Convocar a la gente a movilizarse
es fácil, que la gente se movilice no tanto. La calle es tradicionalmente de la
izquierda que sabe movilizar con mayor resultado, pero confundir la capacidad
de movilización con un respaldo popular son ganas de hacer un brindis al sol.
La concentración del domingo en
Madrid me pareció escasa. Escasa incluso comprando la cifra de los convocantes
que seguramente era mucho más cercana a la realidad que la de las
instituciones. Seguramente el número de personas que esperaban movilizar los
partidos convocantes era mucho mayor del conseguido, pero de ahí a considerar,
como ya ha hecho el Sr. Sánchez, que los ciudadanos respaldan sus ansias de
poder pagadas con cesiones y declaraciones contrarias al sentir popular va un
trecho que puede costar unas elecciones.
En esa tibieza de la respuesta
popular pueden influir muchas variables, pero la principal es que los partidos
pueden movilizar con cierta eficacia las
bases pero les cuesta mucho más motivar, rara vez lo consiguen, a una mayoría
de electores que estando hartos de lo que tienen están casi igual de hartos de
lo que se les ofrece.
El lenguaje, esa herramienta que
los políticos utilizan con alegría, desprecio por las reglas e inconsciencia,
puede ser una de las causas principales del desafecto general entre la clase
política, toda, y el ciudadano medio, ese que hace ganar o perder las
elecciones.
Nadie medianamente templado puede
asistir a los exabruptos del señor Casado y luego salir a la calle a apoyarlo.
El lenguaje, y más el castellano o español, tiene una riqueza infinita para
llamarle a cualquiera lo que a uno le apetezca sin que de su boca salga ni una
sola calificación. Nuestro idioma tiene tal abundancia de conceptos, sinónimos
y antónimos, que se puede calificar a alguien sin cualificarlo ni
descalificarlo directamente. Pero una de las grandes carencias de nuestros
líderes es confundir la grandilocuencia y el volumen de emisión con la
oratoria. Aquella oratoria en la que era necesario ser versado, y aprendido,
para dirigirse con un mínimo de aceptación al público. Aquella oratoria que era
fundamental en los estudios de las artes liberales y que emanaba del trívium:
dialéctica, gramática y retórica.
Pero tampoco son del agrado
general las declaraciones descalificando
los asistentes a la manifestación, calificándolos de rancios, que los
habría, de fachas, que los había, o de intolerantes, que algunos lo serían.
Descalificar a los demás tiene el peligro de aumentar su número por pura
simpatía.
Cierto tipo de izquierda casposa
y poco imaginativa tiene la costumbre de despreciar los símbolos nacionales en
la misma medida en que cierta derecha, casposa y poco imaginativa, tiene la
costumbre de considerar los símbolos como una propiedad y el certificado de una
identidad inequívoca. Se puede amar un país, una región, un pueblo, sin
necesidades exhibicionistas, pero es difícil amar un país, una región, un
pueblo sin respetar sus símbolos ni a los que lo habitan.
Muchos, cada vez más, estamos
hartos de ser de ser descalificados como ciudadanos, calificados como fascistas
y puesta en cuestión nuestra cualificación democrática por personas que parecen
haberse erigido en impartidores de verdades sin otra credencial que el
desprecio y el rencor.
Desprecio por todo lo que suponga
una identidad y rencor por todo lo que pueda estar asociado a esa identidad. Y
para justificarlo les basta con asociarlo todo, me temo que hasta la
prehistoria, a un periodo concreto y nefasto de nuestra historia que no
podremos resolver mientras su rencor no decaiga o el fervor por él de algunos pocos
sea alimentado sistemáticamente por el odio de los primeros.
El permanente y pertinaz sistema
de enfrentar a la sociedad, de partirla y descalificar a la parte con la que no
se identifican no hace otra cosa que descalificar a esos pretendidos líderes que
se afanan, y ufanan, descalificando a millones de ciudadanos que no piensan
como ellos.
Yo no podría calificar de casposos
o fascistas a la globalidad delos manifestantes del domingo, pero ni mucho
menos podría calificar de traidores o de felones a personajes, o personas, que
solo me parecen incapaces, soberbios y ambiciosos. Y no podría porque tanto lo
uno como lo otro intenta descalificar con adjetivos genéricos, injustos y difíciles
de demostrar, algunos de ellos solo utilizables en un proceso judicial.
Guardemos las palabras para
aquello que fueron concebidas, para comunicarnos, para acercarnos a la verdad,
a la memoria, a la belleza, a la razón, y guardemos en un lugar de acceso
restringido a las que sirven para descalificar.
No, el domingo la manifestación
no puede considerarse como un éxito. No, no todos los que compartían la
necesidad de que el Sr. Sánchez convoque elecciones estaban en Colón. No, no
todos los que no fueron consideran al señor Sánchez y sus métodos válidos para
sacar adelante este país en sus circunstancias actuales. No, no todos los que
fueron consideran que el Sr. Sánchez sea un traidor, o un felón. No, todos los
que fueron, ni todos los que consideran que es imprescindible convocar
elecciones, piensan que el líder necesario estaba en esa manifestación. No, no
todos los españoles se sienten representados en alguno de los bandos, bandas
según su forma de actuar, que unas elecciones pueden poner en juego. No, no
todos los que reivindican la historia, la bandera, el himno o las tradiciones
son fachas. No, no todos los que hacen desprecio de esas cosas son
progresistas.
No, no somos una tortilla a la
que dividir en porciones para luego comérsela, entre otras cosas porque para
hacer una tortilla hay que unir huevo y patata, y en este país ni los huevos
respetan a las patatas, ni las patatas toleran a los huevos. Aquello de que los
huevos ni olerlos.
Yo el domingo me lo pasé contando
ovejas, unas de manifestación, otras de mitin y otras muchas balando
barbaridades en los medios de comunicación y las redes sociales, según el
rebaño al que creen pertenecer. Un rebaño en busca de un pastor que la tradición
y nuestra idiosincrasia nos niegan.