Hay sastres, y hay desastres. E
incluso hay sastres que hacen desastres. Sastres que una vez acabado el traje,
sea bien o mal, son incapaces de rematarlo adecuadamente, por falta de pericia
o por falta de presupuesto. El caso es que, sea por un motivo o por el otro,
dejan hilvanes que en el momento en que alguien que lo utiliza hace un
esfuerzo, por leve que sea, saltan las costuras y queda el forro, o la piel, a
la vista de los que lo rodeen.
En España llevamos siglos de
malos sastres, de grandes desastres y de la malhadada conjunción de ambas cosas
que da lugar a la repetida miseria de aquellos que encargaron el traje,
habitualmente de la clase media para abajo.
Es realmente miserable este ya
casi crónico mal de nuestro país, o país de países, o países metidos en un
país, o cualquier otra ocurrencia de político de turno, que impide con la
miseria de sus dirigentes el normal desarrollo político, económico y social de
unas gentes que merecen, y a la vista de la historia es palmario, una suerte un
poco más favorable.
No ha sido distinta esta
catástrofe, que, por mor de la incompetencia de los encargados de afrontarla, se
ha acabado convirtiendo en una catástrofe de catástrofes, o en unas catástrofes
metidas en una catástrofe, de consecuencias aún inimaginables. Administradores
que, a pesar de que los números no se lo permitirían a nadie con un mínimo de
honradez política, o humana, se dedican a loarse a sí mismos, a crear discordia
en la sociedad, cuando no, ciertos socios de esa administración, a juguetear
ideológicamente creando una mayor inseguridad, cabreo e inquietud en los de
siempre, como ya he dicho, de la clase media para abajo, con sus acciones.
Pero no era de los ínclitos
administradores, que ya tendrán su momento de gloria cuando toque, de los que
yo quería hablar cuando me he puesto a pergeñar estas letras, sino de los
Coronautas, término cuya autoría me permito reclamar y acuñado en honor, y a la
imagen, de mi virtual amigo, Francisco Breijo, no por virtual menos apreciado,
equipado para el comienzo de sus médicas tareas.
Llamo Caronautas a todos aquellos
que en su función de atención a los pacientes del maldito bicho se mueven en
las zonas de riesgo, hospitales, ambulancias, consultas y más, embutidos en
unos equipamientos, a veces trajes, que les hacen semejar personajes de
película de ciencia ficción. Llamo Coronautas a todos los que día a día se
juegan su contagio, su aislamiento de sus propios familiares y su vida, atendiendo
a los enfermos en cuerpo y espíritu, porque este maldito virus también afecta
al espíritu, a la soledad del enfermo
grave que ve cómo va perdiendo la vida en la ausencia de sus seres queridos.
Miserable es el comportamiento de
las administradores con los coronautas, miserable y criminal. Miserable y
criminal es verlos confeccionando esos trajes, como en el atrezo de una
película de pacotilla, como sastres en medio del desastre, con bolsas de basura,
mientras los responsables dan ruedas de prensa triunfalistas asegurando que
todo se está gestionando correctamente y que la culpa de cualquier deficiencia
es siempre de los otros, de la oposición, de los insolidarios, de los chinos, pero
jamás suya.
Los coronautas, navegando entre
nubes de coronados virus ávidos de nuevos territorios de expansión, se han
defendido como han podido, se han defendido de los virus, de las carencias y de
la miseria moral de unos administradores incapaces y soberbios en su
incapacidad. Han tenido que bregar con la enfermedad de los pacientes, con la
soledad de los dolientes y con la carencia de medios mínimos para ejercer su
trabajo correctamente y salvaguardar su propia salud en ese ejercicio.
Y de esa conducta miserable, y
culpable, de los administradores, todos, cada uno en su nivel y competencia,
dan fe las cifras: más de veintiochomil sanitarios infectados, casi treinta
muertos, eso sin contar los cuerpos y fuerzas de seguridad y las fuerzas
armadas.
Yo no sé si en ejercicio de esa
grandeza de compromiso, de profesionalidad vocacional, que están haciendo, alguno
de ellos se sentirá compensado con ese aplauso colectivo, que ya en muchos
casos se ha convertido en una especie de rito social sin trasfondo, de alivio
al enclaustramiento con espectáculo, diario. Yo creo que no, que como mucho
confortados, y en ocasiones puntuales reconocidos, pero no compensados en su
esfuerzo y en su riego
Veremos a cuántos de ellos,
pasada la emergencia, se le reconocen esos méritos con unas condiciones
laborales más acordes con su valía, con su compromiso, y con la dependencia que
esta sociedad tiene de ellos para el mantenimiento de su estado de bienestar,
y, sobre todo, para estar preparados para futuras crisis que no se adivinan muy
lejanas en el horizonte.
Y por si fueran pocas las
miserias con las que los administradores los castigan, han aparecido los “solidarios
de siempre”, los valientes de los anónimos en el portal, solicitando la
solidaridad que ellos no sienten y conminando a los que arriesgan su vida a
abandonar su hogar para no sentirse ellos, los miserables redactores, en riesgo.
Ante tantas miserias, ante tantos
y tan diversos miserables, mi solidaridad, mi reconocimiento y mi admiración
por los coronautas. Y hoy sí, aquí sí, mi sentido aplauso.
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