martes, 8 de junio de 2021

Cartas sin franqueo (XXXIII)- El perdón

 Me preguntabas, en nuestra última charla, sobre el perdón, sobre la necesidad de que se exprese, sobre su capacidad balsámica para cerrar heridas propias, y ajenas. Supongo que me hablabas de un perdón de ti para mí, íntimo, social, y no del perdón religioso que nos enseñaron desde niños.

Verás, el perdón religioso parte de la culpa, y yo raramente, salvo en actos de extrema gravedad, creo en la culpa, y menos en la culpa como ofensa. No, yo creo en otra correlación de causa efecto, en otra evolución de la conciencia. Es más, yo creo en una conciencia que emana de la consciencia, de la comprensión de las consecuencias, lo cual nada tiene que ver con el error, con la culpa, y en el alivio que supone ese reconocimiento del daño, de los daños.

Inevitablemente, el perdón debe de ser pedido, y debe de ser otorgado, aunque esto no sea imprescindible, lo que supone un reconocimiento del daño y, una vez reconocido, su encierro en un lugar oculto y casi inaccesible de la consciencia, porque, igual que no puede existir perdón sin la consciencia del daño causado, de nada sirve sin que el dañado sea capaz de restañar la herida y pasar la página, o, al menos, de que se le dé la oportunidad de que lo consiga.

Hay personas que consideran que el perdón lo trae el tiempo, yo no lo creo. El tiempo, sin perdón, solo consigue que las heridas cierren en falso, y eso lleva, inevitablemente, a que supuren con cierta frecuencia, a que no cicatricen jamás.

Seguramente esta actitud, esta forma de proceder, parte de un rubor equivocado, de una timidez errónea, sobre la asunción de errores. No somos muy dados a aceptar que  nos equivocamos. No, al menos, sobre hechos concretos. Nos es más fácil decir que todos cometemos errores, inclusivamente, que decir cometí un error concreto, un error con fecha, hora y caras, porque el primero solo es un lavado de cara y el segundo exige la consciencia del acto.

Así que, y en contra de lo que es habitual pensar, yo no creo que haya que pedir perdón por nada que se haya hecho, por unos actos concretos, dando a entender un error en nuestros actos  que no siempre sentimos, que no siempre asumiríamos, porque nuestros actos, por muy puros, o simplemente justificados, que nos parezcan, pueden causar, causan, daño. El perdón hay que pedirlo por los daños causados a personas que casi nunca hemos querido dañar, que casi nunca hemos tenido en cuenta, y esa es la mayor representación del daño, en el momento en que nuestros actos los dañaron, la ignorancia hacia los dañados, su ninguneo.

El tiempo, de momento, no tiene vuelta atrás. Avanza inexorablemente y nosotros debemos de vivir con nuestros actos, nos gusten o no, pero el perdón nos permite, si no reparar el dolor causado, al menos expresar nuestro pesar por ese dolor y obtener la comprensión del afectado, o, al menos, hacerle saber que hemos llegado a la consciencia de las consecuencias de nuestros actos.

Si en la confesión religiosa, acto directamente imbricado con el perdón, hacen falta tres pasos, el arrepentimiento, la confesión misma y la penitencia, en el acto laico equivalente esos pasos serían la percepción del daño causado, la solicitud de perdón del agraviado, y la reparación de ese daño, si fuera posible, que habitualmente no lo es.

No, no es fácil pedir perdón, como no es fácil perdonar, pero tampoco es fácil, si es que es posible, olvidar y sin embargo esa es la aspiración del perdón, o, cuanto menos, lo es lograr un recuerdo lo menos doloroso posible.

Veía hace poco, en una serie española sobre el País Vasco, “Patria”, un magnífico desarrollo sobre este tema. Como la esposa de la víctima y la madre del asesino iban pasando del odio a la comprensión, al perdón, como único bálsamo posible para poder continuar con una vida que dentro del odio ya no tenía sentido.

 Hay quién piensa en el perdón como en una especie de reparación de algo sucedido, una suerte de vía alternativa a la venganza, pero el perdón verdadero no es eso, el perdón real, a lo único que puede aspirar es a una atenuación de la memoria que permita arrinconar el dolor por el daño recibido, por el daño causado, y evite su continua intromisión dolorosa en la vida cotidiana.

Decía un amigo mío que decidir es morir un poco, yo, siguiendo el mismo camino, diría que pedir perdón, perdonar, es mejorar la vida un poco, y la vida lo merece.

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