Hay palabras cuya presencia, o
ausencia, llega a ser una suerte de barómetro de los tiempos que corren,
palabras que, por su uso, o significado, permiten adivinar ciertas tendencias
en la sociedad que las utiliza, o que las ignora.
La conveniencia es un concepto
que tiene poca utilidad en un mundo de absolutos, de verdades incuestionables,
de adhesiones inquebrantables, de posiciones inamovibles, porque expresa una
actitud de análisis que permite llegar a una solución tibia, de aceptación, que
puede no ser la idónea, que no llega a ser la correcta, que puede no parecer la
más razonable, pero es la más conveniente.
Recuerdo tiempos, aquellos
tiempos tan remotos en los que posiblemente aún no existía la historia, en los
que en una charla familiar alguien hablaba de la conveniencia en una relación
de pareja con vistas a un futuro en común. En tal caso, no se hablaba de sentimientos,
de afinidad, o de belleza, se analizaba la conveniencia de tal o cual candidato
en función de los valores de estabilidad, de capacidad o de promoción. La
conveniencia del candidato lo pintaba como una oportunidad de futuro que iba a
permitir una vida más aceptable, más normal, más estable. No se mencionaban el
amor, o la felicidad, o la plenitud, se anteponía a todo ello la viabilidad de
una familia.
Ese tipo de análisis templado de
las decisiones, de conformidad con lo imperfecto, de acomodo a lo llevadero,
es, hoy por hoy, inconcebible en el mundo en el que nos movemos. Inconcebible
en la voracidad del mundo económico, inaceptable en el sectarismo del mundo
político, imposible en el mundo afectivo, intolerable en el mundo laboral.
Por eso, cuando el otro día me
comentabas la decisión a tomar entre varias opciones, y te dije cual me parecía
la más conveniente, e intentaba explicarte el por qué, no acababas de
entenderme.
No es la mejor, me interpelabas,
y yo estaba de acuerdo. No es la más correcta, insistías, y yo estaba de
acuerdo. No es la más razonable, me apuntabas, y yo estaba de acuerdo. Pero es,
de todas las posibles, la que abre una mayor expectativa de viabilidad de cara
al futuro, la más estable, la más conveniente.
La conveniencia no es, en esta
sociedad, en este mundo y tiempo en los que vivimos, un valor apreciable, un
valor que se considere. La conveniencia lleva aparejada una reflexión que está
llena de renuncias consentidas, de fracasos menores, de expectativas
frustradas, en aras de un resultado, tal vez corto, pero aceptable y que
protege del fracaso.
La conveniencia es algo así como
la inversión en bonos del estado del desarrollo de una vida, la renuncia a las
emociones fuertes, a los vaivenes afectivos, a las veleidades económicas o
sociales.
Por este motivo, aquellos que
viven en la conveniencia, en expresión actual hablaríamos de zona de confort,
renuncian, o creen renunciar, a la pasión, a la feracidad, a la exuberancia, y
a tantas posibilidades extremas que la vida pueda poner a su alcance, y que
conllevan el riego de sus contrapartidas, tan extremas como ellas mismas.
No, la conveniencia no es un
concepto que yo pueda utilizar, un argumento que yo pueda exhibir, una actitud
que yo pueda esperar, en el mundo actual, en estos tiempos de frentismos y
populismos, de abundancia de información no asimilada, de exaltación de la razón
única e incuestionable.
Sería muy conveniente, ya no solo
para nosotros, sino para aquellos que vienen a continuación, que nos paráramos
a reflexionar sobre los mundos futuros, sus utopías, sus distopías, que nos
están dibujando, pero eso supondría escuchar razones ajenas, cuestionar convicciones
propias, aceptar fracasos previsibles.
No, definitivamente, hoy por hoy la
conveniencia no es un valor en alza, ni siquiera cuando hablamos de nuestro
futuro, de su futuro, del futuro. Estamos demasiado sometidos a exigencias, a perfecciones,
a verdades.
¿Es la conveniencia, por tanto, una posibilidad a tener en cuenta? A mí, con la mesura de no caer en un acomodo permanente, siempre me parece conveniente contar con ella, aunque sea para descartarla.
No hay comentarios:
Publicar un comentario