viernes, 26 de octubre de 2018

Madrid, no es ciudad para viejos


Desde que se hizo pública la nueva normativa de circulación del Ayuntamiento de Madrid tengo la incómoda sensación de que no me gusta. Son asumibles sus planteamientos en cuanto a la reducción de la contaminación ambiental, y en aras de ello las medidas a tomar. Pero no me gusta.
No me gusta la reducción de la velocidad a treinta kilómetros por hora porque me parece una velocidad caprichosa, una velocidad que no se justifica ni sobre el argumento de la seguridad, ni sobre el de la contaminación. Con lo cual finalmente parece más recaudatoria que necesaria.
No me gustan los privilegios de espacio y normas que se le otorgan a los vehículos alternativos. Y no me gustan desde la experiencia diaria de ver como muchos de los usuarios de este tipo de vehículos convierten ya de por sí las ventajas de su uso en prebendas que no solo ponen en riesgo su vida si no la tranquilidad de peatones y conductores que tienen  que hacer frente a unos comportamientos inesperados y a unas actitudes en muchos casos agresivas.
No me gusta la solución de ceder un carril a uso preferente de la bicicleta, y ahora de los patinetes, en calles con dos carriles y en cuesta, porque el perjuicio a la fluidez de tránsito en las horas de máxima circulación se convierte en un caos. Si quiere un ejemplo práctico basta con que se pase por el tramo de la calle de Alcalá entre Ventas y Manuel Becerra y comprobará como de los tres carriles de que dispone cada sentido uno es para transporte público, otro para bicicletas, que al ser cuesta arriba van con gran lentitud, y solo uno para coches, que se ven entorpecidos por los vehículos que desesperados intentan abandonar el carril tapado por un ciclista que no alcanza una velocidad mínima con su pedaleo en cuesta, por los taxis que no usan el carril reservado para ellos y los autobuses, y por la misma afluencia que la vía sufre en ciertas horas.
No me gusta como el ayuntamiento ha ido tejiendo una trampa para los vehículos con motor de explosión con diferentes actuaciones urbanísticas, como por ejemplo el ensanchamiento de aceras, que ahora cierra con el lazo de la nueva normativa. Calles que siempre fueron de una amplitud suficiente se han ido estrechando con distintas actuaciones hasta convertirlas en calles escasas para la circulación a motor, a motor de explosión.
No, no me gusta la nueva normativa de circulación del Ayuntamiento de Madrid, y no me gusta no por lo que dice, no, no me gusta por lo que no dice. No me gusta por lo que implica ni por los objetivos no declarados que parecen derivarse de su aplicación y que vienen a sumarse a tantos otros que se llevan tomando por este equipo de gobierno desde que tomaron posesión.
Acuñó Esperanza Aguirre, personaje no reivindicable por ser de derechas, el término “cochofobia” como una actitud de rechazo sistemático del equipo responsable hacia este tipo de vehículos. Más allá de las simpatías o antipatías que la señora Aguirre pueda despertar su análisis predictivo fue correcto. Si, el Ayuntamiento de Madrid sufre de “cochofobia”. No importa que perjudique a sectores amplios de la sociedad, a los comerciantes, a los taxistas, a la gente mayor en general, o a aquellos que sufran algún tipo de minusvalías. Porque no veo yo a personas de setenta años o más, ni a personas aquejada de algunas discapacidades,  desplazándose por Madrid en patinete, en bicicleta, en segway, en hoverboard o en cualquiera de esos vehículos alternativos  que exigen unas condiciones físicas impecables para su uso, de forma habitual. No veo yo a los peatones esquivando a  los que impunemente ya circulan en esos transportes, antaño considerados alternativos y hoy protagonistas, con absoluto descaro entre ellos a conveniencia. A veces por la acera, a veces en contra dirección, sin respetar los pasos de cebra o usándolos, sin respetar los semáforos, ni las velocidades… actitudes que basta con moverse un poco por la ciudad para observar.
Parece ser, me temo, que el Ayuntamiento de Madrid, muchas de sus iniciativas así parecen indicarlo, ha decidido convertir la ciudad en una ciudad para élites de edad e ideología, en una ciudad en la que en el escudo, como antes en la película, se lea el lema “No es ciudad para viejos”. Tal vez, es una posibilidad, hayan decidido modificar el dicho y que ahora sea: “De Madrid al cielo, cuanto antes”.
Si no me mereciera tanto respeto el término casi me atrevería a calificar la normativa, su consecuencia no declarada, de filo fascista. Ese mundo idílico y deseado en el que no quepan más que los puros de edad y de ideología, en el que no haya “putos viejos, ni “putos comerciantes explotadores”, ni “putos de cualquier otra clase”.
Madrid ya no es ciudad para viejos, ni para pequeños comerciantes, ni para taxistas, ni para reparadores, ni para discapacitados, ni para cualquiera que no se ajuste a lo que cierta ideología no contemple en sus planteamientos que pueda existir y pueda ser necesaria para el diario desenvolvimiento de la vida en comunidad.
No, definitivamente, y ya a un solo paso, Madrid no es ciudad para muchos madrileños, para aquellos que no comparten ciertos estilos de vida, ciertas ideologías, cierta mínima salud para pedalear o moverse en patinete.
No, definitivamente no me gusta nada la nueva normativa para la circulación del Ayuntamiento de Madrid, en tanto en cuanto me parece que solo es un paso más en un objetivo indeseable. Madrid para los que la gobiernan.

sábado, 13 de octubre de 2018

El va y el ven


No es la primera vez que lo digo, no es la primera vez que lo escribo, la ley del péndulo es inexorable, y estamos en el ven del vaivén, del va y del ven. Y no, no es el del chucu chucu, no, es el del político.
Dice el PSOE, entre tantas cosas como dice de un tiempo a esta parte en la que parece más preocupado por decir que por hacer, que la culpa de la repentina revitalización de la derecha radical, del resurgir de opciones como Vox, son culpa directa de las actitudes del PP. Sí y no.
No porque el más perjudicado por la afluencia de descontentos a esa formación es el PP de donde proceden la mayoría de sus posibles votantes. Sí porque llegan a esa actitud por un descontento con la supuesta tibieza del PP ante ciertas situaciones.
Pero lo que no dice el PSOE es que gracias al PP nuestra derecha radical es menos influyente que en el resto del mundo, Francia, Inglaterra, USA, Italia, Brasil, Alemania… y ha tardado más en salir a la luz, salvo que consideremos que el PP también tiene la culpa de Donald Trump, Bolsonaro, el Brexit…
No, yo creo que el PP no es el culpable. No más culpable, al menos, que una izquierda incapaz de sintonizar con la ciudadanía y más empeñada en educar e imponer que en escuchar, avanzar y consolidar, que sería lo que debería de hacer una verdadera fuerza progresista.
Una izquierda cada vez más radical en sus posiciones extremas, y más radicalizada en sus formaciones más moderadas. Una izquierda que ha querido, para su propio beneficio, explicarles a los ciudadanos que no hay verdad fuera de su verdad, que no hay progreso fuera de su progresismo de salón, ni razón fuera de sus razones, creando gente insatisfecha y provocando un frentismo social que más temprano que tarde tenía que dar la cara. Y el problema del frentismo es que genera damnificados y esos damnificados tarde o temprano se organizan creando un movimiento de signo contrario de mayor virulencia que el daño percibido, y el movimiento pendular en vez de atemperarse se acelera.

Al resplandor de una izquierda radical relevante le corresponde lo mismo de signo contrario, es decir el fortalecimiento de una derecha radical.
Con cuidado infinito he evitado hablar de extrema derecha. Con infinito cuidado he evitado hablar de extrema izquierda. Porque entre lo radical y lo extremo aún hay un trecho que me gustaría pensar que no vamos a recorrer. No otra vez.
El auge de Vox es preocupante en tanto en cuanto pone de manifiesto la cantidad y virulencia de un creciente descontento con las formas y los fondos democráticos de los partidos de este país. La pertinaz sordera política, la lesiva administración, la inalcanzable justicia, la bochornosa fiscalidad y una ley electoral que amordaza la voluntad del ciudadano no son más que las puntas del iceberg de una cada vez mayor percepción de una democracia fallida que a los nostálgicos de sistemas más populistas les permite exhibir argumentos.
Ni las izquierdas ni las derechas institucionales españolas, trufadas por separatismos, independentismos, populismos de salón y totalitarismos ideológicos, parece importarles la deriva, el vaivén, que la historia debería de poner ante sus ojos. Ni sus políticas, ni sus aspiraciones parecen ir más lejos de cómo ganar las próximas elecciones, o, incluso, si es necesario, de cómo lograr el poder aunque las pierdan. Al pueblo, ese que teóricamente componen los ciudadanos y que deberían de representar, ya le dirán lo que debe que pensar llegado el momento.
No, Vox no es el problema, Vox es el síntoma que permite comprobar que existe un problema e identificarlo. Y si no al tiempo.
El vaivén, el va y el ven,  pendular ha cambiado el sentido de su balanceo, lo que queda por ver es cuál es la virulencia de su vuelta y hasta donde llegará antes de volver a cambiarlo. Las políticas irresponsables, el elitismo ético y la desfachatez política han acelerado un movimiento que la transición intentó moderar. Ahora todo depende de cuánto sentido común, de cuanta memoria histórica de la de verdad, de la que escarmienta, quede en todos los ciudadanos ignorados por los partidos políticos. Esperemos que sea mucho, esperemos que sea pronto.

sábado, 6 de octubre de 2018

Lo que contó Cantó


Leía con cierto pasmo, hace unos días, las declaraciones de Toni Cantó en el congreso denunciando la desaparición del castellano en Galicia. He tenido que dejar pasar unos días para revisar con una cierta perspectiva y algo de ecuanimidad si los hechos denunciados tienen visos de ser ciertos según mi propia experiencia.
Complicado.
Complicado, pero sin duda hay una cierta verdad, una verdad paralela y real, que se asemeja mucho a lo proclamado por el señor Cantó. El castellano, el español, está en peligro en Galicia. Y eso es verdad, tan cierto como está en peligro en Madrid, Aragón o Castilla La Mancha. Tan cierto como el español está en peligro en España entera y no por culpa de los otros idiomas y dialectos que pueden hablarse en el territorio nacional, no, si el español está en peligro habría que mirar con mucha atención a los sistemáticos ataques que recibe desde colectivos como los políticos o los informadores.
Nadie inutiliza tanto el idioma como los políticos cuando lo retuercen, fuerzan y vacían de significado en su afán de no decir nada con el máximo de palabras posibles, con el invento interesado y vacuo del idioma inclusivo que va contra todas la leyes de la evolución idiomática y que no aporta otra ventaja que la de lograr iniciativas dañinas sin calado real. El famoso, el tristemente famoso, lenguaje inclusivo varias veces desautorizado por la Academia y su uso persistente como reivindicación permanente de algo diferente a lo que dice reivindicar es un ejemplo claro. Las respuestas habituales en cualquier rueda de prensa, que una vez analizadas ni contestan la cuestión planteada ni significan absolutamente nada, son otro. La variación de significado de muchos términos utilizados para lograr decir algo diferente a lo que se dice sin dejar de decir lo que no se quiere decir, es otra. Las mismas declaraciones del señor Cantó mezclando dos realidades y sacando una conclusión que nada tiene que ver con la realidad, otra más y no la menos corriente.
Y no nos olvidemos de los comunicadores, de los informadores y esa bárbara costumbre de llenar sus palabras de barbarismos procedentes de otros idiomas para dar un toque de “glamour”, de “caché”, a una redacción de calidad ínfima y a un manejo lamentable del idioma común. Pero esta casi merecería una reflexión aparte.
No sé lo que sucede en Cataluña, Asturias, Valencia o Euskadi. No tengo un conocimiento de sus idiomas lo suficientemente profundo para saberlo, aunque sí puedo constatar que, exceptuando cerriles radicales que hay en todas partes, la mayor parte de la gente pasa de su idioma local al español común sin esfuerzo y sin ningún tipo de renuencia. Tal vez se observa un empobrecimiento del manejo del español, algunos errores de construcción y alguna carencia de conocimiento gramatical, pero, insisto, nada que pueda parecer una ignorancia sistemática del idioma común. Pero nada de esto es nuevo.
Durante mis vivencias es Cataluña observé que había tres tipos de personas que no utilizaban nunca el español: los que no lo hablaban porque vivían en zonas donde no se usaba habitualmente, núcleos rurales aislados y tradicionalistas. Los que usaban el idioma para reivindicar una pertenencia que no era de nacimiento y los que te hablaban en catalán como forma de afrenta. Mientras en los primeros la lengua fluía de una forma natural y existía una voluntad de entendimiento, los segundos y terceros la usaban como una forma de agresión y confrontación con el que no la hablara. Cuidado, esto último también funciona en el sentido inverso. No hay nada menos comunicativo que dos personas que pretenden no comunicarse.
Así que efectivamente el español está desapareciendo en Galicia, al mismo ritmo que en el resto de España. Al mismo ritmo que colectivos enteros se sirven del idioma común para fines para los que no fue pensado. Claro que esto no fue lo que contó Cantó.
Tampoco contó Cantó, y no hubiera estado mal que lo contara, que lo que realmente ha desaparecido en Galicia es el gallego, a pesar de que cada vez más gente dice hablarlo, a pesar de que cada vez más gente dice escribirlo, porque para los que hemos leído algo en Gallego antiguo, culto, los que hemos leído algo de Risco, de Celso Emilio, de Blanco Amor o de cualquiera de los muchos literatos galleguistas de los últimos siglos, lo que se habla y escribe hoy en Galicia no es gallego “nin can que lle ladre”.
Ese idioma inventado por los políticos, con la complicidad de intelectuales, que se llama gallego normativo, que es lo que se usa, no pasa de ser un híbrido entre el castrapo, castellano galleguizado, y el portugués que nada tiene que ver con el verdadero y olvidado gallego. Ni sus palabras, ni su gramática, respetan el idioma de nuestros antepasados.
Tal vez, siendo un poco retorcido, nunca se habló tanto español en Galicia, eso sí, sustituyendo las “j” por “x”, metiendo terminaciones “che” donde hay terminaciones “te” incluso cuando no corresponde, y mucho “iño” para que suene a gallego, como en la actualidad.
Claro que no es eso, tampoco eso, lo que contó Cantó.