sábado, 6 de junio de 2015

Conversaciones

Es complicado escucharte. Nuestros oídos, nuestras prisas, nuestro egoísmo no están preparados para desentrañar el mensaje que se oculta entre balbuceos de palabras intentadas, significados ocultos de palabras inteligibles y desvaríos de tiempo, edad y percepción que se intercalan en tus conversaciones.
Parece que la vida solo nos prepara para el mensaje directo, para la cabeza despejada, para atender y responder de forma contundente a un mensaje enunciado meridianamente. El simbolismo, la reinterpretación nos pone nerviosos y a la defensiva, y caemos en el riesgo de dejar pasar una idea clara envuelta en intentos fallidos.
Me contabas ayer con palabras de silabas temblorosas, movidas, con superlativos simplificadores y numerales que eran en realidad magnitudes – cien son muchos, tres varios- y situando la acción en un ayer de más de dos años, la caída de la banqueta que desencadenó la evolución definitiva de tu enfermedad. Y me la contabas a mí, tu hermano de hoy, tu hijo de ayer, como si fuera una tercera persona ausente entonces, e incluso ahora.
-Ya me dijo mi hermano mayor –yo- que no me suba, que me voy a caer y eso es muy peligroso.
Bueno, la frase fue mucho más larga e inconexa, pero lo que me llamó la atención es que me lo contaras a mí, que entonces era tu hijo, que fui el que te llamó la atención sobre el peligro, finalmente, desgraciadamente, consumado, trastocado en tu hermano mayor, que es lo que soy ahora, como si se lo contaras a una tercera persona, que es lo que debía de ser en ese momento, totalmente ajena a los hechos.
Aún recuerdo, y no puedo evitar emocionarme, condolerme, cuando sentados en la sala de urgencias del Hospital de la Princesa, escuché tu primera flagrante incoherencia. El cómo entonces con una consciencia amarga, con un miedo vergonzante e impropio, quise desesperadamente pensar que estabas bromeando. Hablábamos sobre tu edad.
-          A ver, papá, ¿Cuántos años tienes?
-          Ciento treinta y siete
-          Venga, en serio, ¿Cuántos años? – aún confiado y sonriente-
-          Ciento treinta y siete – ya serio y mirándome como si estuviera tonto-
-          Pero, papa, entonces – ya preocupado- ¿Cuántos tiene el tío Virgilio? – su hermano mayor-
-          Buff, ese tiene por lo menos trescientos diez –Sin ningún atisbo de sorna, sin ninguna concesión a la duda-
La rememoro y la tengo clavada porque es la última conversación coherente que recuerdo haber mantenido contigo, la primera que me hizo temer lo que días más tarde se convirtió en un proceso irreversible hacia el mundo de extrañas magnitudes que hoy habitas, hacia el mundo de pasado lejano, presente inconsistente y futuro incierto en el que desde entonces nos movemos, te mueves y nos mueves.

Pero aun así, aunque a veces mi cabeza se evade en medio de un torrente incontenible, incontinente, de palabras que pretenden fallidamente contar viejas memorias, mi oído permanece atento a cualquier significado interpretable, a cualquier frase coherente, a cualquier historia a girones que poder coser para alcanzar significado. Tú háblame, papá, aunque muchas veces no me digas nada.

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