"Si puedes soñar sin que los sueños te dominen;
Si puedes pensar y no hacer de
tus pensamientos tu único objetivo;
Si puedes encontrarte con el
triunfo y el fracaso,
y tratar a esos dos impostores de
la misma manera.
Si puedes soportar oír la verdad
que has dicho,
tergiversada por villanos para
engañar a los necios.
O ver cómo se destruye todo
aquello por lo que has dado la vida,
y remangarte para reconstruirlo
con herramientas desgastadas.”
Rudyard Kipling
El otro día, charlando, me
contabas de la inmensa necesidad que sentías de sentirte feliz, dando por
sentado que no lo eras. No seré yo quién te discuta tu derecho a serlo, ni
siquiera seré yo quien ponga en cuestión tu infelicidad, pero sí que voy a ser
yo quien te anticipe que la felicidad es uno de los estados imperfectos del
hombre.
Tal vez esta afirmación te pille
por sorpresa, tal vez, pero tengo la intención de explicarme.
Todos, absolutamente, todos,
ponemos como condición para ser felices una serie de logros, una relación de
frustraciones que, al menos aparentemente, impiden esa felicidad ansiada, pero,
si lo pensamos con un poco de detenimiento, comprobaríamos que una vez
alcanzados esos logros, otros, que en este momento ni nos planteamos, vendrían
a sustituir a los actuales en la construcción de esa infelicidad indeseada.
La felicidad no existe. La
felicidad es un estado transitorio, inestable, que gratifica un logro, que
permite disfrutar intensamente de una serie de circunstancias que nos son
favorables, pero que no pueden permanecer indefinidamente. La felicidad, tal
como la buscamos, es un mito literario que no se puede dar en la vida real.
“Vivieron felices y comieron
perdices”, dicen muchos cuentos en uno de esos latiguillos con los que solemos
rematarlos. No me lo creo. ¿Significa eso que ni Blancanieves, ni la Cenicienta,
ni la Bella Durmiente, tuvieron en el resto de sus vidas ni un solo
contratiempo? ¿Ni una discusión con el Príncipe? No me lo creo, que no.
Si hablamos de la felicidad en el
amor, que suele ser la primera que se nos viene a la cabeza, solemos cometer el error de pensar en una
felicidad compartida con nuestra pareja ideal, lo que nos lleva a dos
posibilidades, cada una de las cuales es más aberrante que la otra. La primera
es pretender que aquella persona con la que intentamos compartir esa felicidad
sea como la de nuestro ideal, lo que nos lleva a ser infelices en nuestra
búsqueda y, más que o, a hacer infeliz a la otra persona cargándola con la
responsabilidad de nuestra infelicidad, mediante el permanente intento de
lograr que sea lo que no es. La otra desafortunada opción es una búsqueda
permanente, desasosegante, de la pareja perfecta que la convivencia frustra de
manera contumaz. Porque si hay una fuerza que rompe sueños de una forma
demoledora, esa es la rutina, los hábitos convivenciales que erosionan y dejan
al aire los alambres de acomodo, resignación, acatamiento de reglas
sociales y sometimiento que en muchos
casos traman hogares en los que la felicidad es un mito.
Podríamos hablar de otras
felicidades, en nuestras aficiones, en nuestro trabajo, en nuestra vida social,
pero seguramente hablaremos de felicidades sinónimas, seguramente hablamos de
satisfacción, de éxito, de riqueza, de aceptación.
Así que convengamos que cuando
hablamos de felicidad debemos hablar de, al menos, tres felicidades diferentes,
que vamos barajando según nuestra insatisfacción, o satisfacción, del momento.
La primera, la más evidente, es
la felicidad como ideal, como búsqueda permanente de un objetivo que nos hace
superar el día a día, que nos hace intentar superarnos para arrastrar a nuestro
entorno hacia ese estado de superior satisfacción. Sin duda, y asumido que es
inalcanzable, es un motor irremplazable para lograr una vida en positivo.
La segunda, las más real, la más
accesible, es la felicidad del momento. Es esa felicidad de corto recorrido que
se mueve en el entorno de un instante vital especialmente satisfactorio. Es la
felicidad del beso correspondido, del objetivo logrado, del premio obtenido, de
la percepción de las cosas bien hechas, de la autocomplacencia justificada. Es una
sensación cálida, de plenitud, satisfactoria y efímera. ¿Cómo podríamos ser
felices si no fuéramos, antes y después, infelices, o, desdramatizando, no
felices?
La tercera, esa que perseguimos
como pollos sin cabeza, esa que en muchas ocasiones nos provoca la infelicidad,
es la felicidad vital. Es la búsqueda de un estado permanente de satisfacción,
es la negativa misma de la posibilidad de ser feliz. Nadie puede ser feliz
permanentemente, porque entonces no existe la felicidad. La única, la más
plausible felicidad, el más accesible sentimiento de satisfacción, no puede ser
otro que la aceptación, la valoración, de lo que tienes, de lo que eres, de lo
que te rodea. El disfrute a tumba abierta, sin restricciones, sin recelos, de
tu propia vida.
Si, ya sé, habrá quién considere
que yo hablo de una felicidad que en realidad se llama conformismo. Bueno,
quién piense en esto o no ha entendido nada, o es muy desgraciado. La única felicidad
vital a la que podemos aspirar es la aceptación del pasado, el disfrute del
presente y una expectativa ilusionada del futuro. En otras palabras, y como
apunta Kipling, el logro de aceptarse a uno mismo, y al propio entorno, sin
caer en el engaño.
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