Hay actitudes por las que uno
deja de creer en el ser humano, en el ser humano civilizado y consciente por lo
menos.
Visitar los grandes logros de la
humanidad, las construcciones esplendorosas, los poblados y restos de nuestros
antepasados, las obras de arte que en el tiempo nos han legado para nuestro
disfrute, es uno de los grandes beneficios que ese monstruo de mil cabezas, no
todas buenas, llamado turismo nos ha permitido.
Asombrarse ante la grandiosidad
de las catedrales, de los monasterios y palacios, arrobarse ante la belleza
emotiva de ciertas obras de arte, inspirarse en las vivencias y reflexiones de
los grandes hombres, quedarse embelesado con el esfuerzo y el ingenio de
nuestros primitivos y valorar en lo que valen sus avances y sus afanes, son
experiencias que engrandecen nuestra alma y permiten que nuestro intelecto se
reconforte y nutra.
Pero, y desgraciadamente, todo
este panegírico sobre las bondades que el turismo cultural, que se llama, nos
puede deparar se troca, con la experiencia de la cruda realidad, en una indignación
sorda y visceral.
Así que por mor de esta terca e
infausta realidad una vivencia lúdica y que debería de haber sido enriquecedora
y placentera te deja un poso de amargura, de desesperanza, de sospecha sobre lo
que se puede esperar de los seres humanos actuales y su educación.
Si coges una visita guiada tu enfado
empieza en los comentarios sobre el patrimonio perdido durante la
desamortización, durante los saqueos perpetrados al comienzo de la segunda
república o los latrocinios de
coleccionistas privados que con impunidad, y muchas veces con complicidades
clericales, se han llevado a cabo. A veces uno piensa que alrededor hay
personas que no están muy lejos de los talibanes que destrozaron los budas o de
los desmanes del tristemente famoso ISIS
y su sistemático derribo de todo aquello que no concuerde con sus creencias o
sus ideologías.
Pero con ser eso triste, con ser
lamentable y ya inevitable, lo que acaba de derrumbarte, de amargarte el día,
es la absoluta falta de respeto de muchos visitantes hacia el lugar que
visitan, de su falta de educación y de sentido histórico y, sobre todo, de su
dejación hacia esos conceptos respecto a los menores a su cargo, cuando los hay.
He visto en la Alcazaba de
Almería a gente que se subía o manoseaba piezas y elementos arquitectónicos que
específicamente ponían “no tocar”, a niños cogiendo piedras de cualquier sitio
que se les ocurriera sin que nadie les llamara la atención, es más, los
vigilantes se giraban y miraban para otro lado evitando darse por enterados.
“Es que si les llamamos la atención luego nos expedientan a nosotros”, me
confesó uno. Incluso una familia, bastante numerosa, retiró una cinta de
prohibido el paso para aposentarse en una escalinata y acomodarse en ella para
almorzar, bolsas, neveras, manteles, latas, botellas, como si del campo o la
playa se tratara.
He asistido en una visita de un
grupo cultural a los toros de Guisando donde padres e hijos se subían a las
esculturas para sacarse fotos y hacer las gracias correspondientes. En el
poblado de Los Millares coincidí con un colegio cuyas profesoras estaban
absolutamente sobrepasadas por las ocurrencias que los alumnos más “graciosos”
llevaban a cabo en el interior de las cabañas mientas otros vigilaban que no se
acercara nadie.
Porque parece ser que la
permisividad, que el concepto de que la propiedad particular de cada cual está implícito
en la propiedad pública, que la falta de perspectiva histórica inculcada en la
formación, y el descrédito de la disciplina evitan que tengamos el más mínimo
respeto por lo que el pasado pone a nuestro alcance y por la obligación de
preservarlo y legarlo a nuestros descendientes en las mejores condiciones
posibles.
El otro día estuve visitando el
Monasterio de Uclés, ahora convertido en campamento y residencia de infantes.
Me pareció tremendo ver a un montón de críos encaramados al brocal del pozo,
sentados sobre la plancha que cubre su boca jugando a las cartas, escalándolo utilizando
las figuras que lo adornan como puntos de apoyo para su ascensión sin que los
monitores, uno de los cuales, al menos, estaba allí presente, hiciera el más
mínimo además de llamarles la atención. Es más ante mi intención de hacer una
foto un chaval un poco más mayor que los otros, no el monitor, les ordenó que
se bajaran para que pudiéramos sacar la imagen sin habitantes, cosa que todos
aceptaron sin ningún tipo de protesta. Pasada la foto todos volvieron a sus
actividades de juego y escalada.
¿Cuantas actitudes de este tipo
puede tolerar nuestro patrimonio sin resultar dañado? ¿Cuantos graciosos pueden
soportar los monumentos haciendo su gracia de pintar, encaramarse o llevarse un
recuerdo sin deteriorarlos? ¿Cuánta cultura incivilizada podemos permitirnos? ¿Valen
para algo la autoridades, en este tema, aparte de para asegurarse su cargo y
cobrarlo? Y prefiero no seguirme preguntando.
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