lunes, 11 de enero de 2021

El desarraigo

Me comentabas sobre el desarraigo, sobre esa actitud tan española que, aunque no es ajena a otros lugares, a otros pueblos, entre el nuestro alcanza cotas de éxtasis y perfección.

Me pregunto a veces, con esa suerte de preguntas que nacen al albur de una respuesta conocida, si una de las características primordiales de la mediocridad presente es la necesidad patológica de ningunear, cuando no de enfangar, cualquier brillo que provenga del pasado.

Enfangar cualquier brillo que pueda entrar en contradicción con un criterio único, inamovible, de valores, mediante la aplicación de criterios que ellos mismos determinan, ajenos a la época en la que los aplican y que permiten convertir en un error, o en un horror, cualquier suceso sacado de contexto.

Y no se trata de defender las actuaciones históricas más problemáticas, más enfrentadas al sistema actual de valores, que no era el de entonces. No se trata de hacer héroes patrios, no se trata de nombrar prohombres o buscar virtudes heroicas, con las que ensalzar una patria de valores añejos, inapropiados para los tiempos que corren. Ni de todo lo contrario. Se trata de saber quiénes somos y cómo hemos llegado a serlo. Y es precisamente por eso, porque se trata de saber y no de ser, el desarraigo resulta aún más patético, aún más culpable, aún más mediocre.

Claro que sé la respuesta. Tan claro como es mi convencimiento de que la respuesta es de dominio público, que está, más o menos profundamente enterrada, según criterios que nada tienen que ver con el mérito, en la mente de todos los que actualmente penamos en este extraño país que tiende a negarse a sí mismo. Que siente la necesidad, permite y jalea, cualquier negación de su identidad histórica.

Como es patético observar el desarraigo de los que pretenden hacer brotar de tal actitud una nueva idea universalista, pretendidamente universalista, que parte de un mosaico de actitudes que son incapaces de compartir espacio, que no tienen en común otra idea que no sea una negativa a lo existente, a lo existido.

¿Le podríamos llamar, en una pingareta léxica, nacional-universalismo? Porque al parecer la contradicción semántica de los términos, su perversión, su vaciado significativo, no está entre los obstáculos de los promotores y está clara su advocación nacionalista (nacional-aislacionista), y su predicamento, de predicar, que no de dar trigo, universalista.

¿Se puede construir una nueva identidad renunciando a todo lo anterior? ¿Por qué? Por supuesto que se puede, siempre y cuando no se contemple otro fin que el ensalzamiento de los promotores y no se pretenda otro horizonte de supervivencia que el tiempo en que estos puedan medrar.

 No puede haber nada que privado de sus raíces resista al tiempo, ya que no podrá crear una huella que impregne la memoria colectiva, no podrá generar un impulso que perviva más allá del impulso inicial, ni puede basar su continuidad en ninguna tradición compartida, y, sabiendo de antemano que su mediocridad no acepta la palabra tradición como sinónimo de conducta ajena a sus pretendidos valores, aclararé que uso el vocablo tradición como costumbre secular, colectiva, cuya evolución se acompasa a la evolución de los valores despojados de las modas pasajeras. O, en otras palabras, poso histórico.

Por no hablar de que tal actitud  concita múltiples movimientos, contrarios unos, escépticos otros, racionales los más,  que suelen ser de mayor representatividad que el de los promotores del desarraigo.

Respecto al por qué, se me ocurren dos respuestas. La primera porque su soberbia solo entiende del presente porque ellos son presente, y su ausencia, en el pasado y en el futuro, hace que ese pasado ajeno les resulte molesto, prescindible, inadecuado, y no les interese el futuro salvo para ser invocado como justificación de sus actitudes.  Todo parte, así visto, de una enfermiza necesidad de sentirse protagonistas de la historia, de que el mundo reconozca su pretendida brillantez, de vivir en el mundo que quieren construir(se), y apartan a manotazos, a manotazos ideológicos, a manotazos sin sentido, a manotazos de ignorancia, todo aquello que pueda apuntar a diferente, disidente o polémico. Tengo un segundo argumento, un segundo por qué, aunque no tengo claro que no sea el mismo que el primero, porque su mediocridad intelectual, ética y social les impide aceptar nada que no esté contenido en su endogamia, que esté más allá del perímetro de su ombligo.

Pero todo lo que es arriba es abajo, tal como decían los principios alquímicos, y por tanto esa misma actitud que mantienen a nivel nación, estado, país,  esa misma intransigencia mediocre, de valores axiomáticos, y por tanto no discutibles, de verdades absolutas, de intransigencias inamovibles, la llevan a su día a día, a su entorno, convirtiendo la convivencia en un irrespirable ambiente de absolutismos sin salida, de debates sin contrapunto, de fundamentos irrebatibles que no conducen a otra cosa que una versión contraria del inmovilismo que se supone que pretendían combatir.

No, por mucho que una parte de la sociedad esté decidida a comprar la idea, a apoyarla, a darle su respaldo, mi percepción me dice que ese desarraigo no es más que la búsqueda inmovilista del progreso, de un progresismo inmóvil, de postureo, ajeno a las realidades de una sociedad necesitada de soluciones reales. Ni aunque fueran mayoría, ni aunque fueran abrumadora mayoría, yo dejaría de pensar en dos frases rotundas.

“Cien mil millones de moscas no pueden equivocarse, coma mierda” decía una frase mítica del mayo del 68. Ni aunque lleguen a ser una abrumadora mayoría.

“Como no vamos a ser inmovilistas si ya hemos llegado”. Blas Piñar. Leído en un muro de la biblioteca del campamento militar situado en El Ferral del Bernesga, CIR 12. Creo que es una de las frases más brillantes, más esclarecedoras, que he encontrado en mi vida y que resume en unas pocas palabras la soberbia del que se cree en posesión de la verdad, de la razón más allá de las razones.

No. Aunque me llamen vetusto, viejo o desnortado, (o facha), yo seguiré mirando a mis raíces. Sin juzgarlas, porque ese juicio habría de celebrarse en el momento de los hechos, sin negarlas, porque aunque lo haga habrán sucedido, sin añorarlas, porque los tiempos y los valores han cambiado. Simplemente aceptándolas y sabiendo que en algunos de esos hechos, conocidos unos, desconocidos la mayoría, había algún antepasado que formaba parte del suceso, equivocado o no, con una actitud compartible, o no, paro sin duda allí estaban mis raíces, y conocerlas, y asumirlas, me ayuda a conocerme y a superarlos. Y a esperar un futuro con otros errores, porque los ya cometidos han sido superados.

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