Lo confieso, sin rubor, hoy sentarme al teclado es un castigo a mi ánimo sombrío, a mi desanimo avergonzado, a mi vergüenza ajena, al sentimiento de ajeno que todo lo que está sucediendo me produce.
Observo con estupor, con rabia,
con una absoluta incredulidad la desastrosa deriva que las ideologías han
introducido en los últimos años en nuestras vidas y tiemblo por el futuro, por
cualquiera de los futuros, que se atisba tras el odio, el frentismo, el
ambiente pre bélico en el que parecemos sumidos. Por ese futuro que parece que
aguarda a mis hijos, a nuestros nietos.
Nunca me he llamado a engaño,
nunca he sido especialmente optimista sobre la calidad democrática que nuestro
país, sobre todo desde el último mandato de Aznar hasta hoy, estaba aplicando. La
ley electoral que primaba la preponderancia de los partidos sobre la representatividad
de los ciudadanos, no parecía exactamente una democracia. La intromisión
consentida, regulada, progresiva, acaparadora y protagonista, del poder
ejecutivo en los otros poderes, propiciando una ignorancia de la necesidad de
su separación extrema, tampoco dejaba mucho lugar a la esperanza.
Pero nadie, en plena euforia del
78, podía adivinar que la mediocridad ascendente, castrante y acaparante, de
los políticos y de sus militantes podría conducir al bochornoso espectáculo de
la actualidad, al desesperanzado atisbo a los futuros previsibles.
¿Puede la democracia tener apellidos?
Yo creo que no, que hay democracia o no la hay. Cuando alguien le pone
apellidos a la democracia lo único que pretende es desvirtuarla en su propio
beneficio. Estamos en una democracia forofista, frentista, cuyo único fin es
intentar llevarnos a cualquier precio hacia una democracia popular o hacia una
democracia orgánica. Nadie tiene interés en respetar otra libertad que aquella que
cada uno concibe. Nadie pretende, o parece pretender, otra cosa que tener el
poder suficiente para imponerle al resto su visión de la sociedad. Sin
concesiones, sin otro pasado que el suyo, sin otro futuro que aquel en el que
toda la sociedad es como él la sueña. Eso, sí, a cualquier precio.
¿Puede la democracia resistir el
insulto? Yo creo que no, que no hay democracia sin respeto al que piensa
diferente. Luego vienen los que argumentan que no se puede respetar al que no
respeta, y de repente nos encontramos con que basta con incluir en la categoría
de los que no respetan a cualquiera que piense diferente y ya tenemos una
sociedad en la que lo importante no es la convivencia, esencia de la
democracia, si no la preponderancia, base del totalitarismo.
¿Puede la democracia resistir la
intolerancia? Yo creo que no, que no hay democracia sin la permisividad
imprescindible para escuchar, debatir, rebatir y compartir. No hay democracia
sin diálogo, sin sentir la necesidad de diseñar un espacio de convivencia en el
que los ajenos se sientan casi tan cómodos como los afines, un espacio de
convivencia sin agresiones ni frentismos, un espacio de convivencia justo y estable.
¿Puede la democracia resistir la
mentira? Yo creo que no. Ninguna mentira, ni la verdad variable, ni siquiera la
finta dialéctica, permiten la confianza en alguien que hace del lenguaje
inconcreto, de las palabras huecas, de las tergiversaciones, del permanente
cambio de discurso según lo que le convenga, de la negación del contario por el
simple hecho de serlo, la esencia de su discurso. Claro que esta es la
característica principal de la democracia forofista. El líder sabe, y lo usa
con descaro, como desafío, sin recato, que si ayer su cla aplaudió su discurso,
hoy sus forofos aplaudirán otro que diga lo contrario, y lo justificarán sin
importar las contradicciones con lo dicho anteriormente. Lo ha dicho el líder,
el aparato propangandista del partido, punto final.
No, la democracia no resiste
ninguna de estas características, ni el frentismo, ni el sectarismo, ni el
predominio de las minorías, ni el populismo, ni el fascismo, ni el mesianismo,
ni el recorte de libertades, ni la desigualdad económica, ni la utilización
partidista de los problemas, sean económicos, médicos, legales o sociales, ni
la ambición desmedida de los líderes, ni la falta de una educación o de
proyecto de educación, ni la mediocridad inducida de los mediocres, ni la falta
de controversia, ni las uniformidades impuestas, ni tantas otras cosas que
observo cuando me asomo a las ventanas de mi casa.
Cuando me asomo a las ventanas
que dan a la calle. Cuando me asomo a las ventanas del cuarto poder, también
intervenido, también silenciado, también integrado en el poder único que todo
lo quiere controlar. Cuando me asomo a las ventanas mediáticas, empañadas de
odio, de intolerancia, de frentismo, de forofismo. Todas la ventanas me asoman
a un presente repugnante, a un futuro sin esperanza, sin democracia, sin
equidad, sin libertad, sin fraternidad.
No forofos, no, vosotros, los mal
llamados militantes, los aplaudidores de ignominias, mentiras y falacias, los
tristes cabestros de un rebaño sin bravos, las huestes del hostigamiento
popular, populista, populachero, las mediocres y entregadas tropas de mesías
sin paraíso, sois el verdadero cáncer de la democracia. Representáis las
amargas lágrimas de una esperanza que no pudo ser. Levantáis las barreras con
palabras que nunca debieron de ser pronunciadas pero que hacéis vuestras.
Palabras que defendéis no por lo que digan, sino por quién hayan sido pronunciadas.
Palabras que entierran la razón, el futuro, la esperanza.
Yo lloro hoy por la democracia,
por la que pudo ser y no la dejaron, por la que pudimos construir y destruimos
día a día, por la que hubiéramos podido legar en vez del páramo que legamos. Y
aún ahora habrá quien piense que hablo de los otros , o de ellos, y no que
hablo, como hablo, de todos nosotros, de todos los que de una forma u otra,
votando, justificando, insultando, denigrando, o mirando para otra parte,
permitimos este estado de las cosas. Fomentamos el llanto, el pésame y el
profundo llanto, por una democracia que no tenemos valor, independencia o
criterio, para defender.
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