Tal vez una de las peores consecuencias de los tiempos en los que nos movemos, sea que nos hemos acostumbrado a sospechar de todo, a buscarle una segunda lectura a todo cuanto acontece, a pensar que, si no nos engañan, cosa de la que estoy firmemente convencido, no nos cuentan toda la verdad, o nos cuentan solo aquella verdad que interesa a quien interesare, y de esto sí que estoy absolutamente convencido.
Me preguntabas el otro día por un
emblema de los tiempos modernos y por qué. Hay muchos; los avances en
tecnología, en medicina, en confort, son tan evidentes que es difícil
ignorarlos. Todo depende de sobre qué aspecto de la vida quieras poner la lupa
para encontrar ese hecho, ese elemento diferencial que pueda representar al
evento social que patrocines.
En mi caso lo tengo claro, por
todo lo que ha significado, por todo lo que ha aportado, el elemento que ha
logrado una sociedad diferente es el coche, es la capacidad individual de
desplazarse, es la liberación de las ataduras económicas y colectivas para
moverse, la capacidad de ir y venir sin necesidad de supervisión, sin permiso.
El paso del caballo, que
necesitaba espacio, manutención y dedicación, al coche, concretamente al coche
familiar, fue definitivo en la evolución de la sociedad, en alcanzar unos
límites de libertad individual insospechados hasta ese momento.
No se trata de entronizar a Henry
Ford en los altares de los derechos humanos, entronización por otro lado
problemática, se trata de observar con rigor como el vehículo se convertía en
el símbolo del progreso y de la libertad. Curiosamente era en los países
socialistas, en los lugares en los que existía una libertad cuestionada, donde
el movimiento no era libre, donde el vehículo se convertía en un privilegio de
las élites del sistema.
Recuerdo, con cariño por las
personas a las que evoco, con arrobo por la inocencia de los personajes, una
anécdota de mis años infantiles. Dolores, mi añorada Dolores, era una señora
que nos cuidaba los fines de semana por la tarde. Con ella íbamos al Retiro, si
el tiempo acompañaba, a los cines de sesión continua, si la lluvia impedía el
disfrute del aire libre, o simplemente nos quedábamos en casa viendo la
televisión que en aquellos días no hacía la pausa de tarde.
El caso es que Dolores convivía,
allá por Arturo Soria, con su hija, su yerno y los hijos de estos. Su yerno,
del que no recuerdo el nombre, hablamos de mediados de los sesenta, trabajador
en una “fábrica”, no recuerdo de qué, obrero especializado, decidió invertir
parte de sus emolumentos en la adquisición de un coche, creo que un Dauphine, que
una vez adquirido aparcó, sin problemas dada la escasez del parque móvil, a la
puerta del portal de su casa. Y allí permanecía, día tras día, sin moverse, el
vehículo que todos los fines de semana recibía los cuidados de aseo y arrobo de
su propietario.
El yerno de Dolores nunca
aprendió a conducir, y cuando, ocasionalmente, vacaciones, algún puente, la
familia decidía ir al pueblo, o a alguna playa, contrataba a un chofer que
hiciera el viaje. Pero era libre. No dependía de los billetes y horarios de los
trenes, de los autobuses, y además había ejercido esa libertad comprando un
elemento que para él la representaba. Era su coche, aparcado junto a su casa y
el simple hecho de que estuviera en la puerta cada vez que `pasaba, reforzaba
su sentido de libertad, de independencia.
Hoy, observando la ferocidad
recaudatoria que los gobiernos ejercen contra los coches, las leyes cada vez
más restrictivas a su uso, la invocación que, para justificar esas actitudes,
se hace a la seguridad de los usuarios, o al cambio climático, al que
argumentan que contribuye, aunque ni un solo estudio serio lo considere un
factor determinante, no puedo evitar cuestionarme si tras todo ello no habrá
alguna otra razón oculta.
Las limitaciones de velocidad en
carretera, no solo son recaudatorias, son terriblemente peligrosas ya que
contribuyen al aburrimiento y descuido de los conductores. Las limitaciones de velocidad en ciudad, no
solo son inútiles, si no que aumentan las emisiones de los vehículos equipados
con elementos filtrantes que necesitan de una mayor velocidad y temperatura para
que su función se desarrolle correctamente. Las restricciones de movilidad, no
por estado del vehículo, no por su real efecto contaminante, por año de fabricación,
que es un criterio absolutamente ficticio, pero cómodo de controlar y rentable.
Y ahora promovemos medios
alternativos de movilidad que no son utilizables por todos los ciudadanos, o
que son propiedad de marcas, empresas y fabricantes que hacen su agosto con un
producto obligado por la ley. Porque, no nos llamemos a engaño, al menos de
momento los vehículos de nuevas tecnologías son inalcanzables para el ciudadano
medio, por no comentar esa extraña limitación de alcance que los hace
inoperantes para desplazamientos medio-largos.
Impuestos a las carreteras,
impuestos a los combustibles, multas de todas clases y colores, casi por
cualquier cosa, tasas de circulación, revisiones periódicas en centros
administrativamente autorizados, controlados… el flujo de dinero del vehículo
hacia las administraciones parece inacabable, coercitivo, por momentos, por
estratos sociales, inasumible.
Que quieres que te diga. A mí no
me cuadran los argumentos y sus logros. A mí no me cuadra el que los
perjudicados por esas medidas sean los de siempre, de la clase media para
abajo, aunque nadie parezca advertirlo.
¿Y si al final resulta que de lo
que estamos hablando es de libertad? ¿De recortar la libertad individual de los
ciudadanos? Por su bien, por supuesto,
como no podía ser de otra manera.
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