Es importante nacer en el lugar adecuado, aunque no está claro que tal hecho pueda elegirse de forma libre, o de ninguna otra forma cualquiera. Y es importante porque sin duda el lugar de nacimiento marca a la persona desde antes de que pueda considerarse tal.
Los gallegos nacemos siendo
peritos en nieblas, maestros en climas nubosos y entes nebulosos que conviven
cotidianamente con nosotros. Somos expertos, por nacimiento, en manejar, casi
como quien quiere la cosa, sin darnos importancia, los límites de los universos
y traspasarlos multitud de veces en nuestra vida, hay días en nuestra vida que
varias veces, sin abandonar nuestra rutina ni considerarnos merecedores de
ningún pábulo o reconocimiento.
El gallego entra y sale de las
distintas realidades sin cambiar el paso, sin aspavientos, resortes, ni
artilugios que conlleven ningún tipo de puesta en escena espectacular o
ficticia. El gallego entra y sale de universos paralelos en el mismo acto y
desplazamiento que va a por el pan, al trabajo o a encontrarse con los amigos.
Seguramente alguien piense que
estoy reivindicando algún tipo de mérito o superioridad nacionalista para los
que hemos nacido en ese territorio sentimental recortado políticamente, pero no
es esa la cuestión. No es un hallazgo, no es un logro, es la consecuencia de
haber nacido donde lo hemos hecho y se mantiene durante generaciones aunque los
vástagos nazcan en otra parte. Somos peritos en nieblas, maestros en climas
nubosos y entes nebulosos porque nacemos entre ellos, en ellos, puede que de
ellos.
Tal vez por eso, seguramente por
eso, el cambio climático supone en el gallego, no solo en el gallego pero si
más en el gallego, una pérdida de su entorno cotidiano, una merma en sus
facultades inherentes, una languidez nociva en su discurrir diario. El cambio
climático nos ha llevado cambios perniciosos en lo habitual, en lo coloquial y
en lo íntimo.
El gallego, convenientemente
equipado interior y exteriormente, con su ropa de abrigo imprescindible sobre
el cuerpo y sus “sopas de cabalo canso” o su buchito de aguardiente haciendo de
giroscopio en sus entrañas, se lanzaba a su realidad cotidiana de traspasar
fronteras universales en sus desplazamientos habituales.
A través de la niebla, sumergido
en ella, podía visitar, visitaba de hecho aunque no de forma consciente,
diferentes universos mágicos sin que necesariamente se encontrara con sus
habitantes o percibiera el cambio. Andar por el mundo de las ánimas, por el de
las meigas, por el de los hombres, por el de las mágicas moras, y de nuevo y
alternativamente por cualquiera de ellos, para, finalizado el camino desembocar
de la nebulosa frontera en el destino y universo previamente determinados, es
una habilidad que a ningún gallego le es negada.
Claro que una cosa es tener una
habilidad, un talento, y otra muy distinta es ser consciente de ello, sobre
todo si se ejerce, si se utiliza de una forma tan espontánea. Si al final somos conscientes de que tal pericia
existe, de que tal maestría es ejercida, es porque algunos, ocasionalmente,
toman conciencia de lo extraordinario de lo sucedido. En unas ocasiones por el
encuentro inopinado con esos seres fabulosos que habitan en esos universos
accesibles, en otras por la simple deducción intelectual de las experiencias
ajenas.
Hay quien todavía cree, fuera de
los gallegos, por supuesto, que la famosa frase de que no se cree en las meigas
pero existen, tiene algo que ver con la tan aceptada, y celebrada, indefinición
propia del carácter del gallego, pero esto no es realmente así. “Las meigas no
existen”, en este universo, y cualquier gallego puede corroborarlo sin empacho alguno,
“pero haberlas haylas”, en alguno de los universos que hemos atravesado
traspasando los limites nebulosos que nuestro discurrir nos ha presentado, y
esto también podemos decirlo sin que nos tiemble la certeza.
Las “meigas néboas”, o meigas
neblinosas, usan los jirones de esas nieblas que entretejen los portales
universales para tomar cuerpo en el límite, en el finísimo límite, que señala
la frontera entre el universo de las ánimas, el universo de lo mágico y el de
los vivos, se supone que el nuestro, y conducir a las ánimas hasta San Andrés
de Teixido en Santa Compaña. No digo nada nuevo.
Pero el clima ha cambiado. Las
nieblas no son tantas, ni son tan densas como lo eran antes, cuando andar de
universo en universo era una caminata cotidiana. Las fronteras que se hacen
evidentes ya no se traspasan con la misma facilidad, con la misma inocente
inconsciencia de quien pudiera andar por el aire como si volara en el suelo.
Las meigas ya no consiguen la materia necesaria para hacerse corpóreas, las
ánimas no peregrinan a donde debieran, y el descreimiento procaz, la pérdida de
la pericia y los valores que todo ello conlleva, se va haciendo evidente.
Parece ser, aunque no acabo de
creérmelo, que hay unas mentes descarriadas que se dedican a crear nubes de
fuego para intentar suplantar a las perdidas nieblas. Ya lo dije, descarriados,
víctimas de una pérdida de valores que no pueden comportar nada bueno. A través
de las nubes de fuego solo se pueden visitarse universos infernales, ni
mágicos, ni cotidianos, y quién pretende visitarlos no vuelve.
Los gallegos nacimos siendo
peritos en nieblas, maestros en climas nubosos y entes nebulosos que conviven
cotidianamente con nosotros. Al menos hasta ahora. Ahora peritos en fuegos.
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