lunes, 11 de enero de 2021

El discurso perverso y el concepto pervertido

En la sociedad actual, puede que a lo largo de la historia, es costumbre inveterada tomar el síntoma como si fuera el mal, lo que permite al mal prosperar sin que nadie le ponga una barrera eficaz. Es el la perversión del discurso que oculta el concepto pervertido.

Los recientes, actuales, sucesos en Washington han encendido los medios de comunicación, siempre tan pulcros y alineados, y las redes sociales, siempre prestas al insulto y la descalificación como único argumento válido. Donald Trump es un loco. Seguramente, pero en todo caso es un loco con varios millones de votantes y un poder de convocatoria que no tienen la mayoría de los que lo critican. Donald Trump es un fascista, descalificación, o calificación, que de tanto usarse ya no significa nada. Lo que sí es, es un supremacista, un tipo de valores sociales dañinos y que puede tener lugares comunes con el fascismo. Donald Trump es un populista, claro, y Maduro, y Morales, y Bolsonaro, y Boris Jhonson, pero todos ellos están en este momento al frente de los gobiernos de sus países. Esos y muchos más, tal vez más discretos pero no menos dañinos.

Pero Donald Trump no es el mal, es el síntoma. El populismo, que comparte con otros muchos líderes mundiales, no  es el mal, es el síntoma. La enfermedad, el mal que asola un mundo que se cree libre, que se cree modélico, es el retorcimiento de los valores. La enfermedad es la práctica, en todo el mundo, del discurso perverso para lograr la perversión de los valores. La enfermedad es la degradación de las ideologías manejadas por líderes cada vez más mediocres, cada vez más entrampados con un populismo perverso, cada vez más alejados de la gente a la que dicen querer representar. Desde sus atalayas parlamentarias, gubernamentales, asamblearias, pretenden hablar en nombre de un pueblo, de una ciudadanía, de un colectivo humano, que está muy lejos de sentirse representado por ellos.

Hace ya muchos años, desde que se instauró en la antigua Grecia, que el concepto de democracia ha sido pervertido por intereses y valores que nada tienen que ver con ella, que la democracia parece ser un sistema en el que se invita a votar con el único objetivo de arrogarse una representatividad que, ni por número de votos obtenidos, ni por complejas operaciones matemáticas que otorgan mayorías, ni por perversiones territoriales de la representatividad, pueden reclamar legítimamente los pretendidos electos. Ninguno.

Y cuando la mayoría de esos ciudadanos de a pie, sin ideología reconocida, sin carnet de partido o sindicato, sin el odio necesario para afiliarse a ningún partido o movimiento afín a las ideologías, se siente ninguneado desde el gobierno, se siente aludido cuando desde un escaño, y en su nombre, se invocan y promueven valores contrarios a los que sustenta, se siente humillado cuando al intentar mostrar una discrepancia se le insulta, se le ningunea, se le muestra odio, cuando desde las estructuras de poder pretenden arrogarse una verdad no compartida, en su nombre y con su voto, cuando se siente acorralado, amordazado, regañado, desde unos medios de opinión que comparten las consignas del poder o del contrapoder, es entonces cuando el populismo se hace fuerte, es entonces cuando el ciudadano, pervertida su percepción de la realidad por los perversos discursos de líderes de cartón y con hilos, es capaz de votar, por desesperación, por hartazgo, por pura frustración, contra lo que, en condiciones normales, serían sus valores de referencia, es capaz de votar opciones populistas con las que no comparte más que el enunciado de los problemas. Es capaz de creer que la verdad está en Trump, en Maduro, en Abascal o en Iglesias, aunque solo sea porque dicen lo que quiere oír, lo que ansía oír, sin importarle un ardite las consecuencias de su acto. Y eso es, al fin y a la postre, el populismo, la capacidad de decir lo que la gente quiere oír sin que importe lo más mínimo si lo que se dice, si lo que se pretende decir, lo que se quiere hacer para ponerlo en práctica, es viable, es ético, es beneficioso.

Y, sin necesidad de escarbar, sin necesidad de pararse a investigar, si hacemos una breve enumeración de los valores pervertidos por discursos engañosos, interesados, perversos, podremos comprobar que todos los conceptos enumerados son valores imprescindibles para lograr un mundo más humanamente aceptable: La democracia, la igualdad, la libertad, la justicia, la equidad, la fraternidad y, en definitiva, la convivencia.

Es una vieja táctica del poder por el poder, enfrentar para evitar tener que dar explicaciones, que permitir derechos, que ser puesto en cuestión. El poder absoluto, alternativo pero absoluto, de las ideologías al que llevamos ya décadas sometidos, no es muy diferente del poder absoluto, omnímodo, voraz, de las tiranías de cualquier tiempo. Eso, sí, con votaciones, con alternativas, perfectamente medidas y previsibles, y con la solución de los populismos para que nos dé mucho miedo elegir. Permitir, de vez en cuando, en realidad, promocionar, un Trump, un Abascal, un Bolsonaro, un Putin, un Iglesias, un Maduro, o un Morales, permite mostrarle al mundo lo peligroso que es salirse de lo políticamente correcto, aunque, en realidad, ellos sean una consecuencia de lo políticamente correcto.

Y para ello, y por ello, el discurso perverso, el concepto pervertido, son las grandes armas del poder. Las palabras vacías, los valores vaciados, retorcidos, irreconocibles, con los que nos van adoctrinando día a día, sin descanso, desde los gobiernos, desde los medios de comunicación, desde las redes sociales, desde nuestra falta de compromiso con nosotros mismos.

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