Me cuesta a veces encontrar las
palabras. En realidad lo que me cuesta es encontrar las palabras pertinentes,
las impertinentes son fáciles, cuando ciertas actitudes demuestran la
imposibilidad de encontrar los oídos adecuados. La miseria moral, la estética
gratuita y decadente que suele acompañarla, el postureo intelectual del todo
vale si yo lo digo, me hacen enfermar casi de tanta gravedad como enferma me
parece la sociedad que ha parido y acoge a personas de ese cariz.
Recuerdo, como olvidarlo, que en
mi primera etapa del camino, bajando de Roncesvalles, coincidí durante unos
cuantos kilómetros con una chica, en el sentido temporalmente amplio del
término, cincuenta y dos años y abuela, obsesionada con la idea de que lo mejor
para el mundo era que el hombre desapareciera del planeta y todo volviera a su
origen. Nunca conseguí que fuera capaz de definir con una cierta coherencia
cual era ese origen. Eso sí, tan obsesionada estaba con el tema que una de sus
fijaciones era restaurar las hileras de procesionarias que alguien había pisado
al pasar interrumpiendo su dañino camino. Intenté explicarle que era una plaga,
le enseñé los cientos de nidos que infectaban los pinares navarros. Todo fue
inútil, elle defendía a los pobres animalitos que un desalmado había agredido
matando a parte de sus miembros.
No sé en qué extrañas fuentes
naturalistas, ecológicas, bebía aquella mujer. No lo sé aunque sospecho que sus
fuentes estaban peligrosamente contaminadas. Oírla hablar me hacía recordar
aquella frase de un amigo mío que cuando veía a alguna mascota tratada con la
consideración que se le negaba al indigente más próximo: “Madre mía, cuánto
daño ha hecho el señor Disney”.
Esta triste, esta decadente
sociedad es la responsable de que la absoluta ausencia de educación, no
confundir con formación, en valores como el respeto haya producido una suerte
de seres humanos cuyo principal afán es imponer sus “valores” por lo civil o
por lo criminal, por las buenas o por las malas, desde una postura de violento
frentismo y miseria moral que inevitablemente nos salpica a todos.
Los insultos, y no es la primera
vez, vertidos contra la muerte de un ser humano por mor de una profesión que no
toleran exhibe dos fallos morales de difícil recuperación. El primero, el más
preocupante, es su propensión a la violencia. Si, de momento ejercida de
palabra, ejercida desde la cobardía de suponerse impunes, desde el aplauso
garantizado de sus similares, y evito a propósito el término semejantes por si
pudiera inducir a la consideración de seres humanos a la que evidentemente
renuncian y que yo no les reconozco.
El exabrupto y la falta de
empatía humana que su difusión suponen permiten hablar de una enfermedad
profunda, de una enfermedad social e
individual que solo una sociedad en descomposición, sin valores referenciales y
con un trasfondo emocional podrido puede producir.
Todo posicionamiento anti es
enfermizo de por sí. Todo lo que pretende afirmar desde la negación, desde la
contra razón, no es más que una trinchera en la que se refugia una falta de
argumentos para convencer, una necesidad culpable de imponer desde el
absolutismo que la incapacidad para atraer produce en los frustrados.
Mi rechazo al espectáculo de los
toros es total. Mi rechazo al sufrimiento de un ser vivo como acto lúdico es
frontal, pero sí tengo claro que solo desde la educación, solo desde el
respeto, solo desde la convicción puedo ganar mis batallas contra lo que
considero erróneo. Jamás desde el insulto, nunca desde la imposición y la
vejación. Lo otro, lo que practican ciertos demócratas de la verdad absoluta,
se llama totalitarismo. Resumido: “Tú haces esto, o dejas de hacerlo, porque
ese es mi criterio y toda opinión en contra es errónea”. Luego ya pasamos a
coser estrellas en la ropa, a matar gitanos, a fusilar a los disidentes o a
ejercer de reina de corazones.
Pero si algo demuestra esa
dolencia moral, yo estoy convencido de que también intelectual, es que todo
parte de la humanización de los animales y, como contraprestación, de la
deshumanización de los seres humanos. Actitud, esta última, que hasta hace poco
solo era privilegio de los asesinos para poder desarrollar su actividad.
Solo una sociedad sin objetivos,
una sociedad despreocupada de sus elementos, una sociedad desinformada y
trastocada puede dar lugar a la violencia gratuita, a la violentación de la
norma mínima de respeto a la vida de los semejantes.
Hoy deseo la muerte de un torero,
mañana la de un anciano que no vota lo que quiero o la del vecino que no me cae
bien, y pasado mañana empiezo a matarlos.
Defender a los animales nunca
puede pasar por denigrar a un solo ser humano. La razón nunca puede partir de
la sinrazón. Son tantas, tan profundas, las contradicciones en las que suelen
incurrir en sus argumentaciones, tan contradictorios sus posicionamientos
respecto a la vida y al sufrimiento según de quién y cuándo, que solo se puede intuir
que viven en una conflictiva amoralidad que les permite opinar una cosa y la
contraria según el sujeto de su razonamiento. Tiste bagaje.
Lo dije hace algún tiempo y lo dicho me
resultó tan fuerte que lo retiré. Hoy no me da la gana. Algunos solo defienden
a los animales en defensa propia.
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