Ha vuelto a correr la sangre. Ha vuelto
a dilapidarse el único patrimonio no recuperable que el hombre posee. Ha vuelto
a triunfar la irreversible muerte. Ayer Barcelona, antes París, Niza, Berlín,
Londres, Estocolmo, Madrid, El Mediterraneo, Israel, Palestina, Egipto, La
India o cualquier país que la muerte reclame en este infame juego en el que la mayoría, casi todos los que
mueren, somos peones.
Inmersos en el dolor de la muerte
masiva e inesperada, de la muerte sin sentido ni finalidad aparente, las
lágrimas que anegan nuestros ojos nublan también nuestro entendimiento el
tiempo suficiente para llorar breve pero generosamente a los que se han ido,
para odiar breve pero intensamente a los que han matado y a todo lo que
representan, para rememorar breve pero intensamente todos los acontecimientos
anteriores del mismo cariz. Y olvidarnos en un espacio de tiempo breve e
insuficiente de que habrá más muertes, más lazos negros, editoriales
grandilocuentes, diseños de anagramas que poner en las redes sociales y en las
solapas. Más todos somos y casi nada de todos pensamos y construimos.
Alguien se dará cuenta de que
meto en un mismo saco muertos que nada tiene que ver con Barcelona, pero solo
existe una muerte, una por persona, una única consecuencia, un único hecho
irreversible, no importa la causa, el lugar o las circunstancias. Alguien
pensará que de todas formas hoy toca hablar de Barcelona, sin reflexionar en
que Barcelona es solo una casilla más en un juego feroz, despiadado, que lleva
dándose durante siglos y en el que siempre mueren los peones, esas piezas
prescindibles y más numerosas cuya
desaparición no determina el resultado de la partida.
Unas veces se sacrifican por el
poder que el rey y la reina representan, otras por la fe que los alfiles
defienden, o por los ideales que los caballos hacen suyos, o por el poder territorial
y económico que las torres detentan. En realidad da lo mismo. Acabada una
partida las piezas se recolocan, el tablero se limpia de sangre, de escombros,
de cadáveres y se comienza una nueva. La estrategia determinará porque pieza
habrán de sacrificarse los peones, los mismos, pero diferentes, otros pero del
mismo pueblo, de la misma aldea, con la misma cantidad de sangre, con el mismo
cruel destino.
Y mientras los peones lloran a
los peones, mientras las piezas mayores se deshacen en condolencias, pésames y
grandilocuencias, todos nos olvidaremos de los jugadores. Todos olvidamos que
hay manos que nos mueven, mentes que evalúan el valor de la pérdida de nuestras
vidas en un fin último de ganar la partida. Todos olvidaremos que somos
esclavos de un juego del que ni siquiera conocemos las reglas. Que da lo mismo
ser un peón víctima, un peón inmigrante o, con toda mi repulsa equiparo y digo,
un peón terrorista. A unos les pagan las torres, a otros nos lavan el cerebro
los alfiles, otros entregamos nuestra vida a los caballos y todos defendemos a
la reina y al rey porque ellos marcan la victoria.
Pero hoy lloramos Barcelona. Hoy
lloramos sin consuelo y por dos días de luto oficial la irreparable muerte que
ayer alcanzó a trece ciudadanos y el dolor que otros cien sufren sin que sepan
con claridad por qué motivo. Hoy, mañana y hasta que los medios de comunicación
consideren que ya no es noticia, lloramos con las familias de las víctimas.
Ayer con las víctimas del IRA, de ETA, de Sudáfrica, de Pinochet o de Videla,
anteayer con las de Franco, las de Stalin, las de Hitler o las de Pol Pot. Hace
apenas unos minutos, históricamente hablando, llorábamos las de otras ciudades,
las vidas de los refugiados de barbaridades bélicas, religiosas, económicas o
políticas que huyen para preservar sus vidas, vidas de peones, vidas
prescindibles, reemplazables, estadísticamente enumerables pero de valor
insignificante.
Ayer todos fuimos París, Londres,
Madrid... Mañana…, mañana me gustaría un mundo en el que todos fuéramos
personas y no hubiera jugadores. Pero hoy, hoy todos somos Barcelona.
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