lunes, 26 de junio de 2017

La estupidez tecnológica.

A veces se ponen los nombres pensando solo en la parte positiva de lo nombrado, obviando que como el hombre es un ser, como casi todo en el universo, pretendidamente simétrico habrá que pensar también en cómo se llamarán las consecuencias negativas de lo nominado.
Por ejemplo, si el hombre pone en marcha un avance tecnológico como pueda ser la inteligencia artificial es casi inevitable pensar que se dará lugar a la existencia de algo tan artificial como la inteligencia, pero de signo contrario.
Claro, el nombre evidente sería la estupidez artificial, pero, desgraciadamente, eso es algo que el hombre lleva practicando desde antes de Atapuerca. Puede, incluso, que desde antes de que el hombre pudiera considerarse a sí mismo como tal.
El caso es que más allá de cómo queramos, o logremos llamarle, el hecho existe. Como hay que referirse, y referirlo, de alguna manera permítaseme llamarle estupidez tecnológica. Posiblemente el concepto sea tan amplio que su implicación quede, al nombrarlo así, un tanto difuso. Puede ser. Pero  habrá que empezar por poner puertas al campo, nombre a lo innominado, de alguna manera.
Es verdad que una estupidez tecnológica es diseñar máquinas para matar, máquinas para devastar, máquinas para complicar la vida a las personas, y todas ellas se acometen, pero en todos esos casos, y yo diría que en todos los demás, la estupidez está en el creador y no en lo creado. Y si es así, que lo es, podríamos definir la estupidez tecnológica como todo invento realizado por el hombre para complicarle, o quitarle, la vida a sus semejantes.
Seguro que a todos se nos ocurren, así, de golpe, multitud de ejemplos. Los drones bélicos, los ordenadores de Hacienda o los “call center”. Pero con ser todos ellos intrínsecamente perversos hay otras aplicaciones tecnológicas que tras una cara amable, tras una apariencia de avance y servicio, esconden conductas que analizadas con frialdad nos llevan de la preocupación al miedo.
A mí me ha pasado ayer. Ayer, inopinadamente, he descubierto una estupidez tecnológica que me atañe directamente y que ha hecho subir el termómetro de mi indignación hasta niveles a los que hacía tiempo que no me asomaba.
Ciertamente uno de los grandes problemas que tiene esta pretendida civilización, o lo que va quedando de ella entre ideologías y otros disparates, son las redes sociales y, particularmente, su perversa utilización que deja a la vista pública la bajeza moral, la miseria ética y educativa de muchos de sus utilizandos, que vierten en una especie de frenesí bacanal lo más sucio y bajo de sus instintos. Esas redes sociales en las que triunfan en una orgía de impunidad y, pretendido, dogmatismo moral, los inquisidores subidos en pedestales de razones indiscutibles ante las que los demás hemos de doblegarnos o resignarnos a ser atacados, insultados, descalificados o amenazados, incluso de muerte, por gentecilla que cara a cara no aguantaría dos argumentos seguidos.
Pero con ser muchos de los usuarios de las redes sociales, inquisitoriales, dictatoriales, amorales de moral única y rígida, victorianos de nuevo cuño, adoradores de una libertad sin diversidad, impostores e imponedores de la verdad única, renegados y resabiados de lo normal, títeres y guiñoles de todo tipo y tendencia, tendencia ajena por supuesto, de una estupidez tecnológica proverbial, no son la única estupidez tecnológica achacable al uso, y a veces disfrute, de estas herramientas sociales que bien usadas serían una fuerza imparable en la consecución de metas positivas: la educación, la formación, la verdad y la libertad. La ajena antes que la propia, por si algunos aún ignoran en que consiste la verdadera Libertad.
Ayer, inopinadamente, mi cuenta de Facebook, eso que algunos llamamos caralibro en la intimidad, me comunicó, con un cierto tufillo de satisfacción y complicidad, que mi denuncia anónima había sido atendida y que se había retirado la publicación denunciada.
Pasmo. No puedo calificar de otra forma más que de pasmo la reacción inmediata que sufrí. Según el caralibro yo había interpuesto una denuncia anónima, algo absolutamente contrario a mi forma de entender las cosas, algo propio de represores, de reprimidos, de censores, de inquisidores, de dictadores, de frustrados, contra algo que alguien había publicado en la red social. Y además, al parecer, yo tenía razón en mi denuncia. Tras el pasmo, la indignación y la necesidad de saber, de conocer qué, cuando y de quién estábamos, en realidad estaba el caralibro, hablando.
Cuando comprobé de que publicación me habían, alguien o algo, nombrado censor anónimo y maquinante tuve un primer ataque de hilaridad, un segundo de estupor y un tercero de indignación que fue subiendo, cuando comprobé que además me preguntaban por mi satisfacción con el resultado obtenido con opciones de muñequito, hasta santa indignación. Por supuesto marqué el muñequito que más cara de amargado tenía y escribí un comentario aún más amargo, soez, insultante… que seguramente no leería nadie, o nadie al que le inmutara lo más mínimo mi respuesta, o que lo leería un robot que llevaría el muñequito a algún tipo de formulario de estadísticas de respuestas. Lo borré.
Resulta que yo había denunciado a Agustín Martinez Eugui, pintor, motero, amigo y hermano, porque había publicado uno de sus cuadros que era un torso desnudo de mujer. Es verdad que me joroba sobremanera que Agustín sea más alto, más guapo, más delgado y menos calvo que yo. Como ocultar que la envidia me corroe cuando compruebo que es mejor pintor que yo, lo cual en sí mismo no supone ningún mérito por su parte. Pero todas estas cosas ya se las he dicho a la cara, y varias veces. No, yo jamás había, ni habría, interpuesto una denuncia, jamás anónima, jamás contra Agustín, jamás porque se viera un desnudo. Claramente algo, o alguien, ha utilizado mi cuenta y mi nombre para llevar a cabo una acción que repudio con toda mi fuerza y convicción. Así que después de borrar el comentario anexo al muñequito decidí explicarme, y explicar a todo el que lo lea que existe la estupidez tecnológica y que estamos inermes ante ella.

Porque si la denuncia anónima pertenece a la más antigua, y execrable, estupidez humana, permitirla en los nuevos entornos, aún no tiene nombre y el de estupidez tecnológica se le queda corto. Muy, pero que muy, corto.

lunes, 19 de junio de 2017

Un alivio

Día a día voy estando hasta los mismísimos de la sociedad que se supone que estamos construyendo. Día a día ciertas actitudes me cargan y descomponen porque no puedo entender la ceguera, la debilidad, la decadencia, el puritanismo, el olor de santidad eclesiástico ni el olor de santidad laico que ciertas personas emanan por cada uno de los poros de su piel. Estoy hasta los mismísimos, estoy harto y encorajinado, de todas las personas que a mí alrededor me dicen lo que es correcto y lo que es incorrecto. No soporto a las minorías con vocación de mayorías o, directamente, con ínfulas totalitarias. Estoy hasta los mismísimos de que un tiempo a esta parte el papel de fumar de cogérsela ha pasado de fino a básicamente inaprensible según los temas y los personajes con los que topes.
No soporto el linchamiento que desde ciertas posiciones ideológicas se perpetra cuando alguien, en perfecto uso de su libertad y de su patosidad, comete el execrable crimen de decir algo. Estoy harto, furioso, rabioso, de comprobar cómo se legisla la moral de derechas y como se legisla la moral de izquierdas. Estoy absolutamente asqueado de que me digan que tengo que pensar, que puedo decir o como me tengo que sentar. De que me impongan como correcta una moral que no es la mía y además lo hagan desde una posición de superioridad ética que solo se reconocen ellos mismos. Que se vayan a escardar.
Estos nuevos inquisidores de lo correcto y de la salvación del alma inexistente no me resultan distintos de aquellos otros del alma eterna. Ni menos peligrosos. Sí, es verdad ya no usan el potro o el péndulo, ahora usan el Facebook o el Twiter. Pues váyanse ustedes al país de las moñigas. Ustedes y los otros. Ustedes, los otros y los de más allá por no quedarme corto.
Váyanse a su país de falsa libertad, de pensamiento único y pasaporte para la corrección y si es posible no vuelvan. Yo tengo derecho a pensar, incluso equivocadamente, lo que me dé la realísima gana. Yo tengo tanto derecho como cualquiera a errar y corregir lo errado, o a persistir en ello si ese es mi deseo y mi convencimiento. Basta con que lo que yo piense, lo que yo haga, no interfiera en la libertad del ajeno. Ni yo en su libertad, ni él en la mía.
¿Pero quien coño se han creído que son esos acarreadores de cadenas del odio de todo signo? ¿En qué mierda de sociedad vivimos en la que la ley puede ser impunemente burlada por minorías por el simple hecho de serlo, en la que impera la ley del más débil? ¿Pero qué tipo de discursito ético pretenden soltarme los que no reconocen más verdad que la suya ni más forma de defenderla que la imposición radical? ¿Pero en que nos hemos convertido?
Desprecio con todo mi desprecio a todos los que se declaren anti algo por su incapacidad para ser pro nada. Desprecio con gesto de asco y desplante a todos los que creen estar en posesión de una verdad absoluta porque serán incapaces de alcanzar ni siquiera una verdad relativa. Desprecio con absoluta falta de caridad a todos aquellos que se permiten etiquetar a los demás, que se permiten juzgar sin ser jueces, testificar sin ser testigos y condenar sin ser jurados. Desprecio, hasta la náusea y más allá, a todos los que promueven la perversión del lenguaje para valerse de la imposibilidad de comunicarse para sus fines, la confusión, el adoctrinamiento, el mensaje vacío.
Desprecio a los débiles que prefieren mirar para otro lado, y a los que solo miran para encontrar lo malo. Desprecio a los que quieren imponer lo suyo en una suerte de santa, eclesial o laica, cruzada. Desprecio a los que son incapaces de educar, de razonar, de convencer y solo saben condenar, descalificar, prohibir. A los políticos en general, a los ideólogos en particular y a los que piensan con los titulares de los periódicos o con la última entrada de las redes sociales personalmente.
Exijo el mismo respeto que estoy dispuesto a dar, la misma libertad que estoy dispuesto a conceder, la misma igualdad que necesito y siento. Y en estos mismos valores, en estos mismos compromisos se encuentra encerrado el ideal de sociedad que busco, pretendo y por la que peleo. No me valen las discriminaciones, sean positivas o negativas, no me valen los orgullos que enfrentan por muy naturales que sean, no me valen las dictaduras de minorías sean étnicas, económicas, religiosas, sexuales o en razón a la edad, que basan su poder en su pretendida debilidad. Libertad para todos, igualdad para todos, ley para todos y respeto. Sobre todo, respeto.

Ea!, que a gusto me he quedado. 

jueves, 15 de junio de 2017

Tener razón no es suficiente

Oigo, al menos durante un rato, con bastante atención el desgranamiento de los motivos que la portavoz de Podemos argumenta para la presentación de la moción de censura. Oigo caer, como huesos en una copa, la interminable relación de corruptelas y corrupciones que los miembros del PP han cometido durante su detentación de cargos de poder a lo largo de todos estos años. Todos son ciertos y todos crean un ambiente enrarecido y malsano en la percepción que de la política, y de los políticos, tenemos los españoles. Es casi como oír cantar la pedrea en el sorteo de Navidad. Solo me sobresalta, en algunos momentos puntuales, el paso a tono mitinero que la portavoz sobreactúa para salir de esa ensoñación rayana en los párpados caídos.
Efectivamente todo es cierto, no hay exageraciones ni, lo que es peor, novedades. Es una suerte de “deja vue” de los discursos de la últimas elecciones, y de las anteriores, y de las ante anteriores. Como ciertos son los recortes excesivos, y es cierta la preponderancia de una oligarquía económica, y es cierta la brecha que aumenta entre riqueza y pobreza, y son ciertas las necesidades sociales, y el deterioro educativo, y las trabas a los emprendedores y… tantas y tantas cosas que habría que hacer.
Y al pensar de esta forma te das cuente de una pregunta ¿Sirve para algo esta moción decensura? ¿Cuál es el objetivo real de esta representación?
Desgastar al gobierno, no. Con el mismo argumentario, con las mismas sensaciones de hartazgo y fatalismo, ya ganaron esas elecciones, ya, incluso, aumentaron su ventaja en votos.
Posiblemente la única razón real y profunda es enfrentar al PSOE de Pedro Sánchez y demostrar a sus militantes que Podemos está dispuesto a hacer lo que ellos suponen que quieren hacer los que votaron en las pasadas elecciones internas socialistas. Y puede que tengan razón, pero lo que también parece evidente es que no lo quieren hacer con Podemos, o al menos no dirigidos por Podemos, por los dirigentes de Podemos.
En todo caso si en algún momento pretendieron remover alguna conciencia, pretendieron ganar con su pertinaz enumeración alguna voluntad, no les ha salido bien. Incluso puede que el partido en el gobierno se sienta reforzado tras la moción y su falta absoluta de mordiente y de apoyos.
Podemos, y me temo que mucha más gente, confunde el descrédito ajeno con el crecimiento propio, la desilusión ajena con la posibilidad propia. Se equivocan. Parece ser que la cabeza de los votantes no alineados, la voluntad de los votantes no comprometidos ideológicamente, no funciona de esta manera. Parece ser que, y lo he apuntado en varias ocasiones, el votante español independiente ejerce su derecho con la resignación de elegir la papeleta que menos miedo le da, la lista que menos desconfianza le produce.
Y la picaresca, esa actitud ante de la vida de aprovechamiento propio y de propios, esa actitud semiheroica, en todo caso simpática, del truhán, del ladrón de guante blanco, del pícaro, es algo arraigado en la personalidad de los habitantes de este país, tanto, tanto, que yo sigo pensando que todos tenemos un pícaro en nuestro interior que sale a la luz cuando existe la oportunidad para ello. Tanto, tanto, que solemos pensar que los pícaros son los otros y lo que cada uno de nosotros hacemos es otra cosa. Es más, que nos viene muy bien lo que hacen los políticos para justificar como compensación lo que a nosotros en nuestro día a día se nos queda entre los dedos.
Por eso, en este caso, en estas circunstancias, tener razón no es suficiente. Hablar de lo mal que lo han hecho, y lo hacen los otros, no proporciona los votos para formar un gobierno, porque lo que la gente vota es el tipo de sociedad que se propone, no lo mala que es la actual, que ya todos lo sabemos. Y el tipo de sociedad que propone una izquierda dura, trufada de radicalismos y de activismos varios y variopintos, no es lo que está en la cabeza, ni en los deseos, de una mayoría de los españoles.

No, tener razón no es suficiente si además no se tiene un proyecto alternativo convincente. Y, de momento, parece ser que no se tiene.

sábado, 10 de junio de 2017

La indignante dignidad

Cuando una polémica de tipo social toma cuerpo siempre procuro buscar la distancia a la que el panorama sea más ampliamente nítido antes de posicionarme, porque, desgraciadamente, en este mundo actual hay cierta tendencia a mirar con cristales de un solo color, y la consecuencia es que un debate social acaba siendo un conjunto de soliloquios ideológicos.
Si algo no se perdona en nuestro común país, hoy por hoy incluidos los catalanes, es que alguien haya tenido éxito en cualquier faceta de la vida. Si esa faceta es la de los negocios el agravio hay muchas gentes que lo consideran personal. Recordemos esa coletilla tan popular en bares y corrillos. “Es que ni trabajando, ni con un negocio “honrao” nadie se hace rico”. Y punto pelota. Ya hemos convertido a cualquiera que pueda sobresalir en un más que probable delincuente. Luego aplicamos esa frase tan nuestra, esa que se dice con gestito y tono de si yo te contara lo que se, “cuando el rio suena agua lleva” y a ver quién es el guapo que argumenta. Ya está todo dicho y el linchamiento está en marcha.
A mí, y lo he dicho repetidamente, la desigualdad social llevada a los extremos en los que se mueve hoy en día me parece inmoral, innoble e inadmisible. No se pueden consentir ciertos niveles de enriquecimiento en una sociedad llena de pobres de necesidad y pobres de solemnidad. No se puede consentir que haya acumulación, acaparación, mientras exista ausencia. No se puede tolerar que haya una regulación del mínimo de pobreza y no haya una regulación del máximo de riqueza.
He puesto muchas veces el ejemplo del poblado primitivo. No concibo que en una tribu, sí, de esas tan atrasadas, cierto individuo tenga varias cabañas, la mayoría cerradas, y haya otros componentes de la tribu que tengan que dormir a la intemperie porque no pueden pagar su compra o, concepto perverso, su alquiler. Cuando todos tengan cabaña alguno la tendrá de mayor tamaño. Seguro que tampoco en esa tribu nadie tirará alimento mientras el de al lado se muere de hambre.
Y es que hemos hecho, hemos consentido, una sociedad perversa. Una sociedad en las que algunos tienen derecho a acaparar a costa de la necesidad de los otros, derecho a enriquecerse a costa del empobrecimiento ajeno, sin límites. Y en esta expresión se contiene lo realmente inadmisible, sin límites.
Es lícito, como no, es obligado, luchar por una mayor igualdad social, por una mayor equiparación en las oportunidades, por una sociedad más justa e igualitaria. Es imprescindible llegar al punto en el que todo individuo por el hecho de nacer dentro de una comunidad tenga asegurada la equidad con respecto a los demás miembros de la misma.
Pero hecha esta reflexión, puesta negro sobre blanco la tremenda injusticia que la legalidad actual supone, lo que no se puede es condenar a un individuo por lograr el mayor partido de unas circunstancias, de unas leyes, que él no ha promovido.
Lo que no puedo es personalizar en alguien que ha sabido moverse mejor que yo mi propio fracaso y el fracaso de mis esfuerzos para que la sociedad sea distinta.
Yo, y hablo ahora personalmente, considero inmoral sin paliativos la acumulación de riqueza que el señor Amancio Ortega ha conseguido, pero no por ello voy a considerarlo a él como una especie de apestado, no voy a considerarlo a él como un inmoral, no voy a considerarme por ello justificado para promover campañas de descrédito o, directamente, de linchamiento social. No voy a volcar sobre su persona, a hacer personal, la consideración que me merece una norma.
No voy a dedicarme, porque se lo merece por rico, a difundir sin ningún tipo de verificación las campañas de descrédito de sus empresas, ni las personales. No voy a considerarlo directamente responsable de la legislación laboral de los países en los que pudiera interesarle contratar a sus proveedores. ¿Que podría evitarlo? Claro, y el noventa por ciento de otros muchos de los que no hablamos porque a pesar de hacer lo mismo no han conseguido los mismos éxitos financieros.
Pero lo que ya me parece aberrante, lo que me parece indigno y sectario, es el rechazo que ciertas personas, que se dicen en posesión de un mayor criterio moral, que hacen apropiación de una mayor dignidad social, de la que nadie les ha hecho depositarios, hacen de una donación por el simple y sencillo hecho de que tiene nombre y cara, y aprovechan, además, esa circunstancia para promover un ataque personal contra alguien que, en sentido estricto, está haciendo más por la redistribución de la riqueza que todos los políticos del mundo juntos, incluidos, y señalados, los del signo al que pertenecen los que se sienten ofendidos.
Estoy seguro de que muchos de esos grandilocuentes, y dignos, ofendidos por la donación, verían con mejores ojos, yo diría con mirada más clara, que la donación se hiciera a algunas de esas ONGs que se gastan más en oficinas y todo terrenos que en ayudas efectivas, en esas inefectivas organizaciones que se montan más para prurito moral propio que para beneficio ajeno.
A mí me parece de agradecer cualquier actuación que permita una mejora en las condiciones de vida, o de salud, de cualquier persona, y si la donación del señor Ortega contribuye a salvar, alargar o mejorar la vida de una sola persona, me sentiría, si fuera él, satisfecho.
Y es que yo no creo que la dignidad, ese concepto que tan alegremente manejan, esa virtud que tan pagados de sí mismos reclaman, valga un solo muerto, un solo día de dolor, un solo minuto de retraso en un diagnóstico.
Volviendo a nuestra ancestral y atrasada aldea, yo no concebiría que, en el hipotético caso de que alguien acaparara cabañas y otros carecieran de ellas, se rechazara por dignidad el que alguien con más de una cabaña le cediera una otro que no tuviera ¿Dónde estaría la dignidad?¿En sufrir a la intemperie las inclemencias?¿En persistir en la desigualdad para mayor escarnio del acaparador?¿En denunciar la situación sin permitir acercamientos a la solución salvo que se hagan como los dignos consideren que tienen que hacerse?

Y es que yo no creo en la dignidad de los muertos, en la dignidad del sufrimiento, en los que se auto proclaman héroes de la virtud. Eso sí, consideraría muy digno por su parte que llegado el momento y las circunstancias, dios no lo quiera, renuncien al beneficio de esas máquinas que ellos consideran indignas, aunque creo que no. O sea, que no me creo que renuncien a la cabaña que les toque.

domingo, 4 de junio de 2017

Historia de un capullo (I)

El siglo XX empezaba a desgranar los años correspondientes a la década de los sesenta cuando una generación, la mía, que venía de una post postguerra nacional y una postguerra mundial, empezaba a sentir en su piel la adolescencia. Eran años un tanto oscurantistas en un mundo que se sentía viejo, raído, incapaz de saber que le había pasado y mucho menos capaz de asomarse a un futuro que el régimen, en España, pintaba en colorines con los planes de desarrollo, pero que la población solo desarrollaba, a nivel de la calle, en tipos que podemos recordar gracias a películas geniales como “El Verdugo”, “Historias de la Radio”, “El Cochecito”, “Plácido” o “Bienvenido Mister Marshall”. La vida cotidiana, según la versión oficial, se componía de tipos pueblerinos de folclorismo rancio, toreros, paletos de ciudad, señoritos de medio pelo y señores de alta alcurnia, con algunas pinceladas de burguesía emergente.
Vivíamos en un mundo de prohibiciones por nuestro bien, todo estaba prohibido, hasta jugar. No se podía jugar al balón, montar en bicicleta o pisar el césped en los parques. No se podía poner música, salvo clásica o saetas, en tiempos de Semana Santa. No se podía besar en público salvo en las estaciones o aeropuertos, donde la oficialidad se mostraba más permisiva con las efusiones propias de las bienvenidas o despedidas. Como siempre la picaresca funcionaba y había dos colectivos de población, los taxistas y los novios, que conocían la dedillo los horarios de trenes y camionetas, porque entonces los autobuses que iban a los pueblos y otras ciudades se llamaban camionetas o por el nombre de la compañía: el Auto Res, el Castromil, los Alsina…
Los taxistas lo hacían con el sentido profesional de acarrear pasajeros que necesitasen de sus servicios, pero los novios no tenían otro fin que el de participar y extender el contacto de sus cuerpos y bocas por varias llegadas o partidas que hiciesen tolerables sus apenas pecaminosos achuchamientos. Por aquellos tiempos la española cuando besaba, era que besaba de verdad. Un beso pasaba por una declaración formal de buenas intenciones futuras, o sea matrimonio, y presentes, o sea noviazgo, aunque muchas veces esas intenciones no pasaran del primer alivio.
Pues eso, que eran tiempos oscuros, tiempos de miedos, de pecados, de tenebrosos ejercicios espirituales y de adhesiones inquebrantables a un régimen que entendía que si la adhesión era quebrantable también podía ser quebrantable cualquier otro derecho del individuo, o el individuo mismo. Tiempos de censuras, de secuestros de prensa y de obreros y estudiantes que volaban, o al menos eso se comentaba porque siempre que la policía disparaba al aire mataba a alguno. Cosas veredes amigo Sancho.
Decir que éramos infelices sería de una inexactitud culpable. Los niños, los adolescentes, los jóvenes, siempre encuentran la manera de ser felices, característica que pierden con el paso de los años. Éramos felices a nuestra manera, éramos felices a pesar y sobre la prohibición general y castrante que pesaba sobre una sociedad aún en estado de choque tras su desafortunada experiencia. Éramos felices corriendo delante de los “grises” y comparando marcas. Éramos felices descubriendo el sexo bajo el pretexto de encontrar el amor. Éramos felices porque esa era nuestra vocación y nuestra determinación.
Y aquellos niños que empezaban a cambiar la voz dentro de una crisálida que la sociedad oficial y los poderes dominantes se negaban, no ya a permitir que rompiera, si no ni tan siquiera a reconocer que existiera, empezaron a tomar consciencia del mundo en el que vivían, empezaron a percibir que fuera de la crisálida el color invadía las calles, las carnes visibles invadían las playas y la música hacía vibrar el aire con compases de libertad y de cambio. Y al tiempo, y aún dentro del capullo, empezamos a buscarnos unos a otros y a reconocernos.
Sí, aquellos niños, aquellos rapaces, educados en la represión, en el miedo, en la abstinencia de las carnes todas, en la unidad de destino en lo universal, empezamos, como en el mito de la caverna, a sospechar, a atisbar que había otro mundo posible fuera del capullo en el que la sociedad se debatía entre el gusano que fue y la mariposa que pretendía ser.
Todo cambiaba a nuestro alrededor y en el mismo NoDo asistíamos a los actos oficiales de los capitostes correspondientes, lo que fue, y la eclosión de extranjeras en bañadores cada vez más exiguos y en, válgame diós, bikini, que querían representar esa libertad añorada y deseable. Y la música, y la llegada de los primeros hippies y sus mensajes de amor libre, de libertad individual, de igualdad entre sexos, de pacifismo y de tolerancia.
Sí, es posible que aquel movimiento tampoco fuera exactamente perfecto, que adoleciera de clasismo y de fuerza para asentarse definitivamente y hacer que sus flores, sus psicodelias y sus colores se constituyeran como una opción a la agobiante infinitud de matices de gris oscuro que representaban al poder del momento.
Es verdad que vivíamos en el permanente sobresalto de una guerra atómica, en el límite intangible de la condena eterna, en el vértigo irrenunciable de crear una sociedad nueva, distinta, de logar que al romper el capullo la luz no viniera solo del exterior, si no que de ese interior umbrío y claustral surgiera una nueva luz, una luz de esperanza y de necesidad de felicidad.
Brotaron los cantautores que cantaban a los poetas, que eran ellos mismos poetas, que nos marcaban hitos, objetivos, esperanzas, que nos advertían de tropiezos y fracasos, que nos marcaban caminos que reclamar para los nuevos pasos. Nos contaron que Jesucristo era el primer hippie y que no habíamos entendido nada de su mensaje. Nos acunaron con el rock’ roll y la canción protesta. Y escuchamos en nuestro interior un mandato nuevo: pensad por vosotros mismos, pero pensad para bien. Pensad al margen de lo que os digan y buscad los caminos en los que podamos transitar todos unidos.
Y muchos, los de esa generación, los de algunas generaciones anteriores, los de algunas generaciones posteriores, creímos entender el mensaje, creímos en el mensaje, y al romper el capullo nos lanzamos sin complejos a crear una sociedad nueva. Claro, había de todo. Desde los que querían preservar todo lo existente a los que querían destruir cualquier vestigio de lo que hubiera sido. Desde los que amenazaban con la destrucción a los que destruían sin siquiera amenazar. Y entonces, formaron bloques. Entonces levantaron muros ideológicos y físicos y nos explicaron que solo al amparo de esos muros estaba la verdad y la libertad, siempre la suya, por supuesto.
Muchos se refugiaron en los muros intentando encontrar alivio a la inseguridad que un mundo en libertad les producía. Otros nos enfrentamos al pastoreo, al pensamiento y las verdades colectivas y elegimos el camino en solitario, pero todos, unos, otros y aún los de más allá, contribuimos a recoger un mundo dividido entre hombre y mujeres, entre comunistas y capitalistas, entre buenos y malos, entre normales y anormales, y abrir la posibilidad a un mundo de matices, a un mundo donde la tolerancia no era un pecado sino una necesidad de convivencia, donde la fraternidad podía desarrollarse sin fronteras, ni físicas, ni morales, ni sexuales.

Pero, a día de hoy, mirando alrededor, ¿qué queda de aquellas mariposas? ¿Qué capullo intenta eclosionar? ¿Hacia dónde nos están llevando? Continuará.