Hace apenas una semana, papá, que
creí despedirme de las cartas que te escribo. Hace apenas una semana, tanto,
tan poco, que creí cerrar un capítulo en mis reflexiones sobre tu enfermedad,
sobre nuestra enfermedad.
Una semana de siete días apenas transcurridos
en una rutina de aislamiento, de incomunicación, de inaccesibilidad, que
presagiaban, que anunciaban, un corte definitivo en tus relaciones con este
mundo que los demás llamamos, inconscientemente, consciente. Solo tus ojos,
papá, esos ojos grises tuyos que tantas miradas han compartido con los míos,
con los nuestros, que tantos momentos comunes han contemplado, simulaban una ventana
a un interior desordenado, a un interior con un orden inalcanzable desde el
exterior. Pero tampoco. Al mirarlos solo devolvían miedo, solo devolvían
alejamiento, solo devolvían un gesto indescriptible de frontera. La ventana está
abierta, la contra cerrada.
Una semana, papá, decía. Una
semana y aquí estoy de nuevo, incapaz de contener las palabras que me brotan de
la triste contemplación de tu dolencia, de la impotente sensación de inútil
acompañante de tus cuitas y desafueros.
Ayer, viéndote gritar de miedo
cada vez que te movían, viéndote desorientado, perdido, en la camilla del
hospital, requiriéndome los besitos que pedías a tu hermano mayor, José Luís, agarrado
a mi mano o a la de mi hermana como si fuera tú ultimo asidero a la vida, no
podía evitar pensar en la crueldad, en la indecencia, en la ruina vital, que
supone contemplar una actitud infantil en un cuerpo estragado por la
inmovilidad, por la ausencia de actividad cognitiva y regular, por los años y
la enfermedad.
Y hablaba con mi hermana y
reflexionábamos ambos, sin poder evitar el dolor de pensarlo, hasta donde puede
justificarse el sufrimiento de una familia preservando una vida que ya es
apenas biológica. La vida de un ser remoto de aspecto exterior conocido, una
vida que se apaga con la lentitud del paso de los milenios, y que ya no tiene
esperanza alguna de recuperación.
Y entonces pedías los besitos, “José
Luís, José Luís, dame besitos. Más”, con mirada perdida, con cara de un sufrimiento
desorientado, casi ausente, y el dolor de haberlo pensado, el dolor de haber
sido capaz de pensarlo, te traspasa y te sientes miserable. Aunque sepas que en
realidad no eres José Luís, que él ya no es tu padre, que nunca volverá a
serlo. Aunque sepas que el calvario que os queda por delante es peor que todo
lo pasado.
No te preocupes, papá, mientras estemos aquí, a tu lado, no faltará José Luis para darte besitos, ni faltarán tus hijos para agarrar tu mano. Aunque las fuerzas a veces
fallen, aunque los labios apenas puedan insinuar el beso en medio de un bostezo
de cansancio, aunque la mano esté lasa de agotamiento, aunque a veces, solo a veces,
papá, solo cuando la realidad se impone al sentimiento, la cabeza nos marque
una distancia que el corazón acaba no aceptando.
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