Hablábamos de dramas humanos, de
situaciones dramáticas dentro de la dramática situación general en la que
estamos viviendo. Hablábamos del drama continuado, cotidiano, habitual, que se
hace aún más dramático en circunstancias extraordinarias. Hablábamos de cómo la
discapacidad sin recursos es, a día de hoy, en medio de la pandemia que vivimos
y del pandemonium en el que la imprevisión y la incapacidad de los sucesivos
gobiernos de país nos han sumido, un agravante, en ciertos casos definitivo, de
la enfermedad. De cómo la ignorancia dolosa
inicial de una población marginal por sus circunstancias y capacidades
en el principio de la crisis, y su abandono, han servido como cómplice necesario
para una mortandad evitable.
Dice el dicho que las penas con
pan son menos y tal vez por eso estos dramas humanos agravados por el abandono
social, por la enfermedad previa y por una situación económica delicada se
hacen aún más intolerables cuando ciertas clínicas privadas utilizan medios de
diagnóstico, teóricamente intervenidos por el gobierno por su escasez y
necesidad para uso púbico, para cobrar por ellos cantidades minoritariamente
accesibles. O sea, una pasta.
Pero dejemos de hablar de
generalidades, los agravios y los muertos tienen nombre, alguien, aunque sea a toro pasado, tendrá que
darles satisfacción, alguien tendrá que asumir la culpa de dejar morir en un
abandono mezcla de ignorancia y desidia, a varios miles de personas cuya
capacidad de cuidarse y solicitar ayuda era inexistente. Alguien tendrá que
declararse responsable de un olvido dramático de ancianos y cuidadores en
recintos perfectamente identificables, convertidos en zonas preferentes de
cultivo y expansión del virus por sus características de convivencia y de
residencia.
Parece ser que nadie pensó en los
mayores, muchos de ellos aquejados de enfermedades mentales degenerativas,
internados en establecimientos de residencia salvo para nombrarlos como grupo
de riesgo, pero sin preocuparse ni de sus necesidades, ni de sus incapacidades,
ni de las consecuencias de ese abandono.
Tal vez el problema, casi seguro,
es que los responsables solo conocen personalmente, o familiarmente, o por
interpuestos, las magníficas residencias de pago, algunas con plazas
concertadas, pero desconocen esas otra residencias atendidas por religiosas o
por voluntarios, que trabajan en el borde de la indigencia, en el límite en el
que dar y recibir se escora escandalosamente de la parte del dar.
Es preferible pensar que ha sido
una incapacidad manifiesta, una incompetencia dolosa, la que ha producido este
desastre humanitario, esta intolerable miseria humana. Porque la otra opción,
la otra impensable opción, nos podrá llevar a sospechar que cierta tendencia
anticlerical en algunos estratos de los partidos en el gobierno ha tenido
alguna influencia en el abandono de las residencias más pobres, casi todas
atendidas por órdenes religiosas o voluntarios, o una combinación de ambos.
Y lo digo, mordiéndome la lengua
para no llamarles miserables, sinvergüenzas y despojos humanos, después de
constatar el uso de las redes por algunos de sus partidarios que se han
dedicado a verter basura, o a jalearla, o a reirla, o a difundirla, sobre las
religiosas que atienden en sus residencias a los más desfavorecidos de la
sociedad, a aquellos a los que el sistema tan social y tan aparentemente
preocupado de los que no tienen recursos, ni les encuentra plaza, ni los acoge.
Eso sí, desde una posición progresista y de evidente superioridad moral, y
desde el sillón de casa, o desde su escaño en el parlamento.
Comentaban hoy en las noticias que
en una residencia de Madrid había más de veinticinco muertos, y prácticamente
la totalidad de residentes y cuidadores estaban contagiados. Hoy, casi tres
semanas después de que en esta misma residencia, una residencia de caridad, ya se
supiera de los primeros muertos y contagiados que hicieron saltar la
información, una residencia sin medios económicos ni sanitarios para
enfrentarse a un problema de esta envergadura. Una de las primeras que recibió
la primera andanada de ciertos ministros anunciando investigaciones judiciales
que intentaban culpabilizar a las víctimas de la incompetencia institucional.
No es la única, ni solo sucede en
la comunidad de Madrid, pero sí que, desgraciadamente, la inmensa mayoría de
residencias afectadas por la pandemia, la mayoría de las residencias que
abastecen los números de fallecidos de edad avanzada y con patologías previas,
lenguaje oficial, en las estadísticas, son residencias de caridad, de las
Hermanitas de los Pobres, de las Misioneras de la Madre Teresa de Calcuta y de
algunas otras órdenes y ONGs, pero que tienen una caracterítica común, la
pobreza de sus residentes y la falta de medios y recursos humanos para todo
aquello que no sea lo cotidiano.
Algunas, como una de las más
vilipendiadas en redes, son además residencias para monjas mayores. Las hay
también que acogen, en planta aparte, a enfermos de VIH sin recursos. Otras
combinan su actividad de caridad con la de residencia de estudiantes que les
permite captar algunos fondos para mantener su actividad. Ninguna nada en la
abundancia de las privadas, ni están pensadas como negocio del que sacar un
beneficio, y todas ellas solicitan ayuda, medios, desinfecciones, posibilidades
para aislar a los enfermos, en definitiva, soluciones que parece que en los
mejores casos tardan en llegar, si es que llegan.
Creo que en esta historia se
combinan varios dramas humanos:
1.
El abandono específico sobre el abandono general
de una población que debería de estar mimada por su imposibilidad de defenderse
por sí misma, ni siquiera en un día a día normal. La ignorancia culposa por
parte de las instituciones oficiales de unos colectivos que por sus características
deberían de ser objeto preferente de sus atenciones.
2.
La tardanza en, incluso la falta de, la reacción
necesaria para corregir la situación y poner los medios necesarios para atajar
el agravamiento del gravísimo problema.
3.
El abandono institucional de sus primeros
responsables. ¿Dónde estaban los responsables de las iglesias y sus recursos,
que a todos nos consta que tienen? ¿Dónde estaban los que viven en los oropeles
y los palacios eclesiales, que tendrían que haber dado el paso y proporcionar
recursos a estas instituciones que están bajo su tutela, cuando no aportar su
propia presencia en los lugares más necesitados, dando ejemplo de lo que
predican?
4.
La miseria moral que exhiben los profesionales
del linchamiento mediático y sectario, que han sacado su lado más repugnante
aprovechando la situación de desvalimiento de estas comunidades.
Pues eso, que las penas con pan
son menos, y que a perro flaco todo son
pulgas. No hay peor agravante para una pandemia, en esta sociedad, que ser
pobre o preocuparse de los pobres. Pero para ver que esto era así tampoco hacía
falta una pandemia, bastaba con una gripe, o con una visita a cualquiera de
estos establecimientos de caridad un día cualquiera de un año cualquiera. La miseria
es lo que tiene, se oculta, pero solo deja de verse para quien se niega a
mirarla.
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