivocados.

Sí, mi señor Don Alonso, es tal el horror que lo descubierto me produce, tales los espantos que mi imaginación hilvana a partir de lo visto que, sumido en la desesperanza, os envío estas letras que no tiene otro alcance que mi lamento, ni otra esperanza que invocar a vuestro espíritu justiciero, sabiendo de antemano, que ni vos, ni vuestro fiel Sancho, estáis a estas alturas en disposición de hacer carga alguna contra estos malandrines.

Pero me extiendo, divago, me voy por los cerros de Úbeda, seguramente, a estas alturas, ya tomados por los ogros gigantes, sin explicaros la causa de mis cuitas.

Hallándome ayer en las costas de Galicia, en un bonito pueblo habitado desde los remotos tiempos de los bárbaros, que se encuentra junto a la desembocadura del caudaloso río Miño, y al extender mi vista hacia el brumoso horizonte que cierran aguas y cielo, esta se encontró atrapada, horrorizada, limitada, por la silueta inconfundible de tres polifemos de ojo rojo, brillante, que agitaban sus tres brazos al aire, amenazando la inmensidad casi infinita del océano.

¿Os imagináis, por ventura, a los barcos, que ahora no tenía mayor inconveniente que las tormentas, ni mayor obstáculo que el temido Mar de los Sargazos, inmovilizados, al pairo, porque estas criaturas del Averno le roben el aire imprescindible para sus velas, como ahora roban el espacio de las aves y los insectos?

No mi señor Don Quijote, tal vez no sea los gigantes el mayor mal que tenemos, tal vez, como bien apuntaría Sancho, no son más que molinos que afean y ofenden a la vista, que convierten tierras de labor en tierras de explotación, en eriales sin vida.

Los gigantes, sean ogros o molinos, mi señor, que a estas alturas hasta esa discusión me parece vana, no son más que las pruebas evidentes de la proliferación de los truhanes y malandrines que sentados en estancias suntuosas, manejan los hilos que les permiten decidir que familias pueden sustraerse de los rigores del clima, cocinar o moverse, en virtud de sus dineros, y fomentan la pobreza y las desigualdades amparados por gobernantes tan miserables como ellos.

No voy a entrar a explicaros las complejidades de este mundo nuestro, que os resultaría tan extraño y lleno de fantasmas y ladrones que  no daríais hecho a galopar en Rocinante, en la persecución de entuertos que “desfacer”, ni de injusticias que remediar, ya que tal grado hemos alcanzado, que el mismo mundo parece un entuerto, que la justicia defiende la injusticia, y que sean Brocabruno, Aldán o Ferracutus quienes lo gobiernan.

Tampoco os enumeraré los ingenios de los que se valen para someter a los hombres libres y derrotar a los caballeros que ingenuamente pretendan hacerles frente, aunque ninguno de estos males se daría si no fueran los mismos hombres los que en su debilidad, en su incapacidad para desenmascararlos, les entregan su vida a cambio de unas promesas que casi nunca se ven cumplidas.

En fin, mi señor Don Alonso, que se os echa en falta, a vos y a unos cuantos caballeros que dotados de una visión menos educada, fueran capaces de identificar a los truhanes y malandrines y tras desigual batalla ponerlos a buen recaudo, a ellos, a los gigantes y a otros seres malignos y mágicos que colaboran con ellos.

Pondré, como veces anteriores, esta carta al albur de que el viento y el azar la hagan llegar a vuestras manos, y con la esperanza de que caiga en la manos que caiga, estas sean las de un caballero dispuesto a entrar en liza en defensa de una doncella que engloba a todas las doncellas, que en el mundo hayan habitado, la libertad.

Quedad con Dios y que Él nos proteja de todos nuestros males. En A Guarda a día veintidós del mes de agosto del año del de Señor de dos mil y veintiuno.

viernes, 13 de agosto de 2021

Cartas sin franqueo (XLI)- El cartelito

Me comentabas sobre el tema del cartel que han prohibido, no sé si prohibido o retirado, en Toledo. Un cartel de la cantante Zahara que parecía querer figurar la imagen de una virgen católica. Ya no es la primera vez, y supongo que no será la última, en la que se utiliza este tipo de estética para hacer creaciones que encuentran una respuesta airada por parte de las posiciones más tradicionalistas del catolicismo.

Y yo, a fuer de ser sincero, no tengo claro, en este tema, donde está la razón. Ni lo tengo claro, ni creo que nunca lo llegue a tener, por propia experiencia vital. Dejé el catolicismo, como ya te comenté alguna vez, cuando tenía catorce años por un tema de acoso por parte de un profesor, sacerdote y tutor de mi curso, pero precisamente por eso intento que mis sentimientos personales no dicten mis actos y eso me condiciona a la hora de evaluar estas situaciones. Sí tengo claro que cuando alguien se mete con algo que para mí es querido me molesta, pero hasta ahí llego. El tema es muy complejo, y afecta demasiado a demasiada gente. Y yo, repito, me considero incapaz de otra cosa que no sea una llamada de atención sobre mi propia contradicción, no por su valor como vivencia personal, si no como llamada al respeto mutuo, que parece ser la última preocupación de las partes en litigio.

Se supone que el ejercicio de la libertad, esa que emana de los derechos ajenos y no de los auto-otorgados, comporta anteponer la libertad ajena a la propia a la hora de encontrar los límites de la convivencia, no de la reclamación en su nombre de la posibilidad de ofender a otros.  Si alguna cosa sí tengo clara es que cada vez que alguien reclama para sí un derecho, lo hace en detrimento de otro ajeno, y esa práctica es contraria al sentido ético de libertad. Eso y que mientras se invoquen libertades propias contrapuestas no podrá existir la libertad,

Yo no sé, no tengo argumentos ni convicciones que me posicionen, si la libertad religiosa debe de estar antes o después de la libertad de expresión, eso lo debería de decidir alguien con una ética impecable, y yo no conozco a nadie así. Por lo mismo considero que se tome la postura que se tome en este tema nadie tiene la razón, y si la razón parte de la utilización de la imaginería ajena con ánimo revanchista, no parece que tenga un buen discurso. Los que estáis cargados de razones, y de razón, en un sentido u otro, sabréis lo que os dicta en lo más íntimo vuestra conciencia, yo sé lo que me dice la mía, y la mía me dice que yo nunca utilizaría el ataque a convicciones ajenas para reforzar las propias. Tiquismiquis que es uno.

Pero no nos quedemos en esta mera mención. Partamos de que la ofensa es algo tan subjetivo como quiera el ofendido. Sigamos porque hay un claro sentimiento anti-católico en un parte de la sociedad, enmascarado en un planteamiento laico, que acaba adivinándose laicista. No olvidemos que una imagen es una representación idealizada, concebida por un autor, sobre un personaje o un tema, y que no es, en ningún momento, el personaje mismo, ni necesariamente lo simboliza o representa más allá de lo que ciertos sentimientos populares le confieran. Convengamos en que esos sentimientos populares son tan respetables, en el sentido estricto del término, como cualquier otro sentimiento de cualquier índole que pueda producirse. Acordemos que quién crea este tipo de carteles, representaciones, actos, sabe desde el primer momento cual va a ser la reacción de ciertos estamentos, y por tanto la busca. Por el mismo motivo podemos acordar que esos mismos estamentos saben que se les está provocando y entran al conflicto, luego son parte activa del entramado. Resumiendo, en toda esta historia no hay ni un solo inocente, ni uno, en ninguno de los dos bandos. Unos porque buscan imponer su criterio sobre personas cuyas creencias y convicciones no son negociables, y los otros porque en su intransigencia intentan apropiarse de unos símbolos que al cabo del tiempo son más culturales que religiosos. Los unos soberbios e intolerantes, los otros cerriles e intransigentes.

Hace mucho tiempo que comprendí, en mi propia experiencia, que no puedo identificar a una institución con sus miembros, que no puedo juzgar a un colectivo por el peor de sus integrantes, que, a nada que se libere uno de pulsiones, hay buenos y malos en todos los grupos sociales, tengan el fin que tengan, y que una historia larga permite una mayor enumeración de errores, pero eso no significa una mayor maldad intrínseca. Hasta los malos tienen sus ratos buenos, hasta los buenos tienen sus ratos malos.

Por eso, porque me negué a identificar a toda la iglesia católica con un acosador, porque me negué a considerar que la actuación de unos cuantos, por mucho daño que hubieran hecho, invalidaba la trayectoria de una institución secular que había amparado y promovido el arte, que había generado las virtudes, y los defectos, sociales en las que se basa nuestra civilización, porque me negué a asumir que el comportamiento y mensaje de los poderosos de la iglesia fueran su mensaje, y sí lo era el de los miles de hombres y mujeres de a pie que, con mayor o menor fortuna, con más o menos acierto, ayudaban, daban amparo y confortaban a todo el que estuviera en necesidad, más numerosos, pero más desconocidos, ha sido por lo que nunca me he consentido ser anticatólico, y, por ende, anti nada.

Sigue habiendo quién considera que los mensajes de prelados y príncipes eclesiales, son el verdadero fondo de la iglesia, la creencia rígida de varios millones de personas que practican esa fe. Lo dudo. Simplemente son personajes que intentan marcar un rumbo temporal de una institución secular en cuya historia difícilmente acabarán figurando. Pero tampoco se crean los laicistas que en su pretendida erradicación social de la tradición, mucha, inevitablemente,  de origen religioso van a tener más éxito. Al menos por la vía de la imposición y la provocación.  Y mientras tanto solo queda soportar, con cierto estoicismo, los enfrentamientos, los sistemáticos enfrentamientos, buscados con ahínco por ambos lados.