Recuerdo cierto cuento leído en los años setenta en el que un humano era secuestrado por una raza alienígena que lo encerraba en una jaula entre miles de jaulas. Los tales extraterrestres eran recolectores de especies para un zoo en su planeta natal. Sin entrar en detalles, el individuo era liberado y devuelto a nuestro planeta de forma inopinada. Al despedirse el tripulante que lo libera le explica: “Comprendimos que eras inteligente cuando ideaste un medio para atrapar a otro ser vivo”, haciendo referencia a una trampa fabricada para atrapar a un pequeño y extraño ser que deambulaba por su espacio de reclusión.
Desde que se ideó la posibilidad de
castigar a los delincuentes, a veces simplemente disidentes, a veces solo
enemigos, mediante su aislamiento del resto de la sociedad, haciendo que el
castigo sea la restricción de derechos, los teóricos de las instituciones
penitenciarias han ido perfeccionando el sistema, las características, la
morfología del lugar idóneo para mejor cumplir con su objetivo.
Ha habido, a lo largo de la
historia, intentos de todas clases para lograr que una consecuencia secundaria,
que se acaba convirtiendo en el objetivo principal de la custodia de los
internados, o internos, evitar su fuga para sustraerse a la condena, sea
imposible. Tal vez, tanto en la realidad como en la literatura, el intento más
habitual ha sido el de situar los entornos carcelarios en lugares cuyas
características físicas disuadieran a los reclusos del intento de fuga. Entre
estos lugares los desiertos, menos, y las islas, sobre todo, se han llevado la
palma, sin olvidar, echando la vista hacia el futuro, las cárceles fuera del planeta, ya fuera en la luna, en una
estación espacial, o en una nave prisión.
Napoleón, el Conde de
Montecristo, los reclusos de Alcatraz, los protagonistas de series como I-Land o de películas como El Pozo, más
recientemente, han sido exponentes de
esta tentativa en lograr que el entorno fuera incluso más disuasorio que los
barrotes y los muros. La realidad y la ficción se dan la mano creando
propuestas imaginativas, imposibles o, simplemente, irrealizables en la vida
real.
La prisión perfecta no existe. ¿O
sí? Tanto la pregunta como la respuesta admiten matices interesantes, admiten
cuestiones planteables, admiten reflexiones imprescindibles si estamos interesados
en nuestra propia libertad.
Seguramente, si lo pensamos,
podríamos hacer un planteamiento teórico de las características básicas de una
prisión perfecta, de una prisión que se constituya en una regularidad paralela,
en una realidad alternativa en la que la libertad sea un delito a perseguir en
aras de la libertad.
1. El
primer requisito, el que puede habilitar o invalidar a todos los demás es que no lo parezca, que no establezca
barreas físicas que inviten a ser traspasadas, que no cree barreras psicológicas
cuya superación constituya un desafío, que no marque un territorio definible
que establezca ningún tipo de frontera entre libertad y confinamiento.
2. Que su concepción sea aparentemente temporal,
con una temporalidad corta, asumible, que cree la esperanza, el convencimiento,
de que la espera es una opción más cómoda que el intento de fuga. Que la
esperanza de un final inminente, a corto plazo, evite la búsqueda de un final
abrupto, anticipado, con consecuencias no deseadas.
3. Que sea universal, o en todo caso que
su ámbito sea lo más amplio y
cotidiano posible, que lo excepcional se convierta en común, en cotidiano, en
una regla de normalidad compartida donde lo excepcional sea lo de fuera. Los
salvajes de Un Mundo Feliz, el mundo exterior radiactivo de la fuga de Logan, o
tantas otras sociedades distópicas descritas por distintos relatos de ficción,
y, en cierta forma, las sociedades profundamente nacionalistas en la realidad,
son un claro ejemplo de cómo constituir un ámbito cerrado que acaba considerándose
libre en su cautiverio.
4.
Que
lo solicite el propio interno por su bien. Que sea el mismo cautivo el que
considere que su cautiverio es necesario, que es conveniente para él, por los
motivos que sea. Por motivos éticos, por motivos egoístas, por motivos económicos,
políticos o sociales, por motivos de agorafobia o de pandemia, que sea el mismo
recluso el que exija su reclusión. Que esa reclusión pase de ser un castigo a
ser un beneficio basado en un razonamiento personal, seguramente inducido.
5.
Que
todos los internos sean al mismo tiempo reclusos y celadores. Que es casi
una consecuencia inevitable del punto anterior. ¿Cómo permitir que el egoísmo
ajeno, un equivocado, idealizado, para la mayoría, concepto de la libertad,
ponga en peligro el confort de una reclusión casi placentaria? Todos los
esfuerzos de los más débiles, críticamente hablando, irán encaminados a
preservar contra los insolidarios libertarios el confort solicitado y
conseguido. Y en esta situación todos los demás son sospechosos, enemigos potenciales,
y todos y cada uno guardianes de una prisión cuyos barrotes acaban siendo la
necesidad, seguramente inducida, de una falta de libertad confortable,
rabiosamente asumida.
Al final, desgraciadamente, la
prisión ideal es aquella, aquella sociedad, en la que se establece una realidad
paralela, seguramente inducida, que considera norma y seguridad su propia
renuncia a los derechos fundamentales, que entrega su libertad en aras de una
seguridad que pudiera ser que nunca hubiera estado comprometida salvo por una
inseguridad, seguramente inducida, que se puede llamar terrorismo, mercados o
virus, y que el instrumento máximo del
poder, la propaganda, convierte en amenaza vital, y al mismo estado, en
realidad el agresor, en garante de esa seguridad innecesaria, pero rabiosamente
solicitada, desesperadamente anhelada.
Desde el final de la guerra fría
que marcó la caída del muro de Berlín, como hecho emblemático, todos los grandes
sucesos a nivel mundial apuntan a un recorte profundo en los derechos y
libertades individuales. La irrupción del terrorismo islamista, las torres
gemelas, su desarrollo por inmigrantes incontrolados en los países con mayor
índice de libertad, y su aleatoriedad, en cualquier lugar, en cualquier
momento, hacen que la población demande, para su mayor seguridad, un recorte en
los derechos, una delegación atemorizada de la administración de esos derechos
en el estado. Las sucesivas crisis financieras destrozan a la clase media, y
por tanto, a las clases profesional e intelectual que son siempre el motor del
progreso económico y social y marcan el puente de convergencia entre los
poderosos y los menos favorecidos. Las crisis de salud: el SIDA, la gripe
aviar, el ébola, las vacas locas y ahora el COVID-19, sumen a la población en
un temor pánico que permite la puesta en marcha de medidas excepcionales cuya
excepcionalidad, alargada en el tiempo y el espíritu de los ciudadanos, manejadas
de forma conveniente desde la propaganda y la información interesada, pasan de
excepcionales a cotidianas sin que la población sea consciente de ello hasta
que es demasiado tarde.
Tengo la sensación, y no creo que
sea el único, que estamos viviendo en nuestra carne un proceso inverso al
descrito en “La Caverna” de Platón. Tengo la sensación, diría que la certeza,
de que hemos vivido en el exterior y nuestros miedos nos han llevado a lo más
profundo de la caverna, de la cárcel, a intentar ver el mundo exterior a través
de las sombras que la realidad proyecta en ese fondo cavernario de nuestra
celda colectiva, y que el miedo irracional, inducido y trabajado, está llevando
a una gran cantidad de nosotros, de la sociedad, de la ciudadanía, del
maltratado y manipulado “pueblo”, a cerrar nuestras propias argollas, a ceñir
nuestras propias cadenas, en forma de miedos a la libertad. Miedo a ser dueños
de nuestra propia vida, miedo a la libertad y a sus consecuencias y
obligaciones, miedo a la necesidad de pensar por nosotros mismos. Miedo, en
realidad, a la responsabilidad plena de nuestros actos y pensamientos.
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