Existen situaciones intolerables
en nuestra vida cotidiana, situaciones intolerables que la falta de solidaridad
institucional convierte de necesariamente extraordinarias en lamentablemente
ordinarias, tan ordinarias que acaban sumiéndose en el olvido de una sociedad
preocupada por el bienestar egoísta de cada uno de sus miembros, que tienden a
delegar esa solidaridad necesaria, de cercanía y calor humano, en una supuesta
solidaridad institucional, lejana, fría, cuando no inexistente.
Hablábamos hace unos días de la
miseria humana sufrida por nuestros mayores en residencias que han sido
ignoradas en sus desesperadas necesidades por todas las instituciones a las que
les correspondía supervisar, dotar y reforzar estos centros porque eran de su
competencia.
La miseria humana que hoy quiero
traer ante vuestros ojos tiene los mismos protagonistas, nuestros mayores, pero
sus circunstancias son tan terribles, ni más ni menos, como las de los ancianos
confinados, atrapados entre cuatro paredes con su asesino. Hablo de los
ancianos que conviven con su soledad y su deterioro en viviendas sin que haya
familia, ni amigos cercanos, que siga su evolución y sus necesidades, que pueda,
en un momento crítico, suplementar esas carencias, que ordinariamente son de
cariño y atención, y extraordinariamente, como lo es actualmente, son de
cuidado y alerta, de tomar decisiones necesarias en el momento necesario.
Las estadísticas de nuestros
mayores muertos en colectivos desamparados son terribles, son indignantes, son
imperdonables, pero me temo que las estadísticas de los muertos en soledad en
su casa, sin atención ni compañía, no lo sean menos.
Es dramáticamente más impactante
imaginar a un grupo de ancianos y cuidadores, en algunos casos tan ancianos
como ellos, debatiéndose colectivamente entre la vida y la muerte. Esa
colectivización, el entorno cerrado, la desesperación ante lo inevitable, hace
que el dramatismo de la situación nos traspase y remueva nuestra conciencia.
Pero no creo que sea menos
dramático, con el dramatismo del abandono, de la soledad, con la miseria de la
posible incapacidad de tomar resoluciones llegado el momento crítico, el
episodio de la muerte en absoluto abandono de muchos de nuestros mayores, que
han muerto en su casa sin que nadie los asistiera ni aliviara su padecimiento
debido al confinamiento en que nos encontramos sumidos. Nadie Parece haber
pensado tampoco en ellos, nadie parece haber tomado medidas para paliar una
problemática perfectamente previsible.
Todos los que hemos vivido el
deterioro de nuestros mayores sabemos que, llegado un cierto momento de esa
evolución, existe una incapacidad manifiesta de actuar, de tomar decisiones, de
resolver, y dependen de sus familias porque han perdido ese empuje mínimo
necesario para, incluso, preservar su vida. Y si no existen esas familias, esas
personas cercanas que sigan su evolución y resuelvan por ellos, sucederá lo que
está sucediendo, que se dejan morir sin que nadie atienda su muda demanda de
ayuda, sin que nadie se percate y pueda hacer esa llamada salvadora, o pueda
acariciar esa mano que se paga agarrada al vacío de su soledad.
Y lo más terrible, lo más
patético, lo más intolerable, es que ni tenemos estadísticas, ni las podremos
tener hasta que pase un tiempo, porque algunos de ellos, posiblemente muchos,
irán apareciendo en sus sillones, en sus camas, en el suelo de sus casas, según
vaya pasando el tiempo y alguien repare en su ausencia, cuando las ausencias,
de nuevo, sean excepcionales, o, en los más terribles casos, cuando algún acto
administrativo alerte de unos plazos excedidos.
Y es que si la muerte colectiva
es miserable, no lo es menos, ni más, la muerte en absoluto abandono, la
absoluta soledad del muerto sin deudos.
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