domingo, 28 de marzo de 2021

La calidad democrática (IV)- La dignidad

Sin duda uno de los índices representativos de una democracia madura, plena, convencida de serlo, es la dignidad. La dignidad con la que los representantes respetan a los representados, la dignidad con la que se conducen, la dignidad que, como espejo público de todo el demos, son capaces de transmitir con sus actos.

Esta reflexión podría, fácilmente, terminar en este párrafo, si esa dignidad fuera respetada, valorada, enaltecida por aquellos que tras las votaciones deberían de convertirse en garantes y paladines de esa dignidad. Desgraciadamente la realidad, la cruda y la muy hecha, presenta en la vida pública un panorama desolador, un panorama de voceras, mentirosos, trileros y faltones, un catálogo insuperable de indignos representantes del demos, elevados a su condición de parlamentarios, gobernantes, senadores y otras indignas dignidades, por unas leyes que no permiten al demos elegir libremente.

En España, porque es lo que me ocupa y preocupa, la dignidad de los elegidos es nula, es tan nula que diría, que me atrevería a aseverar, que nula es la dignidad de los candidatos, porque estoy convencido de que ya su intención cuando se presentan es indigna, que ya se presentan con intención de enfrentar, de mentir, de engañar y de llevárselo crudo. Sí, es injusto generalizar, pero no es menos injusto que ser representado por una mayoría de impresentables.

La indignidad es difícil de medir, por muy evidente que sea, así que si buscáramos una unidad de medida que nos diera una idea de su dimensión, no se me ocurriría otro índice que el de dimisiones espontáneas por escándalo, y que en nuestro país no es cero porque la excepción confirma la regla.

Claro que el demos, enfangado en la indignidad de sus representantes, tiene su propia cuota de culpabilidad en ese ambiente general en el que todo vale, en el que todo se obvia dependiendo de quién lo haga, en el que se permiten, e incluso se jalean, las indignidades como si fueran gracietas, travesuras, ocurrencias de las que se pudieran admitir complicidades.

El indigno clima de enfrentamiento, me atrevería a decir odio si no fuera tan terrible, tan extremo, al que los llamados líderes de los partidos nos llevan arrastrando desde hace ya muchos años, nos ha convertido en una sociedad para la que la primera reacción es el insulto, la vejación, el linchamiento, el frentismo, todas ellas actitudes indignas, anti democráticas. Aunque la mayor indignidad de tales indignidades resida en el sectarismo desde el que se practican, en la postura de argumentar que tales indignidades se cometen desde una razón, con argumentos, porque tan indignos son los tales argumentos como lo que pretenden, lo que creen,  denunciar.

Tal vez  nadie repare en ello dada la general ausencia de dignidad de la que hace gala nuestra sociedad, ellos y nosotros, pero la dignidad es un valor tan complejo, tan sutil, tan frágil, que cuando se le niega a otro huye de nosotros mismos, incluido el autor de estas letras, que no por denunciar tiene mayor dignidad que sus lectores. La dignidad es un valor colectivo, la dignidad es un valor que se fortalece cuando se otorga y que nadie puede reclamar para sí mismo. No existen los dignos en una sociedad indigna, y a esto nos arrastran nuestros representantes, empezando por esos de los que somos cómplices, en mayor o menor medida.

He deslizado en algún momento la palabra escándalo al definir el índice de medida de la dignidad, y seguramente algunos ya se han ido directamente a los escándalos económicos, los más llamativos, los más aireados, pero no los más dañinos a nivel de dignidad social. Siempre existirán los trincones, los aprovechados, los sinvergüenzas, los ladrones, pero esos lo serán tanto en la vida pública como en la privada, la condición de esas personas es una condición personal que en nada afecta a la dignidad de la sociedad, salvo que la misma sociedad esté corrompida.

No, a mí lo que me escandaliza, lo que me hace desesperar viendo como pierden su dignidad, como dilapidan la mía, son esas sesiones parlamentarias donde el insulto, el sectarismo, la mentira más soez y flagrante, son los únicos argumentos que se exhiben, argumentos con los que se invita a la mentira, se incita al odio, se fomenta el insulto y se niega la dignidad al demos. A mí lo que me asusta, me deprime, me indigna y me nubla toda esperanza, es contemplar la desfachatez, la miseria moral con la que todas esas indignidades son cometidas mientras el demos es ignorado, despreciado, abandonado, sumidos en el olvido sus problemas reales, acuciantes, cotidianos.

Y si el demos es ignorado, despreciado, abandonado, olvidados sus problemas, sin duda también lo es la democracia, el sistema de gobierno que debe de preservar el poder y la dignidad del demos.  

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