Día de la
mujer trabajadora. Llevo oyendo todo el día, sin descanso, sin fisuras, sin
posibilidad de análisis ni disensiones, la necesidad de la igualdad, la bondad
de la discriminación positiva, la sistemática negación de los abusos y
prejuicios –claro también de los perjuicios que esos prejuicios y abusos
ocasionan. Llevo todo el día intentando negarme a decir nada que se que desde
el primer momento se considerará políticamente incorrecto, sin pararse a
reflexionar, sin pararse ante ese espejo del que a veces hemos hablado y al que
hay que mirarse con insistencia, con saña, con determinación, para perforar esa
primera capa de sombras chinescas, de reflejos amables y consentidos con los
que el servilismo especular nos reconoce la propiedad.
Llevo todo el
día desazonado, inquieto, incómodo, telúrico. El magma me bulle y finalmente no
puedo evitar resistirme a la llamada del Word.
Nunca, desde
que tengo uso de razón, he considerado a las mujeres como objetos, ni como
inferiores, nunca, ni siquiera en mi recorrido empresarial he discriminado a
una mujer de un hombre, es más nunca he pensado en temas laborales en cuanto a
mis compañeros en función de sus protuberancias –o carencia de ellas- si no en
función de su capacidad. Siempre, desde que tengo uso de razón, he sido
contrario a las tesis feministas entre las mismas feministas y siempre fui
aceptado por ellas con la misma crítica igualdad con que yo las he tratado, sin
fisuras, de persona a persona. Es cierto que algunas veces ha creido que somos
animales diferentes y simbióticos, pero con estatus de colegas.
Pero desde la
ley de (des)igualdad, desde que oí que la discriminación podía ser positiva,
desplazando la carga de la prueba de la culpabilidad a la necesidad de
demostrar la inocencia desde un prejuicio, mi indignación con la complacencia
intelectualoide de estas posiciones es cada vez más rabiosa, cada vez más
desgarrada. Cada vez las mujeres me recuerdan en su posición a ciertas
autonomías. Vivir en el victimismo para alcanzar prebendas a ser posible por
encima de la igualdad que sin embargo se invoca como objetivo.
Recuerdo un
cuento que leí teniendo no más de diecinueve años, se llamaba “Las Doradas
Veladas de la Atlántida ”.
Contaba que las mujeres de la
Atlántida usaban como prenda distintiva un velo dorado, no
especificaba de que forma. Llegado un punto de la historia las mujeres
solicitaron compartir con los hombres en términos de igualdad –la historia era
corta, no entraba en grandes detalles- y los hombres consintieron con una única
condición, dejar de utilizar el velo dorado. Las mujeres estuvieron de acuerdo
y a partir de ese momento compartieron derechos y responsabilidades. El
problema, y principio del fin de la Atlántida , fue que se puso de moda ente las
mujeres volver a utilizar el velo dorado. Los hombres reclamaron, las mujeres
argumentaron y el enconamiento llegó hasta las familias. La civilización no
pudo sobreponerse al enfrentamiento.
Se, soy
perfectamente consciente, que el cuento es simple, que la carga la vence sobre
un solo lado, pero no puedo evitar
rememorarlo ante la antipática actitud de ciertas mujeres, mas
preocupadas de conseguir prebendas que de alcanzar la igualdad. Y los abusos
existen y deberían de ser las mismas mujeres los que los persiguieran en vez de
intentar esconderlos debajo de un velo dorado, y los abusos de los hombres
existen y nosotros debemos de ser los primeros en denunciarlos. Y los
prejuicios existen porque han sido alimentados desde una posición que solo
puedo calificar como “progre”, si, entre comillas. Y sobre todo que quede
claro: para mi “NO EXISTE NADA POSITIVO EN NINGUNA DSCRIMINACIÓN”
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