Hace ya unos cuantos años, corría
el der señor de 1982, mi amigo Pedro, Pedro Massó, amigo de cuitas y destinos
en una, entonces no muy lejana, “mili”, me llamaba para compartir la alegría
por la victoria del PSOE en las elecciones. Ambos estábamos entre los que
habían depositado con gran ilusión la papeleta de ese partido en las urnas. Ya
entonces, y él no lo compartía, le expresé mi preocupación porque la victoria
hubiese sido por mayoría absoluta y mis miedos a derivas por la falta de
control en el gobierno.
Hace apenas un par de meses mi
amigo Pedro, el mismo que me llamó en las elecciones del 82, me preguntaba junto
a unas copas por qué alguien como yo, con las convicciones tan claras, se había
alejado de las posiciones de la izquierda y ahora parecía de derechas.
La pregunta es delicada. La pregunta
es absurda si quien te la hace no pretende escucharte, sino solo acusarte o
etiquetarte. Afortunadamente Pedro y yo hemos compartido muchas charlas, muchas
copas, muchas vivencias duras, incluso nos hemos jugado juntos la vida por
nuestras ideas, como para hablar sin escuchar al otro, como para argumentar sin
razonar, como para sacar en nuestras conversaciones una sola idea preconcebida.
Como buen gallego, en ejercicio y
sentimiento, contesté con otra pregunta. ¿Estás seguro de que yo me he alejado
de las ideas que teníamos, o ha sido la izquierda, la autodenominada izquierda,
la que se ha alejado de nuestras convicciones? La respuesta fue la que yo
esperaba de él: explícamelo.
Entonces, con la noche ya
avanzada, con las copas casi vacías y una perspectiva laboral que me obligaba a
trabajar al día siguiente, me limité a enumerarle mis desacuerdos con la
izquierda actual sin poder entrar en reflexiones y debates más profundos. Hoy,
con el tema de Cataluña emponzoñando aún más un debate interno en el concepto,
ya casi perdido, de la izquierda, recupero para mí mismo la conversación y
aprovecho para explicarme.
Creo en la lucha de clases, creo
que los desfavorecidos del mundo, de todo el mundo, tienen derecho a una vida acorde
con la dignidad y la libertad que les corresponde por el simple hecho de nacer.
Pero no creo en las clases creadas al albur de una explicación de economía de
mercado. No creo en la división trabajador versus patrón, porque ni todos los
patronos son explotadores ni todos los obreros son explotados. Ni todos los
patronos son culpables de avaricia ni todos los obreros son inocentes de abuso por
su condición. Yo creo en la clase dominada y la clase dominante, en la clase
dirigida y la clase dirigente. En la igualdad y en la libertad, mientras que la
izquierda actual preconiza el intercambio de clases dirigentes, el quítate tú
para ponerme yo y vuelta a empezar, porque seguirá habiendo una clase dirigida
y otra dirigente y por tanto explotación, corrupción, desigualdad.
Creo en la libertad individual.
En que cualquier individuo tomado por sí mismo tiene un valor moral, ético y
humano superior al de cualquier grupo de individuos, porque el individuo tiene
dignidad, criterio e ideales, es decir, es un ciudadano, mientras que los
grupos, las masas, tienen afán de predominio, ideología y líderes que piensan
por ellos, es decir vocación de adaptar el entorno a su criterio, o, por
decirlo de otra forma, vocación de clase dirigente. Si, ya sé, este concepto se
puede considerar libertario, pero es la izquierda la que pretende decir que los
libertarios somos de izquierdas pero no pasa de ser una falacia fácilmente desmontable.
No, y de derechas mucho menos.
Creo en las clases
internacionales, sin banderas, sin fronteras, sin quiebros semánticos que
permitan maniobras imposibles que dañan al entorno sin aportar nada. No existe
más nacionalismo que la clase, no existe más justicia que la universal, no
existe más ley que la promulgada democráticamente. No existe más patria que la
libertad ajena y por ende la propia, no existe más unión que la fraternidad. Me
dan lo mismo los colores de la bandera, me dan lo mismo los ríos, los mares o los
muros, todas son fronteras que deben ser superadas en nombre de la libertad, de
la igualdad y de la fraternidad. No hay emigrantes e inmigrantes, hay ciudadanos
que se puedan mover por un mundo de todos.
Creo que todos los hombres al
nacer tienen derecho a las mismas oportunidades, sin importar en qué lugar del
mundo nacen, con qué sexo, con qué creencias o con qué aspecto físico. Y por
tanto creo que el reparto mundial de la riqueza debe de estar enfocado a este
objetivo, tanto en su fondo como en su forma. No creo que hacer justicia social
pase por privar a una parte de lo suyo para repartirlo entre unos cuantos
otros, no, creo que pasa por establecer límites al enriquecimiento y a la
propiedad, por igualar y no por
invertir. A mí, las tortillas me gustan igual de hechas por los dos lados, no
crudas por uno y tostadas por otro. No hay libertad si no hay igualdad, no hay
justicia si no hay oportunidad, no hay fraternidad si no hay identidad. Nunca
existirá, es imposible, la igualdad total, no sería tampoco justa, pero la
desigualdad abismal que supone el que una empresa, una persona, gane en un día
lo que necesitarían muchas para sobrevivir un año, no es hablar de justicia, ni
de igualdad, ni de libertad, es hablar de perversión. Que una persona, o
entidad o empresa, pueda acaparar los bienes de los que carecen millones en el
mundo, no es hablar de justicia, ni de igualdad, ni de libertad, es hablar de
vergüenza, o de falta de vergüenza.
Creo en la inmutabilidad del
pasado y en su aceptación como medio de explicarme a mí mismo y a mi entorno.
No creo en el revisionismo, ni en el revanchismo, ni en la justicia aplicada a
los muertos, ni en las justificaciones de parte, ni en los buenos y los malos, ni
en la necesidad de desmontar parte de la historia para justificar a otra. Creo
que hay devolver su dignidad a los que lo merecen sin que ese merecimiento sea
de bando, partido o bandera. Todo el que muere por sus ideas es digno, todo el
que mata por las suyas es sospechoso. Y por tanto no creo en la guerra, ni en
el frentismo.
Por eso yo me he alejado de la
izquierda, de una izquierda rancia y desnortada que apoya nacionalismos burguesas,
dictaduras que se llama del “pueblo”, que legislan para imponer su moral a la
sociedad, que trabajan para crear un pensamiento único, que discriminan
positivamente a algunas minorías y que hacen de la presión un objetivo que
renuncia a la educación. Una izquierda que se mueve entre dos marxismos, el de Karl
Marx, el de la dictadura del proletariado,-y el único proletariado que
reconocen es el de los que piensan como ellos-, y el de Groucho Marx, el de si
no le gustan estos principios tengo otros, el de dime que dice la derecha que
yo digo lo contrario.
Una izquierda sin ética, sin
rumbo, sin dirigentes capaces de sobreponerse a la ideología ciega y navegar
hacia los ideales comunes de la humanidad.
Claro, y como critico a la
izquierda más que a la derecha, como no les doy la razón, ni les aplaudo, soy automáticamente
de derechas, facha, que tanto les gusta llamar ahora a los que adoptan posturas
fascistas, absolutistas, intolerantes. No, queridos, los fachas sois vosotros,
los que consideráis que hay límites a la tolerancia, los que consideráis que en
el mundo hay enemigos, los que consideráis que nadie puede pensar distinto a vosotros
sin ser culpable, perseguible, insultable, linchable.
Os podéis llamar de izquierda, os
podéis creer que sois de izquierdas, progresistas, pero en realidad sois
rancios, absolutistas y, en muchos casos, fachas hasta las últimas acepciones
del término.
En todo caso, esto os lo dice
alguien que ya no es de izquierdas según los de izquierdas que no tienen ni
idea de lo que es la izquierda, o no les interesa.
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