Normalmente cuando se escribe algo sobre un escritor ya fallecido es porque celebramos alguna efeméride relacionada con él, pocas veces porque creemos que merece más de lo que la sociedad le ha otorgado, o por la influencia que haya podido tener en nuestra vida, como es en este caso, en mi caso.
Habrá quién presuma, yo dudo que
pueda demostrarlo, en realidad dudo que pueda ser cierto, de haber leído todo
lo que escribió Isaac Asimov, y mi duda parte de la certeza de que Isaac Asimov
usó más años de los que vivió para poder escribir la ingente cantidad de obras
que llevan su firma. Divulgación científica, ciencia ficción y misterios son
las tres patas de su vasta obra, y, aunque aparentemente parezcan dispares, nos
ponen sobre la pista de la profunda devoción de Asimov por la lógica.
Casi con toda seguridad, si
hacemos una encuesta popular, la percepción de Asimov para el gran público, que
desafortunada expresión, lo ligaría con los robots, con la ciencia ficción y,
sin ninguna duda, con las tres leyes fundamentales de la robótica. Con las tres
leyes que parecían fundamentales en un mundo de miedos y valores, y que en el
mundo actual, en nuestra cotidiana convivencia con la inteligencia artificial y
los algoritmos de dudosa finalidad, parecen una vía apartada antes que
superada.
Asimov no es un escritor de
valores en cuanto que intente describirlos, denunciarlos o inculcarlos, es un
escritor científico, un observador de los futuros presentes. Su obra no está
interesada en los buenos y en los malos, sino en entender por qué lo son, en
analizar cómo influirá su forma de ser en el futuro de la humanidad, en anticipar las consecuencias de un conflicto
entre tendencias dominantes.
Su obra de ciencia ficción, que es
hoy mi objeto de reflexión, es puramente descriptiva; muestra, analiza, insinúa
y rara vez se decanta por una postura salvo por las necesidades comerciales del
final feliz que exigía su época. Su literatura elude sistemáticamente los temas
clásicos de la opera espacial tan en boga entonces, extraterrestres, viajes en
el tiempo, inventos insospechados, para adentrarse en un rigurosismo científico
desconocido en la edad de oro de la ciencia ficción, de la que él fue un pilar
fundamental. Y a pesar de ser uno de los maestros de la edad de oro es, para
mí, el primer autor que entreabre la puerta a los autores de la “New Thing” que
renuevan el género en los setenta. Autores de galaxias interiores, de
interiorización científica, con una nueva visión del compromiso humano y no necesariamente
del desarrollo científico.
Seguramente sus convicciones
científicas y ateas se marcan de una forma indeleble en su forma de afrontar
los problemas. Los objetivos de sus personajes no son trascendentes y para
lograr esa trascendencia crea ciencias que permitan anticipar desde el
presente, desde un presenta imaginario y, casi siempre, futuro, un futuro
consecuente. Así nacen la robopsicología
y la psicohistoria, dos ciencias que, desde distintos ángulos, pretenden
alcanzar la aplicación lógica al comportamiento humano, y ambas desde el
estudio de los comportamientos anómalos de esa aplicación.
Tanto el Mulo como los robots de
yo robot, son anomalías que ponen a prueba las ciencias por él imaginadas. En
el caso de las fundaciones solo el paso del tiempo, y una mente analítica
privilegiada, la de Hari Seldon, permiten que la anomalía sea corregida sin
casi necesidad de intervención humana. En el caso de Yo Robot, de los robots “enfermos”
de la obra, es, una vez más, la genialidad de Susan Calvin la que se pone en
juego para lograr desentrañar un comportamiento no previsto, no acorde con lo
programado, del robot y que pone en cuestión, por conflicto, la aplicación de
las tres leyes de la robótica. En ambos casos hay una mente que es capaz de
desmenuzar lógicamente los hechos hasta lograr presentarlos como un análisis
riguroso de realidades que no contemplan ningún tipo de intervención
sobrenatural, ni están sujetas a sistemas de valores.
Adentrarse en la lógica de la
mano de Susan Calvin, y las singularidades de los cerebros positrónicos, es una
las experiencias vitales más apasionantes que yo haya disfrutado. Hasta el punto de
que, corriendo el año 71, mirando hacia mi futuro universitario y profesional,
yo quise ser Susan Calvin, yo quise ser, ante el desconcierto general y las
sonrisas condescendientes de quienes no sabían de que hablaba, estudiante de
robótica.
En un país en el que no había
aún, casi, ordenadores, en el que estudiar programación era una imposibilidad
reservada a empleados de banca o de multinacionales mediante cursos privados,
en el que hablar de robots, de ciencia ficción, de ordenadores, era ser
señalado como un “chalao”, yo quería ser Susan Calvin, yo quería, como Asimov,
asomarme al mundo de la lógica.
No de la lógica filosófica, de la
lógica ética o de la lógica científica, no, al apasionante mundo de la lógica
binaria, a ese apasionante mundo, no sé si se aprecia que la pasión persiste,
en el que toda razón puede ser descompuesta hasta una cuestión original que no
permite más repuesta que un sí, o un no. A un mundo en el que los matices no
son otra cosa que racimos de decisiones binarias no resueltas.
Nunca pude ser, profesionalmente,
Susan Calvin, pero a día de hoy, cada vez que me pongo ante un teclado con la
intención de desarrollar un programa que ayude a solventar un problema, una
rutina, una gestión, siento la pasión de estar educando un cerebro al que le
digo qué, cómo y cuándo. La pasión del creador, del educador, enfrentado al
logro de su obra. La pasión de desentrañar paso a paso, con lógica, cada uno de los pasos que me llevarán al objetivo final.
Y sí, sin ninguna duda, sin
matices, aún me gustaría ser Susan Calvin.
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