sábado, 21 de diciembre de 2019

Ya, ni meigas


Los dos enemigos principales de la información pertenecen a su mismo ámbito, su exceso y su carencia.
Si bien es cierto que la falta de información produce un estado de indefensión en las personas, que en su carencia pueden tomar decisiones desafortunadas o caer en peligros ignorados, no es menos cierto que en la situación actual, en la que es tal la cantidad de información disponible que lo difícil es filtrar la cierta, la incierta y la falsa con un cierto criterio, los riesgos son al final los mismos, multiplicados por los diletantes que imbuidos de un sentido mesiánico de su capacidad para encontrar verdades alternativas difunden como palabra divina conclusiones absolutamente dañinas para aquellos que les prestan oídos. Y alguno, desgraciadamente, conozco de cerca.
Ahora resulta que la salud nos va a todos de un pelo, que tenemos un problema de bigotes, pelo y bigotes que forman parte de las cabezas de los crustáceos que por estas fechas, principalmente por estas fechas aunque en este país afortunado los comamos todo el año, adornan las mesas familiares. Todos los mariscos de caparazón contienen cadmio.
Ya nos jo… robaron las queimadas con el plomo de los barnices en los cacharros ad hoc. Ya nos amargaron el pulpo prohibiendo cocinar en las potas de cobre. Ya nos convirtieron en termómetros ambulantes por culpa del mercurio en el atún y otros congeneres. Y yo me pregunto ¿Cómo no nos hemos extinguido antes?
Y me lo pregunto con paciencia, con resignación, con una cierta mala baba y con el convencimiento de que alguien me está informando mal, o a destiempo, o sin darme toda la información que debería de darme. Tal parece que haya más interés en asustar que en informar.
¿Cuántos kilos de marisco tengo que comerme en cuanto tiempo para que la dosis sea apreciable por mi salud? ¿Qué vida tiene el cadmio en el organismo para saber cada cuanto tiempo puedo renovar la dosis? ¿Me dan permiso para vivir?
Porque a estas alturas, y dados todos los metales y no metales que acumulo en mi cuerpo, entre alimentos contaminados, medicamentos innecesarios para prevenir lo que no tengo, y contaminación ambiental, cualquier día, al pasar un control en un aeropuerto, me van a detener por traficante o me van a obligar a quitarme los huesos para poder pasar el arco de seguridad sin que pite.
Vivir es un riego. En realidad vivir es un suicidio en el que no eliges el momento final, pero vivir tiene la magia de que cualquier cosa que hagas, o dejes de hacer, implica un riesgo vital; es lo que hay. Esta fiebre, a mi parecer estúpida, en la que no hay día en el que no se prohíba algo, en lo que no se descubra algo peligroso, malicioso o agresivo, que curiosamente suele favorecer a algún tipo de industria, y que “obliga” a unas medidas restrictivas en aras de una seguridad, incierta, de que ya solo puedes morirte de otra cosa, es una de las más patéticas demostraciones de aborregamiento social que hayan conocido los tiempos.
A mí, como gallego, además, me afecta doblemente. Se está acabando con el sentido mágico de la existencia en aras de un pragmatismo científico nocivo. El cambio climático nos está privando de las meigas névoas (brujas nebulosas), esas que son séquito de la Santa Compaña y que utilizan las ancestrales y espesas nieblas del noroeste para poder tomar cuerpo. Ya no hay nieblas, ya no hay meigas, ni Santa Compaña.
Pero esta última historia de las gambas, y adláteres, le afecta directamente a la estirpe más desalmada, más infecta, más dañina, más entrañable, de las meigas gallegas, a las meigas chuchonas (brujas chupadoras) que se alimentan de chuparle la sangre a los seres humanos y que a partir de este momento morirán contaminadas entre horrible sufrimientos, víctimas de sus víctimas.
En un arranque de nacionalismo añorante y constructivo (entiendo la contradicción) voy a solicitar a todos los lectores que porten un certificado expedido por el bar o restaurante correspondiente en el que se especifique la fecha, el producto y cantidad ingerido, y la dosis envenenadora estimada, con el fin de que la chuchona de turno pueda tomar medidas preventivas, o, en un caso ciertamente límite, desistir de la ingesta. Y ya puestos, y esto seguro que prospera, pedirle al gobierno un impuesto especial a los mariscos para hacer frente a los tratamientos por envenenamiento de nuestras mágicas enemigas.
Señor, ¡qué cruz¡

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