Los dos enemigos principales de
la información pertenecen a su mismo ámbito, su exceso y su carencia.
Si bien es cierto que la falta de
información produce un estado de indefensión en las personas, que en su
carencia pueden tomar decisiones desafortunadas o caer en peligros ignorados,
no es menos cierto que en la situación actual, en la que es tal la cantidad de información
disponible que lo difícil es filtrar la cierta, la incierta y la falsa con un
cierto criterio, los riesgos son al final los mismos, multiplicados por los
diletantes que imbuidos de un sentido mesiánico de su capacidad para encontrar
verdades alternativas difunden como palabra divina conclusiones absolutamente
dañinas para aquellos que les prestan oídos. Y alguno, desgraciadamente,
conozco de cerca.
Ahora resulta que la salud nos va
a todos de un pelo, que tenemos un problema de bigotes, pelo y bigotes que
forman parte de las cabezas de los crustáceos que por estas fechas,
principalmente por estas fechas aunque en este país afortunado los comamos todo
el año, adornan las mesas familiares. Todos los mariscos de caparazón contienen
cadmio.
Ya nos jo… robaron las queimadas
con el plomo de los barnices en los cacharros ad hoc. Ya nos amargaron el pulpo
prohibiendo cocinar en las potas de cobre. Ya nos convirtieron en termómetros
ambulantes por culpa del mercurio en el atún y otros congeneres. Y yo me
pregunto ¿Cómo no nos hemos extinguido antes?
Y me lo pregunto con paciencia, con
resignación, con una cierta mala baba y con el convencimiento de que alguien me
está informando mal, o a destiempo, o sin darme toda la información que debería
de darme. Tal parece que haya más interés en asustar que en informar.
¿Cuántos kilos de marisco tengo
que comerme en cuanto tiempo para que la dosis sea apreciable por mi salud? ¿Qué
vida tiene el cadmio en el organismo para saber cada cuanto tiempo puedo
renovar la dosis? ¿Me dan permiso para vivir?
Porque a estas alturas, y dados
todos los metales y no metales que acumulo en mi cuerpo, entre alimentos
contaminados, medicamentos innecesarios para prevenir lo que no tengo, y
contaminación ambiental, cualquier día, al pasar un control en un aeropuerto,
me van a detener por traficante o me van a obligar a quitarme los huesos para
poder pasar el arco de seguridad sin que pite.
Vivir es un riego. En realidad
vivir es un suicidio en el que no eliges el momento final, pero vivir tiene la
magia de que cualquier cosa que hagas, o dejes de hacer, implica un riesgo
vital; es lo que hay. Esta fiebre, a mi parecer estúpida, en la que no hay día
en el que no se prohíba algo, en lo que no se descubra algo peligroso,
malicioso o agresivo, que curiosamente suele favorecer a algún tipo de
industria, y que “obliga” a unas medidas restrictivas en aras de una seguridad,
incierta, de que ya solo puedes morirte de otra cosa, es una de las más
patéticas demostraciones de aborregamiento social que hayan conocido los
tiempos.
A mí, como gallego, además, me
afecta doblemente. Se está acabando con el sentido mágico de la existencia en
aras de un pragmatismo científico nocivo. El cambio climático nos está privando
de las meigas névoas (brujas nebulosas), esas que son séquito de la Santa
Compaña y que utilizan las ancestrales y espesas nieblas del noroeste para
poder tomar cuerpo. Ya no hay nieblas, ya no hay meigas, ni Santa Compaña.
Pero esta última historia de las
gambas, y adláteres, le afecta directamente a la estirpe más desalmada, más
infecta, más dañina, más entrañable, de las meigas gallegas, a las meigas
chuchonas (brujas chupadoras) que se alimentan de chuparle la sangre a los
seres humanos y que a partir de este momento morirán contaminadas entre
horrible sufrimientos, víctimas de sus víctimas.
En un arranque de nacionalismo
añorante y constructivo (entiendo la contradicción) voy a solicitar a todos los
lectores que porten un certificado expedido por el bar o restaurante
correspondiente en el que se especifique la fecha, el producto y cantidad
ingerido, y la dosis envenenadora estimada, con el fin de que la chuchona de
turno pueda tomar medidas preventivas, o, en un caso ciertamente límite,
desistir de la ingesta. Y ya puestos, y esto seguro que prospera, pedirle al
gobierno un impuesto especial a los mariscos para hacer frente a los tratamientos
por envenenamiento de nuestras mágicas enemigas.
Señor, ¡qué cruz¡
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