Trabajó conmigo hace tiempo una
persona que cuando comentábamos las películas vistas durante el fin de semana,
tenía su propio criterio para evaluarlas. Si empezabas a valorar la fotografía,
las técnicas… zanjaba rápidamente la crítica/comentario con un rotundo: “Una
mierda de película, vamos”, porque para él solo existía una forma de ver el
cine.
Con el paso del tiempo parte de
mi familia se ha dedicado, se dedica, a la producción audiovisual, y esa
circunstancia me ha llevado a tener una idea más clara de que hay muchas formas
de ver una película, como las hay de leer, de observar una pintura o de
enfrentarse a cualquier tipo de creación ajena.
Ante el cine, en concreto, hay
gente que da mayor importancia a como se hace, otros a qué se hace y otros a qué
se cuenta. Yo soy de estos últimos, a mí me interesa lo que me cuentan por
encima de cómo lo cuentan, y por eso pongo especial atención a la historia, al
desarrollo de los personajes o las circunstancias ambientales que los rodean y
los pueden determinar.
Y a todo esto, que me enrollo, he
visto “Mientras dure la guerra”, de Amenabar. Ya había escrito sobre Amenabar y
sus innecesarias declaraciones sobre la España actual y la herencia de Franco,
antes de haberla visto, pero no esperaba que la necesidad de que la historia
diera un resultado ideológico determinado llevara a retorcer unos sucesos y a
unos personajes, hasta volverlos irreconocibles.
Puedo pasar por un Franco que
quiere ser hierático y resulta casi tonto, pero tonto de babarse, por falta de
expresividad. Puedo pasar por un Unamuno incapaz de enfrentarse a la situación
y que, a ratos, es un pelele en manos del halago fascista. Pero no puedo pasar,
porque es falso, por un Millán Astray de guiñol.
El Millán Astray que nos presentan
es un tipo plano, un fanático sin más calado intelectual que gritar “Viva la
muerte”, grito que al parecer provino de alguno de los espectadores y no del
mismo general. A veces la necesidad dramática aconseja tomarse ciertas
libertades. A veces la necesidad ideológica invita a fabular de forma paralela
a la realidad. A veces las exigencias de éxito son permisivas con miradas a
universos paralelos a la realidad que se dice contar, eso que se llama
dramatización. Millán Astray era un personaje con una larga trayectoria militar
e intelectual, porque, pese a quién pese, ser fascista, como ser comunista,
socialista o liberal, no presupone una capacidad intelectual, o una falta de
capacidad intelectual, inherente a la ideología practicada. Un hombre
instruido, viajado, miembro de una familia en la que convivían personas de
diferentes ideologías, y que eligió una forma de ver la vida.
Tampoco Unamuno es ese personaje
atormentado por una permanente contradicción ideológica. Unamuno es un
librepensador que denuncia sistemáticamente los abusos del poder, lo detente
quién lo detente, y se enfrenta a ello desde una tribuna pública. No es un
héroe, ni un cobarde físico como sutilmente desliza la película en la escena de
la policía fascista, es un hombre público que intenta usar su prestigio para
poner coto a los desmanes que se cometen a su alrededor sin que le importe
quién los comete, ni en nombre de que pretendido ideal los comete. Un hombre
para el que un abuso es un abuso sin posibilidad de apellidos. Un intelectual
que usa su única arma, sus palabras, para denunciar las tropelías que llegan a
su conocimiento. Tampoco dijo lo de vencer es convencer con el enfoque que lo
presenta la película, pero es una frase tan rotunda, tan real, que no importa
en qué contexto se utilice
Tampoco es cierto que Unamuno
fuera sacado a duras penas del acto, de hecho, según cuentan los que de esto
saben, desde allí se fue a su café tranquilamente y luego a su casa. Sin
escolta, sin que su integridad física estuviera en peligro.
Es muy habitual, es cotidiano,
que aquellos que profesan una ideología, y uso el verbo profesar con toda su
carga, presupongan que todo el que no comparte la totalidad de sus actos y
pensamientos sea, automáticamente, de la ideología contraria, y Unamuno padeció
eso, y su culpa última fue intentar valerse de esos vaivenes para hacer oír con
mayor rotundidad su voz, tal vez pensando, craso error, que si la crítica
provenía de alguien cercano podría ser escuchada: Ni los socialistas lo
escucharon, ni los fascistas tampoco, simplemente lo convirtieron en su
enemigo. Enemigo de todos, amigo de la Verdad, que casi siempre es intolerable para
los buscadores de la razón como propiedad incuestionable.
Oigo a mi alrededor, si Unamuno
levantara la cabeza, denigrar el régimen franquista como autor de barbaridades contra
los españoles, reo de sangre y sufrimiento, pero los mismos que denuncian esto
callan y otorgan ante las barbaridades cometidas en tiempos de la república,
sangre y sufrimiento de españoles que no siempre eran contrarios a ese régimen.
Parece ser que unos lo hacían desde la legalidad de unas elecciones que muchos
denuncian como fraudulentas y los otros desde la ilegalidad de un golpe de
estado. A mí, como a Unamuno, y perdón por la pedantería de la equiparación, y como a muchos otros españoles, las
barbaridades me parecen barbaridades, los muertos muertos, y la sangre, la de
todos, roja e innecesariamente derramada. No se dice, y si se dice es que eres
un facha, que la deriva de la República tampoco era especialmente positiva, que
muchos datos apuntaban hacia una dictadura socialista de consecuencias fácilmente
previsibles. No lo sé, yo no vivía entonces, pero si el pasado franquista me
parece deleznable, que me parece, tampoco ese que apuntaba la república me
parece un pasado deseable, ni habría sido un pasado inocente.
Ni mis palabras pretenden
justificar nada, ni se adhieren a ningún discurso histórico, ni pertenecen a
ningún sesgo ideológico. Mis palabras solo reflejan el hartazgo de no poder
creer a nadie, de la verdad a medias, de la postverdad y de la manipulación
interesada de nuestra historia, que es, íntegramente, nuestra, de todos, y que
sucedió como sucedió, no como pueda interesar a unos y otros que sucediera.
Hemos suplantado la verdad por “tener
razón”. Lo importante es tener razón y que mucha gente en la redes sociales nos
dé un “me gusta”, cuantos más mejor, a nuestros comentarios. Cuanto más
epatantes más populares, cuanto más dañinos más apreciados. Siento no estar a
la moda
Daba Schopenhauer un tratado
sobre cómo lograr tener razón sin que importara la razón última, sin que
importara la verdad. Schopenhauer no conoció la redes sociales, pero sí que en
su tratado hizo una perfecta disección de cómo se manejan en ellas ciertos
personajes, y digo personajes porque suelen ocultar su identidad tras perfiles ficticios
o corporativos. Un tratado, en 38 puntos, de cómo pasar por encima de la verdad
y del adversario, ya, en algún momento, enemigo.
En el tratado dice el punto 38: “Cuando se advierte que el adversario es
superior y se tienen las de perder, se procede ofensiva, grosera y
ultrajantemente". Como serán intelectualmente algunos de los que
escriben en esos ámbitos, que usan directamente el punto 38. Si no dices lo que
quieren oír te llaman “facha”, o “rojo de mierda”, en una actitud, la de ellos
sí, la de ambos, inequívocamente fascista. Viva el punto 38.
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