La integración en las sociedades
que tienen un componente multicultural no se consigue a golpe de ley, ni a
golpe de censura, ni a golpe de discriminación positiva. Solo una labor
pedagógica de años, la convivencia diaria y el conocimiento del otro pueden
llevar a que esa tolerancia necesaria pueda darse y no imponerse.
Somos muy dados en esta sociedad
marchita, adocenada, decadente, a que aquellos que tienen voz, aquellos a los
que se les ha otorgado la voz para que hablen por nosotros, en una clara
dejación de sus funciones, confundan su voz con la voz de aquellos a los que
representan y, lo que es peor, secuestren la voz de sus representados en una
labor de sórdida censura cuando estos dicen, o lo intentan, aquello que a los excelsos
representantes de sí mismos les parece inconveniente.
Posiblemente una de las abominaciones
más flagrantes de un tiempo a esta parte es todo aquello que engloba, que
supone, que se guarece bajo la mediocridad de la expresión “políticamente correcto”,
porque cuando algo es políticamente correcto es que es solo parcialmente
cierto, tendiendo el porcentaje de certeza de la expresión a cero.
No se le puede pedir a una
sociedad que viva en un retroceso permanente de sus usos y costumbre solo para
que aquellos que llegan se sientan más cómodos y además que calle y otorgue. No
se puede acusar permanentemente a un colectivo mayoritario de intolerante o
fascista porque no permita de buen grado la imposición de hábitos que chocan y
agreden a los suyos propios, consecuencia de siglos de evolución y cultura. No
se puede acallar a la gente que en la calle percibe una realidad, indeseada por
políticos y comunicadores, llamándoles racistas, xenófobos o fachas, aunque en
determinados casos lo sean, porque aquellos que son insultados por su percepción
de lo que les rodea no van a cambiar esa percepción siendo vilipendiados,
etiquetados, despreciados, antes bien se convertirán en unos irreductibles
propagadores de su idea, en unos enemigos acérrimos y beligerantes de lo que
rechazan.
Porque una cosa es lo hablado y
otra cosa es lo vivido. Porque una cosa es hablar desde un barrio acomodado sin
problemas de convivencia y otra es ver como tu barrio de toda la vida, tu
barrio modesto y tradicional, se va convirtiendo en un gueto en el que tú eres
el extraño, en el que puedes llegar a ser mal mirado por hacer tu vida de
siempre. Porque una cosa es tener un empleo bien remunerado y solvente y otra
cosa es ver que los nichos de trabajo no especializado te son inaccesibles por
ser nativo. Y además no puedes decirlo, es políticamente incorrecto. Los que tenemos
un buen trabajo, los que vivimos fuera de las zonas marginales, te vamos a
llamar racista, facha, xenófobo y vamos a usar todos los medios a nuestro
alcance, políticos, de difusión, legales, para hacerte comprender a ti y a los a
los demás equivocados lo impropio de su conducta.
Solo habremos conseguido fomentar el odio de
los estigmatizados y, eso sí, vernos con un halo de santo apostolado, civil,
laico, progresista, políticamente correcto.
Pues nada, nada, santos varones
del mundo cultural, del mundo político, del mundo social, de las élites, a
seguir así, a seguir vaciando nuestra equívoca conciencia sobre las espaldas de
los que no tienen derecho ni siquiera a su propia conciencia. A seguir
pontificando desde nuestra atalaya diciendo que no hay barro al pie de nuestra
casa mientras la gente se va hundiendo en él. Mantengamos nuestros privilegios
y fustiguemos, hostiguemos, insultemos y despreciemos a todo aquel que remueva
la placidez de nuestra buena conciencia.
Sigamos permitiendo los guetos,
los vivenciales, los educativos, los laborales, incluso los de protección
social, y seguiremos teniendo marginalidad, violencia, terrorismo y, sobre
todo, sobre todo, una sociedad intolerante de todos contra todos. Sigamos
negando la realidad por políticamente incorrecta y seguiremos teniendo una suerte de capas sociales, étnicas y
culturales absolutamente impermeables unas con otras.
Y después nos sorprendemos de
París, de Londres, de Madrid…
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