El derecho a decidir. Es el tema
de moda en toda conversación que se precie de un mínimo de profundidad. Eso sí,
prohibido salirse de los tópicos, de los lugares comunes, de las frases hechas
que publicaciones y partidos han puesto en juego para que sus partidarios las
usen, no vayan a pensar por sí mismos que ya es en sí grave.
El problema es que , como en todo
en esta vida, cada uno arrima el ascua a su sardina y no tiene la más mínima
intención de que se ase la sardina ajena, con perdón de las sardinas, de los
veganos y de los animalistas en general, porque hoy en día hablar sin pedir
perdón es un ejercicio de riesgo. Pero esto es harina de otro costal, con
perdón de los cereales harinados y de los sufridos costales proletarios.
¿Existe el derecho a decidir? Por
supuesto, los seres humanos nos pasamos la vida decidiendo, tomando decisiones
que afectan de forma definitiva a nuestro presente y a nuestro futuro. Pero
como todo derecho devenga obligaciones. Y la primera, la inalienable primera
obligación, es que como todo derecho individual linda con el mismo derecho de
los demás
¿Y quién tiene más derecho a
decidir? O, planteado más coloquialmente, ¿quién decide primero? Pues justo eso
es lo que regulan las leyes, los estatutos, las reglas que toda comunidad se da
cuando vive en común y a las que se obligan todos aquellos que deciden hacerlo,
sean asociaciones, comunidades de vecinos, clubes deportivos o naciones.
Como es lógico, y por mucho que
yo tenga derecho a decidirlo, si decido saquear la cuenta que comparto con mis
vecinos estos, casi con absoluta certeza, se cabrearán y me denunciarán ante la
justicia, que es el órgano garante de que se cumplan las normas convivenciales.
Ya ante el juez yo puedo alegar el derecho individual, pero seguramente el señor
magistrado me explicará que hay derechos de mayor rango en ese tema concreto y
me envíe a pasar una temporada de retiro en un local habilitado para tal fin.
¿Cómo puedo evitar, entonces,
tener que respetar reglas que no me gustan? No es fácil. No, al menos en el
mundo actual. Antiguamente existía la posibilidad de exiliarse a una isla
desierta y que tardasen años en enterarse los marinos ingleses, los piratas, o
los indígenas cercanos, pero ya no hay islas desiertas habitables que estén al
margen de alguna soberanía que nos imponga sus leyes.
Existe una segunda posibilidad,
improbable, que es conseguir cambiar las reglas para que me reconozcan el
derecho que pretendo. En el caso de lo de la cuenta corriente yo me olvidaría,
pero a lo mejor logro que me permitan pintar mi puerta de morado cuando la de
todos los demás es blanca… aunque también lo dudo.
Entonces lo de Cataluña… ¿Y a mí
que me importa lo de Cataluña? ¿He mencionado yo en algún momento a Cataluña?
No. Yo solo estoy hablando del derecho a decidir, de ese irrenunciable y básico
derecho que está sometido al derecho a decidir de la colectividad en la que
esté inscrito. Porque someter el derecho a decidir de una colectividad al
capricho de una parte es, no, una anarquía, no, porque en una anarquía esto no
sería ni planteable, una absoluta estupidez.
Pero ya que me han preguntado por
Cataluña, porque me lo han preguntado, ¿no?, me parece un disparate. Me parece
un disparate que haya personas que usan la ley y las prebendas obtenidas por
medio de ella para negarla. Me parece un disparate que para justificarse se
pervierta la historia. Me parece un disparate que en nombre de la democracia se
conculque la democracia. Me parece un disparate, en realidad, todo lo que rodea
al tema, como disparatados me parecen los personajes.
Que si quieren irse, por mí,
adiós. Pero por el camino correcto. Porque lo que ahora estoy viendo no es más
que una estupidez, de tal calibre, que hasta me produce vergüenza ajena.
Me recuerda el tema catalán a
aquellos vendedores de artículos infantiles que agazapados en las puertas del
retiro esperaban un descuido de los padres para poner en manos de los niños un
globo, un juguete o una bolsa de caramelos que inmediatamente intentaban cobrar
con el argumento de que el niño ya lo había cogido. El niño, por supuesto, lloraba
y rabiaba si le quitaban lo que ya consideraba suyo y, a veces, el padre
acababa pagando lo que no valía el objeto por no aguantar la perra del pobre
infante utilizado por el sinvergüenza disfrazado de vendedor de chuches.
Y, volviendo al tema inicial,
acabo de decidir, y tengo derecho a ello, que esto ya me aburre. Y como decía
un ocurrente profesor de dibujo que tuve en cuarto de bachillerato: “Pues no
se-a-burra, hombre, no se-a-burra”
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