Tal vez uno de los grandes
problemas de la policía para enfrentarse a la actual ola de atentados es que
estaban preparados para el terrorismo empático, pero no para el simpático. Es
evidente que no estoy hablando de un terrorismo gracioso y amable.
Los servicios de inteligencia de
todo el mundo se han dedicado a vigilar, a controlar, a todo individuo con unas
características ideológicas o religiosas afines a los grandes movimientos
terroristas mundiales. A vigilar, por decirlo rápido, a los afectos al terrorismo
por empatía. Personas alineadas y militantes de movimientos susceptibles de
cometer actos terroristas. Personas educadas en el odio y el fanatismo.
Pero en los últimos atentados
hemos visto un giro dramático en los métodos y en los autores. Nos han empezado
a hablar de los lobos solitarios, individuos sin antecedentes, sin
afiliaciones, normalmente marginados, excluidos sociales o personas con unas
taras psicológicas difíciles de detectar. Estos individuos son los posibles
terroristas por simpatía, o por sintonía, o por vibración.
Personas aparentemente normales,
unas más aparentemente que otras, con una necesidad compulsiva de sentirse
reconocidos, valorados, importantes por algo o para alguien, y que no reparan
en medios ni consecuencias para lograrlo.
No son terroristas que puedan ser
detectados previamente por el sistema tradicional. Seguramente, la mayoría, no
habrán visitado nunca una mezquita, una iglesia o una pagoda. Seguramente, la
gran mayoría, no se han afiliado al estado islámico, a un grupo de ultraderecha
o a los talibanes afganos. Solo son parias, enfermos psicológicos, tarados
morales, que se sienten minusvalorados por una sociedad, `por un entorno, que
no les reconoce su enfermiza grandeza.
No son distintos de los
adolescentes que un buen día se echan a la calle, se echan un arma a la cara y
disparan contra todo lo que se mueva. No son distintos de esos pilotos que
estrellan su avión por algún motivo reivindicativo o de ese conductor que se
pone a circular en sentido contrario.
No son distintos, efectivamente,
pero si lo es la consecuencia de sus actos, porque a sus muertos se unirán más
muertos por efecto simpático.
No hace falta una
infraestructura. No hace falta un armamento sofisticado. Ni siquiera hace falta
un arma, basta con cualquier objeto que mate, un camión, un cuchillo o un
madero lo suficientemente contundente. Cualquier objeto susceptible de matar a
un semejante. Y ya tenemos un terrorista en potencia. Basta con que se
considere además un iluminado, un elegido y los mimbres para otra desgracia ya
están tejidos. Ya tenemos un nuevo atentado en ciernes. Solo hay que esperar a
ver cuándo y dónde explota. El hecho de que se le de tanta cobertura,
fundamental para su auto reivindicación, y que alguna infausta organización lo
acoja como suyo, aunque ni haya oído jamás hablar de él ni le importe una
mierda, ya es suficiente motivación para ellos.
En este caso sería importante
revisar la información. En este caso la primera batalla a ganar es la batalla
de los nombres, la batalla de las palabras. De esto sabemos bastante en España
que no empezamos a ganar nuestra guerra hasta que no llamamos terroristas y
asesinos a los que lo eran. Y, convencido como estoy, me voy a mojar y voy a
sugerir que se quite la denominación de acto terrorista a estos últimos
perpetrados en Francia o Alemania. No basta con que el ejecutante sea musulmán,
o diga serlo, o tenga nombre musulmán, o proceda de un país con mayoría
musulmana y mate gente para que automáticamente una barbaridad se convierta en
un acto sea terrorista.
Yo titularía: “Un enfermo
perpetra un nuevo acto de barbarie creyéndose un terrorista”. Seguro que nadie
reivindicaría al enfermo, seguro que los otros enfermos no se van a sentir
simpáticamente llamados. Convirtamos la simpatía en antipatía y habremos ganado
la primera batalla. Llamemos a las cosas por su nombre y el efecto llamada
pasará a ser un efecto susurro, o, incluso, un efecto rechazo.
A un heroico terrorista, para los
suyos, solo lo separa de un enfermo social, sin suyos que lo aclamen o le
reivindiquen, la forma de llamarlo y la verdadera motivación de sus actos.
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