Decía Alfonso Guerra, que después
del mandato socialista iban a dejar una España que no la iba a conocer “ni la
madre que la parió”. Sin el toque populista, otros hablarán de gracejo andaluz,
del lenguaje guerrista, este nuevo gobierno socialista se ha empeñado en
instalarnos en una nueva realidad generada y gestionada por ellos con la
complicidad de un bichito microscópico que convenientemente utilizado provoca
el pánico necesario para que la sociedad se quede inerme ante quién promete la
protección frente al peligro mortal en que nos han sumido.
Está esta nueva realidad
entramada en la nueva normalidad explicada con el nuevo lenguaje que ya llevan
intentando instalar desde hace varios años, tal vez un par de décadas. Claro
que el intento, sin el miedo que paraliza y provoca entreguismo, pone en cuestión,
si uno es capaz de dar un paso atrás y evadirse del chantaje, algunas preguntas
casi elementales: ¿Puede una normalidad ser nueva? ¿La normalidad no es la
consecuencia de una vivencia habitual y sin variaciones apreciables? ¿Vivir con
miedo es vivir, o sobrevivir?
Lo decía mi amigo Mariano Para,
tras un suceso de salud grave, en una comida cuando alguien le preguntó si no
le daba miedo su normalidad a la hora de comer y beber: “A mí lo que me gusta
es vivir, no sobrevivir”
Dice el dicho, que siempre existe
a propósito en el refranero español, que el miedo siempre es un mal consejero.
No sé si lo dice el dicho, pero me atrevo a decirlo yo, no existe normalidad
con miedo, no existe la normalidad con una espada de Damocles sobre nuestras
cabezas, no existe normalidad en la permanente rémora de tamizar nuestra
convivencia, nuestra planificación vital en función de una amenaza tan
inevitable como invisible.
¿Susto o muerte? ¿Truco o trato?
Pues a lo mejor hay que elegir muerte, a lo mejor ni susto, ni trato. La vida,
que dura menos que un suspiro, su normalidad, no puede quedarse enganchada en
un miedo irracional y condicionante.
Yo no quiero una nueva
normalidad, ni siquiera explicada con un nuevo lenguaje lleno de desescaladas,
de pantallas evolutivas, como si mi vida fuera un videojuego, de controles
anónimos de mi localización, que solo serán anónimos mientras a alguien no le
interese ponerle nombre. Yo quiero mi normalidad de siempre, yo quiero vivir
sin miedo, sin policías de balcón que me digan lo que está bien o mal, sin
fases de libertad individual, sin necesidad de consultar una estadística, que
además no me creo, para saber si ese día puedo abrazar a mis amigos, o besar a
mis hijos y nieta.
El problema del poder cuando
encuentra un resquicio, es que le gusta mandar, dominar, imponer, y en cuanto
encuentra una oportunidad intenta apropiarse de unas prerrogativas sobre el
individuo que en otro caso serían derechos individuales.
Yo quiero mies derechos íntegros,
yo quiero mi libertad íntegra, yo quiero decidir mi riesgo sin que nadie venga
a hablarme del coco, del hombre del saco o del coronavirus. Yo quiero, y ya es
querer, que no se utilice a ese miedo para decirle a los demás que mi libertad
pone en peligro su salud, su vida. Primero porque no es verdad y, sobre todo,
porque si eso fuera verdad también sería responsabilidad suya y de la educación
errónea que nos habrían inculcado.
El virus mata la vida, en muchos
casos. El miedo al virus mata la libertad, siempre.
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