sábado, 14 de noviembre de 2020

Yo quise ser Susan Calvin

 Normalmente cuando se escribe algo sobre un escritor ya fallecido es porque celebramos alguna efeméride relacionada con él, pocas veces porque creemos que merece más de lo que la sociedad le ha otorgado, o por la influencia que haya podido tener en nuestra vida, como es en este caso, en mi caso.

Habrá quién presuma, yo dudo que pueda demostrarlo, en realidad dudo que pueda ser cierto, de haber leído todo lo que escribió Isaac Asimov, y mi duda parte de la certeza de que Isaac Asimov usó más años de los que vivió para poder escribir la ingente cantidad de obras que llevan su firma. Divulgación científica, ciencia ficción y misterios son las tres patas de su vasta obra, y, aunque aparentemente parezcan dispares, nos ponen sobre la pista de la profunda devoción de Asimov  por la lógica.

Casi con toda seguridad, si hacemos una encuesta popular, la percepción de Asimov para el gran público, que desafortunada expresión, lo ligaría con los robots, con la ciencia ficción y, sin ninguna duda, con las tres leyes fundamentales de la robótica. Con las tres leyes que parecían fundamentales en un mundo de miedos y valores, y que en el mundo actual, en nuestra cotidiana convivencia con la inteligencia artificial y los algoritmos de dudosa finalidad, parecen una vía apartada antes que superada.

Asimov no es un escritor de valores en cuanto que intente describirlos, denunciarlos o inculcarlos, es un escritor científico, un observador de los futuros presentes. Su obra no está interesada en los buenos y en los malos, sino en entender por qué lo son, en analizar cómo influirá su forma de ser en el futuro de la humanidad,  en anticipar las consecuencias de un conflicto entre tendencias dominantes.

Su obra de ciencia ficción, que es hoy mi objeto de reflexión, es puramente descriptiva; muestra, analiza, insinúa y rara vez se decanta por una postura salvo por las necesidades comerciales del final feliz que exigía su época. Su literatura elude sistemáticamente los temas clásicos de la opera espacial tan en boga entonces, extraterrestres, viajes en el tiempo, inventos insospechados, para adentrarse en un rigurosismo científico desconocido en la edad de oro de la ciencia ficción, de la que él fue un pilar fundamental. Y a pesar de ser uno de los maestros de la edad de oro es, para mí, el primer autor que entreabre la puerta a los autores de la “New Thing” que renuevan el género en los setenta. Autores de galaxias interiores, de interiorización científica, con una nueva visión del compromiso humano y no necesariamente del desarrollo científico.

Seguramente sus convicciones científicas y ateas se marcan de una forma indeleble en su forma de afrontar los problemas. Los objetivos de sus personajes no son trascendentes y para lograr esa trascendencia crea ciencias que permitan anticipar desde el presente, desde un presenta imaginario y, casi siempre, futuro, un futuro consecuente. Así  nacen la robopsicología y la psicohistoria, dos ciencias que, desde distintos ángulos, pretenden alcanzar la aplicación lógica al comportamiento humano, y ambas desde el estudio de los comportamientos anómalos de esa aplicación.

Tanto el Mulo como los robots de yo robot, son anomalías que ponen a prueba las ciencias por él imaginadas. En el caso de las fundaciones solo el paso del tiempo, y una mente analítica privilegiada, la de Hari Seldon, permiten que la anomalía sea corregida sin casi necesidad de intervención humana. En el caso de Yo Robot, de los robots “enfermos” de la obra, es, una vez más, la genialidad de Susan Calvin la que se pone en juego para lograr desentrañar un comportamiento no previsto, no acorde con lo programado, del robot y que pone en cuestión, por conflicto, la aplicación de las tres leyes de la robótica. En ambos casos hay una mente que es capaz de desmenuzar lógicamente los hechos hasta lograr presentarlos como un análisis riguroso de realidades que no contemplan ningún tipo de intervención sobrenatural, ni están sujetas a sistemas de valores.

Adentrarse en la lógica de la mano de Susan Calvin, y las singularidades de los cerebros positrónicos, es una las experiencias vitales más apasionantes que yo haya disfrutado. Hasta el punto de que, corriendo el año 71, mirando hacia mi futuro universitario y profesional, yo quise ser Susan Calvin, yo quise ser, ante el desconcierto general y las sonrisas condescendientes de quienes no sabían de que hablaba, estudiante de robótica.

En un país en el que no había aún, casi, ordenadores, en el que estudiar programación era una imposibilidad reservada a empleados de banca o de multinacionales mediante cursos privados, en el que hablar de robots, de ciencia ficción, de ordenadores, era ser señalado como un “chalao”, yo quería ser Susan Calvin, yo quería, como Asimov, asomarme al mundo de la lógica.

No de la lógica filosófica, de la lógica ética o de la lógica científica, no, al apasionante mundo de la lógica binaria, a ese apasionante mundo, no sé si se aprecia que la pasión persiste, en el que toda razón puede ser descompuesta hasta una cuestión original que no permite más repuesta que un sí, o un no. A un mundo en el que los matices no son otra cosa que racimos de decisiones binarias no resueltas.

Nunca pude ser, profesionalmente, Susan Calvin, pero a día de hoy, cada vez que me pongo ante un teclado con la intención de desarrollar un programa que ayude a solventar un problema, una rutina, una gestión, siento la pasión de estar educando un cerebro al que le digo qué, cómo y cuándo. La pasión del creador, del educador, enfrentado al logro de su obra. La pasión de desentrañar paso a paso, con lógica, cada uno de los pasos que me llevarán al objetivo final.

Y sí, sin ninguna duda, sin matices, aún me gustaría ser Susan Calvin.

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