Vivimos en un país invadido por
la corrupción, sumergido en la corrupción, atónito ante el nivel de corrupción
que día a día, partido a partido, organismo a organismo, salta a las páginas,
sean escritas o habladas, de los medios de comunicación. Es tal el grado de
corrupción al que asistimos que cabe preguntarse ¿Es una táctica? ¿Están usando la corrupción para distraernos
de otras cosas?
Es verdad que en este país la
corrupción, el trinque, la picaresca, es algo tan extendido, tan implícito en
nuestro carácter, nuestra formación y nuestras leyes que si de repente nos
viéramos libres de ella, si mirando a
nuestro alrededor no percibiésemos su tufillo repugnante, nos preguntaríamos en
que extraño país extranjero nos encontramos.
Nunca he tenido claro si todos
esos pícaros extranjeros que pueblan nuestros semáforos, nuestras esquinas,
nuestras calles y transportes han venido a España a buscar su supervivencia o a
hacer un master que los gradúe definitivamente en engaños y corruptelas. No hay
facultad en todo el mundo que pueda compararse a le del Dr. Monipodio, ni
campus como el de su patio extendido a todo un país.
En España todos somos corruptos,
y perdónenme los medio españoles que no lo sean. Yo no, pensarán muchos, yo nunca he robado,
pensarán convencidos, olvidándose de esos folios de la oficina que se llevaron
a casa, de ese gasto particular disimulado entre las dietas, de esas vendas o
analgésicos tomados en compensación de
la explotación laboral sufrida, de esas deducciones presentadas en la
declaración de la renta a ver si cuelan porque ya me las están cobrando por
otro lado, que además es cierto. Y todo eso es corrupción, la corrupción de los
pobres, la corrupción del que no tiene acceso a la corrupción de los millones y
los negocios, pero corrupción.
A lo mejor soy un cínico, no lo
dudo, pero me temo que tengo razón. Y me temo que tengo razón porque en este
país se legisla presuponiendo que el ciudadano es corrupto y va a intentar
engañar a la administración, a la empresa, al recaudador, y por tanto, y en
defensa propia, el recaudado, el paganini, se siente justificado en su
latrocinio y, así como de paso, justifica al injustificable corrupto que además
es, en realidad, el corruptor. Porque en este país se educa en la auto
justificación, en aquello de que lo que no me lleve yo se lo lleva otro, en lo
de “marica el último”, con perdón de la LGTB que seguro que se ofende aunque a
estas alturas el dicho nada tiene que ver con las tendencias sexuales de nadie,
en que “el que no corre vuela”.
Claro que el corrupto
institucional es doblemente repugnante, moralmente hablando, porque se
aprovecha de una posición no alcanzada por méritos propios si no por elección
o designación de electo para alcanzar un
nivel de trinque al que no tendría acceso de otra forma.
Podríamos, en un alarde de
ingenio, hacer una especie de principio de Peter de la picaresca que podríamos
denominar la Ley de Monipodio, y que diría algo así como: “De trinque en
trinque va el ciudadano subiendo y subiendo hasta que se le va la mano”.
Perdoneseme el ripio en honor a nuestros literatos del siglo de oro que tanto y
tan acertadamente escribieron sobre el tema.
Decía Samaniego en su “La
Alforja”:
En una alforja al hombro,
Llevo
los vicios;
Los
ajenos delante,
Detrás
los míos.
Esto
hacen todos:
Así ven los ajenos,
Más no los propios.
Y eso que Samaniego no conocía el
trajín de los partidos actuales, esa especie de paladines de la magia que meten
una mano en todo lo que pueden mientras
tiene la otra ocupada señalando la mano trincona de los otros partidos. Así el
ciudadano harto de no saber hacia dónde mirar acaba no mirando hacia parte
alguna.
Y en eso estamos, en eso nos
tienen entretenidos, en denostar, perseguir, indignarnos con la corrupción
ajena. Mientras tanto nos quitan la libertad, la democracia y la moral. Porque
al fin y al cabo entre iguales anda el juego y no tenemos donde elegir, y ya ni
ganas de hacerlo.
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