sábado, 3 de octubre de 2020

Llanto por la democracia

 Lo confieso, sin rubor, hoy sentarme al teclado es un castigo a mi ánimo sombrío, a mi desanimo avergonzado, a mi vergüenza ajena, al sentimiento de ajeno que todo lo que está sucediendo me produce.

Observo con estupor, con rabia, con una absoluta incredulidad la desastrosa deriva que las ideologías han introducido en los últimos años en nuestras vidas y tiemblo por el futuro, por cualquiera de los futuros, que se atisba tras el odio, el frentismo, el ambiente pre bélico en el que parecemos sumidos. Por ese futuro que parece que aguarda a mis hijos, a nuestros nietos.

Nunca me he llamado a engaño, nunca he sido especialmente optimista sobre la calidad democrática que nuestro país, sobre todo desde el último mandato de Aznar hasta hoy, estaba aplicando. La ley electoral que primaba la preponderancia de los partidos sobre la representatividad de los ciudadanos, no parecía exactamente una democracia. La intromisión consentida, regulada, progresiva, acaparadora y protagonista, del poder ejecutivo en los otros poderes, propiciando una ignorancia de la necesidad de su separación extrema, tampoco dejaba mucho lugar a la esperanza.

Pero nadie, en plena euforia del 78, podía adivinar que la mediocridad ascendente, castrante y acaparante, de los políticos y de sus militantes podría conducir al bochornoso espectáculo de la actualidad, al desesperanzado atisbo a los futuros previsibles.

¿Puede la democracia tener apellidos? Yo creo que no, que hay democracia o no la hay. Cuando alguien le pone apellidos a la democracia lo único que pretende es desvirtuarla en su propio beneficio. Estamos en una democracia forofista, frentista, cuyo único fin es intentar llevarnos a cualquier precio hacia una democracia popular o hacia una democracia orgánica. Nadie tiene interés en respetar otra libertad que aquella que cada uno concibe. Nadie pretende, o parece pretender, otra cosa que tener el poder suficiente para imponerle al resto su visión de la sociedad. Sin concesiones, sin otro pasado que el suyo, sin otro futuro que aquel en el que toda la sociedad es como él la sueña. Eso, sí, a cualquier precio.

¿Puede la democracia resistir el insulto? Yo creo que no, que no hay democracia sin respeto al que piensa diferente. Luego vienen los que argumentan que no se puede respetar al que no respeta, y de repente nos encontramos con que basta con incluir en la categoría de los que no respetan a cualquiera que piense diferente y ya tenemos una sociedad en la que lo importante no es la convivencia, esencia de la democracia, si no la preponderancia, base del totalitarismo.

¿Puede la democracia resistir la intolerancia? Yo creo que no, que no hay democracia sin la permisividad imprescindible para escuchar, debatir, rebatir y compartir. No hay democracia sin diálogo, sin sentir la necesidad de diseñar un espacio de convivencia en el que los ajenos se sientan casi tan cómodos como los afines, un espacio de convivencia sin agresiones ni frentismos, un espacio de convivencia justo y estable.

¿Puede la democracia resistir la mentira? Yo creo que no. Ninguna mentira, ni la verdad variable, ni siquiera la finta dialéctica, permiten la confianza en alguien que hace del lenguaje inconcreto, de las palabras huecas, de las tergiversaciones, del permanente cambio de discurso según lo que le convenga, de la negación del contario por el simple hecho de serlo, la esencia de su discurso. Claro que esta es la característica principal de la democracia forofista. El líder sabe, y lo usa con descaro, como desafío, sin recato, que si ayer su cla aplaudió su discurso, hoy sus forofos aplaudirán otro que diga lo contrario, y lo justificarán sin importar las contradicciones con lo dicho anteriormente. Lo ha dicho el líder, el aparato propangandista del partido, punto final.

No, la democracia no resiste ninguna de estas características, ni el frentismo, ni el sectarismo, ni el predominio de las minorías, ni el populismo, ni el fascismo, ni el mesianismo, ni el recorte de libertades, ni la desigualdad económica, ni la utilización partidista de los problemas, sean económicos, médicos, legales o sociales, ni la ambición desmedida de los líderes, ni la falta de una educación o de proyecto de educación, ni la mediocridad inducida de los mediocres, ni la falta de controversia, ni las uniformidades impuestas, ni tantas otras cosas que observo cuando me asomo a las ventanas de mi casa.

Cuando me asomo a las ventanas que dan a la calle. Cuando me asomo a las ventanas del cuarto poder, también intervenido, también silenciado, también integrado en el poder único que todo lo quiere controlar. Cuando me asomo a las ventanas mediáticas, empañadas de odio, de intolerancia, de frentismo, de forofismo. Todas la ventanas me asoman a un presente repugnante, a un futuro sin esperanza, sin democracia, sin equidad, sin libertad, sin fraternidad.

No forofos, no, vosotros, los mal llamados militantes, los aplaudidores de ignominias, mentiras y falacias, los tristes cabestros de un rebaño sin bravos, las huestes del hostigamiento popular, populista, populachero, las mediocres y entregadas tropas de mesías sin paraíso, sois el verdadero cáncer de la democracia. Representáis las amargas lágrimas de una esperanza que no pudo ser. Levantáis las barreras con palabras que nunca debieron de ser pronunciadas pero que hacéis vuestras. Palabras que defendéis no por lo que digan, sino por quién hayan sido pronunciadas. Palabras que entierran la razón, el futuro, la esperanza.

Yo lloro hoy por la democracia, por la que pudo ser y no la dejaron, por la que pudimos construir y destruimos día a día, por la que hubiéramos podido legar en vez del páramo que legamos. Y aún ahora habrá quien piense que hablo de los otros , o de ellos, y no que hablo, como hablo, de todos nosotros, de todos los que de una forma u otra, votando, justificando, insultando, denigrando, o mirando para otra parte, permitimos este estado de las cosas. Fomentamos el llanto, el pésame y el profundo llanto, por una democracia que no tenemos valor, independencia o criterio, para defender.

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