Mantener una posición
equilibrada, que no equidistante ni farisea, ante ciertos problemas, es como
andar por el alambre, si está pintado en el suelo uno se desenvuelve con cierta
facilidad, pero si está a treinta metros de altura el simple hecho de poner el
pie encima ya te desequilibra, y no podemos olvidar que además, a treinta
metros de altura, puede haber algún tipo de viento, que en esas circunstancias,
y por muy leve que sea, contribuye a hacer más complicado cada paso que se da.
En estas fechas que nos ocupan
hay un ejercicio similar en Madrid, porque, tirando de simbolismo, el tema LGTBI es el alambre sobre el que
queremos pasar, y aunque no queramos está tan presente en todas partes que es
inevitable. La altura sería el día festivo que se ha denominado, creo que con
muy poca fortuna, “Día del Orgullo Gay”. Y finalmente el desafío, andar sobre
ese alambre a esa altura durante un cierto recorrido y sin que te tumbe ninguno
de los posibles y cambiantes vientos laterales, es escribir sobre este tema sin
caerte hacia alguno de los lados.
Partamos, plataforma en el
extremo del cable dios mediante, en nuestro recorrido de una primera
aseveración: no entiendo el nombre, no entiendo porque se llama día del orgullo
gay a una fiesta que no dura un día, no presupone, al menos en principio una
superioridad moral o física, y no es solamente gay, si no LGTBI. Empezamos mal
si empezamos por llamar a las cosas como no son.
Yo le llamaría Semana de la
Visibilidad LGTBI, y creo que el nombre además de ser más exacto sería igual de
reivindicativo, o más. Y además eso desmontaría, aunque a algunos tal
desmontaje le chafara planes y risas, muchos argumentos de personas que hablan
de oídas sobre la tal festividad.
Lo de llamarle semana en vez de
día no pasa de ser una reivindicación un tanto tiquismiquis, lo que dura la
fiesta no aporta nada al hecho reivindicativo. Llámese semana o día no variará
ni su contenido ni su continente, con lo que es puramente ornamental, aunque
pueda describir que es algo más que la celebración principal.
Pero en el segundo término, en lo
del orgullo, creo que alguien ha metido más el subconsciente frentista que la
intención reivindicativa. Dice el DRAE, máxima autoridad en estos temas, que la
palabra orgullo tiene dos acepciones, y si una no se ajusta, la otra es
preferible pensar que tampoco.
“Exceso de estimación hacia uno
mismo y hacia los propios méritos por los cuales la persona se cree superior a
los demás.” No dudo, que entre todo el batiburrillo de personas, personajes y
proyectos que los actos mueven, haya un porcentaje, y no precisamente
despreciable, de partidarios de la confrontación y la soberbia, que es un
sinónimo aceptable de esta acepción del orgullo. Pero es que radicales y
personas que buscan tapar sus inseguridades personales aprovechando el ruido y
una cierta impunidad en el número, las hay en todas las manifestaciones humanas
que sobrepasan el número de tres. Seguramente esos mismos que viéndose
amparados por los que les rodean y jaleados en sus actitudes de confrontación
se crecen y bordean lo despreciable, serían absolutamente incapaces de mantener
ni siquiera una actitud moderada en solitario. Insisto, eso se da en todos los
ámbitos y podría sacar ejemplos como los campos de fútbol, los grupos que promueven linchamientos o, en más
pequeño, esas manadas de violadores que últimamente parecen haberse puesto de
moda.
“Sentimiento de satisfacción
hacia algo propio o cercano a uno que se considera meritorio.” Yo creo que esta
definición tampoco se ajusta a lo que se supone que intenta esta fiesta. Porque
partimos de que la sexualidad no se elige, al menos no se busca
voluntariamente, sino qué, ante unos sentimientos y una percepción, se vive.
Uno no se educa, se prepara o se esfuerza en una opción determinada de cómo
vivir su sexualidad, si no que la vida, los deseos y sentimientos, lo van
poniendo ante opciones que toma o rechaza, luego ninguna opción es meritoria,
como ninguna opción debe de constituir un demérito.
En todo caso, en ambos casos, la
palabra orgullo es inapropiada ya que en ningún caso existe mérito alguno en
practicar el sexo en ninguna de su posibles formas, y el único mérito es vivir
esa sexualidad con plenitud y sin interferencias, ni propias, ni ajenas. Y
donde no hay mérito no puede haber orgullo. Salirse de lo normal, de norma o
mayoría, por muy natural, de naturaleza, que sea la opción tomada nunca será un
motivo de orgullo, aunque pueda ser un motivo de íntima satisfacción.
Y por último gay. Para empezar la
G de gay es solo una parte del colectivo, pero es que, además, es difícil
elegir peor un término, primero porque se toma del inglés algo que es de origen
provenzal u occitano: gai, alegre, pícaro y que sin embargo en Inglaterra hacía
referencia a la prostitución masculina. Y segundo porque es un término que se
aplica únicamente a la homosexualidad masculina. Y no entiendo en un colectivo
tan identificado con las cuestiones de género que se deje fuera a las lesbianas
y a los transexuales. Gay, y ya no solo en Inglaterra, si le preguntas a
cualquier peatón no concienciado por su equivalente en castellano no se lo va a
pensar dos veces, marica. Y lo de ”Día del orgullo marica” que al fin y al cabo es lo mismo pero en
español de toda la vida, ya no resulta ni tan reivindicativo, ni siquiera
invita a festividades.
En estos casos, lo mejor, al
menos lo más inmediato y ajustado, es preguntarles a las personas que tienes
alrededor y que pertenecen al colectivo LGTBI, y resulta que la mayoría de
ellas, no me gusta decir todas, viven hoy en día con una visibilidad discreta,
como la de los heterosexuales, una integración social completa, como la de los
heterosexuales, y un cierto rechazo a los excesos de puesta en escena de
algunos participantes en la fiesta, como el de los heterosexuales.
Es verdad que lo que han pasado
no es un camino de rosas. Es verdad que no todo está conseguido. Pero no es
menos cierto que el exceso de visualización, el desbarre reivindicativo de una
minoría, convierten una fiesta que intenta una visibilización de un colectivo y
sus problemas, en una exhibición frentista que bordea, a veces por dentro, el
mal gusto y una suerte de exclusión perversa de los que no compartan sus ideas.
Insisto, es una minoría, pero precisamente por eso suele ser la más ruidosa y
visible.
Y entonces empiezan los insultos,
los de unos y los de otros, las sinrazones, los exabruptos y las falacias que
pueblan las redes, y una fiesta, que como tal debería de ser universal, como
tal y por interés de los organizadores, para reivindicar una normalidad en la
convivencia, se convierte en todo lo contrario, se convierte en una exhibición
de la diferencia y en una reivindicación de la intolerancia, propia y ajena,
aunque sea por parte de una minoría, aunque sea con la posterior condena, a
veces ni siquiera, de los organizadores.
Ciertas personas, habitualmente
de izquierdas, más con ánimo de sentirse ellos buenos que de defender realmente lo que significa la fiesta, se
lanzan con beligerancia hacia cualquiera que quiera denunciar lo que de
negativo tienen ciertas actitudes. Yo, como no me importa ser bueno o malo,
como no necesito justificarme ante mí ni ante los demás, me permito hacer una
llamada de atención sobre una celebración que cada año que pasa es menos lo que
dice ser y más lo que nunca quiere reconocer que está siendo. Empezando por el
nombre que no nombra lo que pretende reivindicar.
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