Comentábamos el otro día los resultados de las elecciones de Madrid, y los muchos disparates que, de un lado y de otro, aparecían en las noticias y en las redes sociales, y me quedé pensando en el tema, en esa forma plana de criticar, en esa mirada fija, sin parpadeo, hipnótica, que parece aquejar a la mayoría de las personas, encerradas en una incapacidad de análisis constructivo sobre lo que sucede a su alrededor.
Y dándole vueltas, reflexionando
sobre el tema, me ha parecido ver que gran parte del problema viene dado por
una asunción plena de unas posiciones, sin someterlas a ningún tipo de análisis
previo, una identificación con unas propuestas que, como mínimo, exigirían de
una mirada crítica y alternativa antes de asumirlas como propias.
Y reflexionando, reflexionando,
me he dado cuenta que esa falta de mirada crítica, alternativa, es propia de
los tiempos que corren, de ese cuñadismo soberbio, terco, incapaz de dar un
paso atrás y recomponer el problema desde posiciones iniciales, que es propio
de la tal actitud.
Partimos siempre de la defensa de
una razón que estamos dispuestos a sostener más allá de la razón misma,
asumiendo como naturales todas las contradicciones que tengamos que asumir,
sabiendo, de antemano, sin escuchar, sin cuestionar, sin razonar desde el
exterior de esa razón asumida, cual es la verdad última e indiscutible. Condenando
de antemano cualquier cuestionamiento que pueda provenir de otra mirada.
Hemos olvidado, perece que hemos
olvidado, el parpadeo, la reflexión, la duda que todo lo humano debe de
provocarnos de partida. Ya lo sabemos todo antes siquiera de haberlo pensado
por primera vez, y, como razón última, citamos como papagayos, autores,
informaciones, entradas de internet o declaraciones para adeptos, que encontramos
en nuestro camino y que asumimos como incontestables, y para cuya defensa, si
enfrente encontramos a alguien que no las asume y las discute, acabamos
recurriendo a la descalificación del cuestionador, porque no asume lo mismo que
nosotros hemos asumido, y por tanto es incapaz de llegar a esa posición
inamovible de la verdad última.
Y ahí es cuando mi razonamiento dio
el salto de lo práctico a lo ético, y empecé a plantearme si la ética de muchas
de las personas que se plantean la ética desde posiciones inamovibles, que
hablan de ética y se la niegan a los demás, se expende en algún, para mí,
desconocido establecimiento, o crece en un árbol que mi absoluto
desconocimiento sobre el reino vegetal, me impide identificar.
Pero me he desviado, como casi siempre,
de la reflexión inicial que provocó esta carta.
Observaba, después de nuestra
conversación, el terrible vacío analítico que todas aquellas manifestaciones, pseudoanálisis,
declaraciones, comentarios en redes, acarreaban. El mundo, la gente, los
votantes, habían elegido entre los buenos, los que habían ganado según unos,
los que habían perdido según otros, y los malos. No había, en ninguno de ellos,
estuvieran en el bando que estuvieran, ni una sola mirada crítica, ni una sola
reflexión alternativa sobre esa polarización.
Todos los partidarios de los
perdedores anunciaban a bombo y platillo la incapacidad intelectual de los que habían votado a los ganadores, proclamaban
la vileza ética de los equivocados, invocaban el absurdo ideológico de los que
no habían votado a los que tenían que haber votado. Ninguno se planteaba que el
error estaba en sus posiciones, ninguno se planteaba que muchos de los votantes
habían elegido lo menos malo de lo que se les ofrecía, ninguno asumía que los votantes,
en contra de su verdad iluminada, consideraron que lo que ofrecían los suyos no
solo no era lo bueno, era peor que la opción que sí votaron.
Ya me parece una opción de
cinismo supremo, de soberbia ética intolerable, de mesianismo descalificante, pero
calificable, de ostracismo intelectual, considerar que todo aquel que no se
ajuste a unas posiciones concretas, es un incapaz, un burro, un insolidario, o
un fascista. Ellos, en todo caso, su inmovilismo de pensamiento único, son una
lacra para la sociedad y su capacidad de evolución y convivencia.
Claro que, tampoco del otro lado
parecía haber una mayor capacidad de análisis. Tampoco en esa euforia desatada,
en esa felicidad de momento esperado, se adivinaba, ni por parte de los
protagonistas, ni por parte de los partidarios, la más mínima concesión a una
mirada crítica. No vi, no he oído, no espero, que alguien de los vencedores se
plantee que muchos de sus votos no son de apoyo a sus posiciones, si no de
rechazo a las alternativas planteadas. Que no son detentadores de la verdad, si
no depositarios de un descontento, de una desazón, de un cansancio
desencantado, que mañana se puede volver contra ellos.
Pues eso, eso es lo que pretendía
contarte al principio de esta carta, nuestra sociedad está aquejada de una
mirada fija, sin parpadeo, sin concesiones a la alternativa o a la revisión,
encastillada en posiciones inamovibles. Una sociedad enferma de ideologías e
ideólogos sin ideas, una sociedad de absolutos incompartibles, incuestionables.
Una sociedad más propensa al insulto que al debate, más inclinada a la
discusión que al razonamiento, más cercana al absolutismo que a la democracia.
Una sociedad en la que se llama a
la convivencia desde el odio, en la que a la intolerancia se le llama razón, en
la que cada uno sospecha de la capacidad de los demás y en la que pensar,
disentir, manifestarse, es ofrecerse como reo del linchamiento social. Una
sociedad enferma, decadente, sin reflejos, sin reflexiones, con cierta
tendencia al totalitarismo.
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