jueves, 14 de febrero de 2019

Contando ovejas


Convocar a la gente a movilizarse es fácil, que la gente se movilice no tanto. La calle es tradicionalmente de la izquierda que sabe movilizar con mayor resultado, pero confundir la capacidad de movilización con un respaldo popular son ganas de hacer un brindis al sol.
La concentración del domingo en Madrid me pareció escasa. Escasa incluso comprando la cifra de los convocantes que seguramente era mucho más cercana a la realidad que la de las instituciones. Seguramente el número de personas que esperaban movilizar los partidos convocantes era mucho mayor del conseguido, pero de ahí a considerar, como ya ha hecho el Sr. Sánchez, que los ciudadanos respaldan sus ansias de poder pagadas con cesiones y declaraciones contrarias al sentir popular va un trecho que puede costar unas elecciones.
En esa tibieza de la respuesta popular pueden influir muchas variables, pero la principal es que los partidos pueden movilizar con cierta eficacia  las bases pero les cuesta mucho más motivar, rara vez lo consiguen, a una mayoría de electores que estando hartos de lo que tienen están casi igual de hartos de lo que se les ofrece.
El lenguaje, esa herramienta que los políticos utilizan con alegría, desprecio por las reglas e inconsciencia, puede ser una de las causas principales del desafecto general entre la clase política, toda, y el ciudadano medio, ese que hace ganar o perder las elecciones.
Nadie medianamente templado puede asistir a los exabruptos del señor Casado y luego salir a la calle a apoyarlo. El lenguaje, y más el castellano o español, tiene una riqueza infinita para llamarle a cualquiera lo que a uno le apetezca sin que de su boca salga ni una sola calificación. Nuestro idioma tiene tal abundancia de conceptos, sinónimos y antónimos, que se puede calificar a alguien sin cualificarlo ni descalificarlo directamente. Pero una de las grandes carencias de nuestros líderes es confundir la grandilocuencia y el volumen de emisión con la oratoria. Aquella oratoria en la que era necesario ser versado, y aprendido, para dirigirse con un mínimo de aceptación al público. Aquella oratoria que era fundamental en los estudios de las artes liberales y que emanaba del trívium: dialéctica, gramática y retórica.
Pero tampoco son del agrado general las declaraciones descalificando  los asistentes a la manifestación, calificándolos de rancios, que los habría, de fachas, que los había, o de intolerantes, que algunos lo serían. Descalificar a los demás tiene el peligro de aumentar su número por pura simpatía.
Cierto tipo de izquierda casposa y poco imaginativa tiene la costumbre de despreciar los símbolos nacionales en la misma medida en que cierta derecha, casposa y poco imaginativa, tiene la costumbre de considerar los símbolos como una propiedad y el certificado de una identidad inequívoca. Se puede amar un país, una región, un pueblo, sin necesidades exhibicionistas, pero es difícil amar un país, una región, un pueblo sin respetar sus símbolos ni a los que lo habitan.
Muchos, cada vez más, estamos hartos de ser de ser descalificados como ciudadanos, calificados como fascistas y puesta en cuestión nuestra cualificación democrática por personas que parecen haberse erigido en impartidores de verdades sin otra credencial que el desprecio y el rencor.
Desprecio por todo lo que suponga una identidad y rencor por todo lo que pueda estar asociado a esa identidad. Y para justificarlo les basta con asociarlo todo, me temo que hasta la prehistoria, a un periodo concreto y nefasto de nuestra historia que no podremos resolver mientras su rencor no decaiga o el fervor por él de algunos pocos sea alimentado sistemáticamente por el odio de los primeros.
El permanente y pertinaz sistema de enfrentar a la sociedad, de partirla y descalificar a la parte con la que no se identifican no hace otra cosa que descalificar a esos pretendidos líderes que se afanan, y ufanan, descalificando a millones de ciudadanos que no piensan como ellos.
Yo no podría calificar de casposos o fascistas a la globalidad delos manifestantes del domingo, pero ni mucho menos podría calificar de traidores o de felones a personajes, o personas, que solo me parecen incapaces, soberbios y ambiciosos. Y no podría porque tanto lo uno como lo otro intenta descalificar con adjetivos genéricos, injustos y difíciles de demostrar, algunos de ellos solo utilizables en un proceso judicial.
Guardemos las palabras para aquello que fueron concebidas, para comunicarnos, para acercarnos a la verdad, a la memoria, a la belleza, a la razón, y guardemos en un lugar de acceso restringido a las que sirven para descalificar.
No, el domingo la manifestación no puede considerarse como un éxito. No, no todos los que compartían la necesidad de que el Sr. Sánchez convoque elecciones estaban en Colón. No, no todos los que no fueron consideran al señor Sánchez y sus métodos válidos para sacar adelante este país en sus circunstancias actuales. No, no todos los que fueron consideran que el Sr. Sánchez sea un traidor, o un felón. No, todos los que fueron, ni todos los que consideran que es imprescindible convocar elecciones, piensan que el líder necesario estaba en esa manifestación. No, no todos los españoles se sienten representados en alguno de los bandos, bandas según su forma de actuar, que unas elecciones pueden poner en juego. No, no todos los que reivindican la historia, la bandera, el himno o las tradiciones son fachas. No, no todos los que hacen desprecio de esas cosas son progresistas.
No, no somos una tortilla a la que dividir en porciones para luego comérsela, entre otras cosas porque para hacer una tortilla hay que unir huevo y patata, y en este país ni los huevos respetan a las patatas, ni las patatas toleran a los huevos. Aquello de que los huevos ni olerlos.
Yo el domingo me lo pasé contando ovejas, unas de manifestación, otras de mitin y otras muchas balando barbaridades en los medios de comunicación y las redes sociales, según el rebaño al que creen pertenecer. Un rebaño en busca de un pastor que la tradición y nuestra idiosincrasia nos niegan.

miércoles, 6 de febrero de 2019

El raquitismo político


El raquitismo es una enfermedad infantil caracterizada por una endeblez extrema y una falta de desarrollo del individuo. Existe una segunda acepción en el RAE: “Desarrollo escaso o deficiente de cualquier organismo animal o vegetal”. Y si vamos al día a día se considera raquítico como sinónimo de debilidad acentuada e, incluso, grotesca.
Es inevitable, teniendo en cuenta las dos últimas acepciones, pensar que tenemos un gobierno raquítico. Un gobierno cuya extrema debilidad y ansias de mantenerse en el poder al coste que sea, nos está llevando a una radicalización de la sociedad de la que hasta sus mismas bases están siendo víctimas.
Nadie cree en sus razones sobreactuadas. Nadie cree en la extrema laboriosidad de su contrastada inoperancia. Nadie cree, por no hablar de hilaridad, en los sondeos que el CIS publica y que están llevando al descrédito de una institución del estado usada de forma partidista.
¿Puede un gobierno mantenerse con este clima popular?  A la vista está que puede. ¿Debe? La mayoría de los españoles, incluidos algunos de sus más destacados militantes, consideran que no, pero por si hay dudas el Presidente del Gobierno en un acto con ribetes de absoluta soberbia publica su libro “Manual de Resistencia” que más parece una declaración de intenciones que un tratado de ética política.
Cabe hacerse una última pregunta, ¿cuál es el programa posible del gobierno? Tal vez alguien no haya reparado en, o le haya sorprendido, la palabra posible, pero es que dado el raquitismo parlamentario del partido que ejerce como gobierno, en solitario, no sabemos cuáles serían sus verdaderas intenciones, porque solo puede hacer lo que sus socios le permiten, y ahí sí que tenemos un problema.
Tenemos un problema grave, muy grave.
El principal socio del gobierno es un partido que bordea la defensa de la constitución, muchas veces por la parte de fuera, que engloba a anticapitalistas y anti sistema en general, es decir radical, que además está en caída libre en intención de voto y en descomposición interna pública y publicada.
Pero si este socio es problemático resulta que el resto de socios del gobierno son independentistas confesos o filo independentistas, lo que sume cualquier iniciativa que les favorezca en una cesión a unas posiciones con las que la mayoría del país está en desacuerdo. Y esas cesiones son continuas porque es la única moneda que tiene el gobierno para perpetuarse en el sillón presidencial, al que parece tan afecto Pedro Sánchez.
Así que en principio solo podemos presumir que el gobierno gobierna por interpuesto, sin capacidad real de maniobra y confiando de cara a la gente en crear la suficiente confusión con sus juegos verbales como para evitar un deterioro que parece irreversible. Si a estas piruetas idiomáticas le sumamos la incapacidad de comunicación coherente de la vice presidenta la comunicación gobierno-ciudadanos es una vía muerta, muerta y con claros síntomas de fetidez.
Si las declaraciones de que las opiniones de Pedro Sánchez no tienen que ser coincidentes, ni siquiera coherentes, con las del Presidente del Gobierno, a pesar de ser el mismo, sumieron en el estupor a la población en general, los resultados de la elecciones andaluzas y la actitud de considerarlos ajenos a la responsabilidad de los errores cometidos en Madrid raya en el cinismo más absoluto.
Tal vez, es más que probable, que parte de la renuencia  a convocar elecciones, que parece la salida evidente y única, venga de esos resultados andaluces y de la incapacidad de asumir responsabilidades por parte del gobierno de la nación. De asumir responsabilidades y, ahora sabemos, la decisión del Presidente de escribir un nuevo capítulo de su libro, lo haya escrito quién lo haya escrito, aunque sea costa de dejar tras él un erial político, un erial en su partido y un erial en su país.
Su última cesión, el relator, mediador, notario, escribiente, asistente, o lo que quiera que sea o como se le quiera llamar, ha logrado incendiar incluso el interior de un partido que nunca le ha sido especialmente afecto, salvo los forofos del “no es no” que son sus votantes de primarias y que no representan en absoluto la línea política que España quiere y necesita. Y parece que esta vez ni los subterfugios idiomáticos de llamarle lo que no es y negar lo que es van a conseguir calmar un clamor que cada vez va siendo más popular y menos formal.
Hay que reconocer que no toda la culpa es de Pedro Sánchez, y lo voy a reconocer. Una gran culpa es de este sistema electoral absolutamente perverso y desprestigiado que permite obtener mayoría de escaños con minoría de votos según los territorios electorales en los que te presentes. Esta perversión ¿democrática? Que impide que todos los votos valgan los mismo y que prima a los independentistas de territorios menores al presentarse en territorio global.
Seguramente si sumáramos a día de hoy, en una elecciones actuales, todos los votos de los partidos afectos al gobierno, incluido el gobierno, y los de los que están en contra, sin convertirlos en escaños, los primeros serían bastante menos de la mitad de los emitidos. Y ellos lo saben.
En todo caso si hay dos grandes beneficiados en la situación actual, los independentistas, naturalmente, que están colando su mensaje de que ellos defienden la razón y la pureza democrática, y Vox, que observa como sus posibles votantes crecen a cada día y a cada disparate del gobierno de la Nación.
Y ¿hay alguna solución?. Una parcial, elecciones inmediatas, y otra definitiva y por ello improbable: listas abiertas y circunscripción única ya.
¿Y mañana? Mañana volveremos a hablar del raquítico y encastillado gobierno.

sábado, 2 de febrero de 2019

Sin novedad en el frente


Lo malo de una guerra, una vez declarada e iniciada, es que alguien va a perder. Lo malo de una guerra es que alguno de los contendientes no ha medido correctamente sus fuerzas y va a salir derrotado. Lo malo de una guerra, de casi cualquier guerra es que transcurrido un cierto tiempo ya se tiene claro quién no la va a ganar, incluso que el que no la va a perder quisiera que no hubiese sucedido. Lo malo de una guerra es que entre la derrota y el reconocimiento de la misma transcurre un tiempo en el que los daños son prescindibles pero inevitables, porque a nadie le gusta perder, porque a nadie le gusta perder absolutamente y todos los derrotados buscan eso que maniqueamente se llama una salida digna. No siempre la hay, no siempre se concede.
También es verdad que esa dignidad de la salida depende mucho de la inquina, de la prepotencia, de la soberbia desplegada durante las batallas. No pierde igual aquel que lo único que ha generado es odio que el que ha pretendido luchar dignamente por aquello de lo que estaba lealmente convencido, aunque todas las batallas, por el sufrimiento que causan, son reas de dolor que pide dolor. En la generosidad del vencedor, en su comprensión hacia el perdedor y sus motivos, radicará la dignidad de la salida pactada. Un final con honor o una derrota total.
En España estamos viviendo una guerra, en realidad varias todas interconectadas, que teniendo ya un perdedor no tiene claro ni su final ni los términos en los que este verá la luz.
Una guerra provocada por un conflicto mal legislado, mal administrado, mal planteado y, de momento peor resuelto. Es curioso que los legisladores siempre esperan a que se genere el problema en términos inaceptables para empezar a buscar las soluciones, aunque uno pueda pensar que su trabajo debería ser buscar las soluciones para evitar los problemas. Seguramente su devenir político y partidista no les deje el tiempo imprescindible para pensar en sus funciones y sus obligaciones.
El caso es que, sea como sea, nuestras calles se han llenado de taxistas, teóricamente patronos, indignados por la situación de competencia, en muchos casos provocada por su propia incompetencia, desleal, por una legislación incorrectamente planteada e incorrectamente aplicada, que argumentan como obreros contra obreros a los que les llaman patronos. Ya el planteamiento en sí es perverso, pero más lo es el desarrollo cuando cierto ministro en franca dejación de sus funciones, también se puede hablar de extrema cobardía política, traslada la resolución del problema a las administraciones de menor rango, posibilitando acuerdos locales que ni resuelven el problema de forma homogénea, ni siquiera semejante, o lo que es lo mismo, creando agravios comparativos entre colectivos de distintos lugares con diferentes logros en sus demandas en un único territorio nacional. Un sindiós que diría un amigo mío.
Y ahí estamos. Los taxistas de Madrid no saben cómo acabar una movilización en la que se han enfrentado a sus propios clientes, con unas pretensiones iniciales dictadas por unos logros ajenos a los ciudadanos, otorgados por las ¿autoridades? catalanas, y que han expulsado a la competencia de las calles de Barcelona, imposibles de logar en Madrid, con unos mensajes y hechos de cariz radical, cuando no violento, difíciles de asumir por la opinión pública y viendo como su pretendida fuerza se va diluyendo en el tiempo y la sinrazón.
No menos importantes que las batallas, en las guerras, son los personajes que surgen a su fragor. En Madrid se ha hecho famoso “Peseto Loco”, parece ser que un taxista de ideas radicales y tirón mesiánico que parece arrastrar a los más extremistas entre los movilizados, que tampoco son todos aunque si la mayoría. No conozco a la persona, desconozco bastante al personaje, pero si tengo claro que cuando lo nombro la memoria se me mueve entre Tiroloco McGraw, aquel dibujo animado de Hanna y Barbera que era un caballo vaquero con cargo de sheriff y habilidades para conducir diligencias, y Caballo Loco, famoso jefe piel roja que empezó una guerra que nunca podía haber ganado. Ni la humorística vida del dibujo animado, ni la heroica del jefe Sioux, parecen ejemplos válidos en la lucha de los taxistas, pero de ambas se pueden sacar paralelismos, y ninguno es positivo.
Lo malo de esta historia es que acabe como acabe, sea con una salida digna o con una rendición sin condiciones, el conflicto entre dos formas de ver y enfocar dos negocios que se hacen competencia no será otra cosa que un aplazamiento más de la solución definitiva que el problema demanda. Claro que eso pasará por un ministro capaz y unas asociaciones dispuestas más negociar que a movilizar y secuestrar ciudades y ciudadanos.
Sin necesidad de ser oráculo el momento dice que sin haber acabado el enfrentamiento actual ya podemos vislumbrar las tensiones futuras. Y si no al tiempo.