Hay temas que es mejor tratar en
frío. Coger algo de distancia porque implican pasión y, por tanto, falta de ecuanimidad
en el momento que intentan abordarse.
Y si hay temas ya de por si
apasionados si los juntamos de dos en dos las alertas deben de atronar. Y eso
es lo que pasa con el fútbol de base. Fútbol e hijos, fútbol y educación. Una
mezcla que debería de resultar formativa pero que resulta explosiva.
Y resulta explosiva porque
explosivo es el tratamiento que la sociedad hace de ambos temas, el tratamiento
o la dejación podríamos plantear como alternativa.
Y se de lo que hablo porque
recorrí con mi hijo campos y equipos, colegios y aficiones durante su etapa
entre los seis y los catorce años. Se supone que los equipos deportivos de
menores que patrocinan los colegios, los barrios, los pueblos, deben de servir
para una educación complementaria en valores de los chavales. Para formarlos en
el espíritu deportivo, en el espíritu colectivo que representa el equipo por
encima de la individualidad del jugador, en el arte de saber perder y de saber
ganar, en la limpieza de espíritu frente a la competición. Se supone, porque la
realidad, la práctica, nos dice cuan diferente es esa ideal teoría de la cruda
realidad.
Son muchos los ejemplos de
chavales, de árbitros, de padres y, que casi no se dice, de madres. Son muchos
los chavales que he visto maleados por padres y entrenadores que tampoco
comprenden cual debería de ser el espíritu de esas competiciones, cuáles
deberían de ser los valores predominantes en esas prácticas deportivas. Aunque
tampoco es de extrañar viendo el patético ejemplo que les transmite el deporte
profesional y su entorno.
Egoísmo, soberbia, narcisismo,
mentiras, corruptelas, fingimientos, rencor… Esos son los valores que el
deporte por antonomasia en este país, yo en realidad diría el espectáculo
porque de deporte solo queda la parte física, transmite a los chavales que lo
practican y, parece ser, que calan en la actitud de los padres.
Me decía un entrenador que mi
hijo tuvo en un equipo de un barrio humilde de Madrid, un hombre bueno que con
generosidad entregaba parte de su tiempo libre a entrenar a uno de los equipos
de categorías inferiores, que su mayor problema no eran los chavales, eran los
padres. Los padres que cuando sus hijos no jugaban se dedicaban a mostrar su
insatisfacción y que, en algunos casos, llegaban al insulto. Pero más incluso
que a los padres, me decía con su risa franca, temo a las madres, que crean en
los niños un estado de insatisfacción que acaba derrumbando al equipo. Decía más,
pero tampoco viene al caso.
Efectivamente, a cada familia que
lleva a sus hijos a practicar el deporte de base, puedo hablar fundamentalmente
de fútbol y de baloncesto, le corresponde una figura mundial en ciernes que
todos deben de contemplar con arrobo. Todos consideran que su hijo es el futuro
Maradona con el que recorrerán el mundo en avión privado y alojándose en los
mejores hoteles. Y ¡ay del entrenador que no lo entienda así¡
Porque el deporte es lo de menos.
¿Los valores? Los de cotización en el mercado de figuras. ¿El equipo? Un lastre
que impide que la futura figura luzca todo su potencial ¿El entrenador? Un
tarado que no lo pone todo lo que debe, o que no lo pone en su sitio, o que no
tiene, directamente, ni idea de fútbol. ¿Los compañeros? Los pobres nunca
llegaran a nada, a lo mejor fulanito o zutanito, que son muy amigos, apuntan
maneras. ¿Y si el niño es portero? Entonces es peor. Solo puede quedar uno y
todo vale.
Así que tampoco es raro que los
padres, y muchos hijos, hagan de cada partido una reválida que no puede
desperdiciarse porque el futuro hay que alcanzarlo cuanto antes. Y esto supone
tensión y muchas veces una carga emocional que no todo el mundo sabe gestionar.
Desgraciadamente las federaciones
tampoco es que se preocupen mucho por la situación y contribuyen, y no poco, a
caldear la ya caliente caldera. ¿Cómo? Enviando árbitros que en muchas
ocasiones no conocen o no saben aplicar las reglas, cosa que aparentemente
también les sucede a los profesionales, o que se acobardan con un ambiente
hostil, y que, sobre todo, no tiene la preparación pedagógica imprescindible
para saber cómo manejar a los niños, que opinen lo que opinen los padres, las
federaciones o los árbitros, no son profesionales.
Porque, ¡gracias a dios¡, los
niños no son profesionales. Fingen como ellos porque es lo que ven en la tele que
hacen sus ídolos. Algunos abroncan y desprecian a sus compañeros porque es lo
que ven que hacen sus ídolos. Tiene la presión de ganar y ser los mejores de su
equipo porque es lo que dicen los periódicos que leen sus padres y lo que sus
padres esperan de ellos. Pero con todos los vicios despreciables que sus ídolos
practican varias veces por semana en los televisores y que a diario son
jaleados por la prensa del sector, los niños aun no son profesionales
Y muchos de ellos, la inmensa
mayoría, no lo llegarán a ser nunca, pero si habrán perdido, les habrán hecho
perder, una oportunidad única de aprender unos valores que en algún momento de
su vida echaran en falta.
A todos los padres de los futuros
Maradonas, a todas las madres, dejad que los niños lo sean todo el tiempo
posible. Enseñadles a ser hombres de bien, el ejercicio de formar macarras debe
de corresponder a otros ámbitos de su vida, aunque desgraciadamente no siempre
sea así.
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