Es complicado escucharte.
Nuestros oídos, nuestras prisas, nuestro egoísmo no están preparados para
desentrañar el mensaje que se oculta entre balbuceos de palabras intentadas,
significados ocultos de palabras inteligibles y desvaríos de tiempo, edad y
percepción que se intercalan en tus conversaciones.
Parece que la vida solo nos
prepara para el mensaje directo, para la cabeza despejada, para atender y
responder de forma contundente a un mensaje enunciado meridianamente. El
simbolismo, la reinterpretación nos pone nerviosos y a la defensiva, y caemos
en el riesgo de dejar pasar una idea clara envuelta en intentos fallidos.
Me contabas ayer con palabras de
silabas temblorosas, movidas, con superlativos simplificadores y numerales que
eran en realidad magnitudes – cien son muchos, tres varios- y situando la
acción en un ayer de más de dos años, la caída de la banqueta que desencadenó
la evolución definitiva de tu enfermedad. Y me la contabas a mí, tu hermano de
hoy, tu hijo de ayer, como si fuera una tercera persona ausente entonces, e incluso
ahora.
-Ya me dijo mi hermano mayor –yo-
que no me suba, que me voy a caer y eso es muy peligroso.
Bueno, la frase fue mucho más
larga e inconexa, pero lo que me llamó la atención es que me lo contaras a mí,
que entonces era tu hijo, que fui el que te llamó la atención sobre el peligro,
finalmente, desgraciadamente, consumado, trastocado en tu hermano mayor, que es
lo que soy ahora, como si se lo contaras a una tercera persona, que es lo que
debía de ser en ese momento, totalmente ajena a los hechos.
Aún recuerdo, y no puedo evitar
emocionarme, condolerme, cuando sentados en la sala de urgencias del Hospital
de la Princesa, escuché tu primera flagrante incoherencia. El cómo entonces con
una consciencia amarga, con un miedo vergonzante e impropio, quise
desesperadamente pensar que estabas bromeando. Hablábamos sobre tu edad.
-
A ver, papá, ¿Cuántos años tienes?
-
Ciento treinta y siete
-
Venga, en serio, ¿Cuántos años? – aún confiado y
sonriente-
-
Ciento treinta y siete – ya serio y mirándome como
si estuviera tonto-
-
Pero, papa, entonces – ya preocupado- ¿Cuántos tiene
el tío Virgilio? – su hermano mayor-
-
Buff, ese tiene por lo menos trescientos diez –Sin
ningún atisbo de sorna, sin ninguna concesión a la duda-
La rememoro y la tengo clavada
porque es la última conversación coherente que recuerdo haber mantenido contigo,
la primera que me hizo temer lo que días más tarde se convirtió en un proceso
irreversible hacia el mundo de extrañas magnitudes que hoy habitas, hacia el
mundo de pasado lejano, presente inconsistente y futuro incierto en el que
desde entonces nos movemos, te mueves y nos mueves.
Pero aun así, aunque a veces mi
cabeza se evade en medio de un torrente incontenible, incontinente, de
palabras que pretenden fallidamente contar viejas memorias, mi oído permanece atento
a cualquier significado interpretable, a cualquier frase coherente, a cualquier
historia a girones que poder coser para alcanzar significado. Tú háblame, papá,
aunque muchas veces no me digas nada.
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