Hay episodios, como el de la
inmigración, que desempolvan los viejos fantasmas arrinconados en el fondo del
armario de la conciencia, pero nunca que nunca han sido superados ni olvidados.
La habitual, y deleznable, corrección política va logrando que nadie se exprese
libremente por temor a ser calificado como apestado social. Y curiosamente esto
se hace en muchos casos en nombre de una libertad que solo entienden los que se
consideran con derecho a dar certificados de libertad o corrección de
pensamiento a los demás.
Pero no trataban mis palabras de
hablar sobre la libertad, concepto escurridizo y excesivamente interpretable
según el gusto de quién lo menciona, que también. Mi interés era hablar sobre
los fantasmas que saca a la luz un episodio como el del barco llegado a
Valencia con su, carga me parece deleznable, pasaje de personas en necesidad.
Partamos de que tan loable es la
actitud del gobierno español como inhumana es la del italiano. Así, de entrada.
Pero de entrada el cambio de luz entre el exterior y el interior suele producir
una necesidad de adaptación para apreciar las formas correctamente. A veces eso
sucede también con los hechos. Necesitan de análisis y perspectiva para
apreciar todos los matices.
Eso no significa que justifique
el comportamiento de los italianos, pero tampoco que aplauda ciegamente el
español. El gobierno italiano tiró del populismo más rancio y deleznable para
denunciar una situación por la que se ve superado. El gobierno español tiró, en
unas circunstancias en la que su decisión le era popularmente favorable, del
populismo más buenista para ofrecer una solución a pesar de que la presión
inmigratoria, en muchos casos orquestada con fines políticos por nuestros
vecinos, puede ser tan insoportable como la que soportan otros países
limítrofes.
Pero una vez comentada la
posición política, la calle comenta, se posiciona y quiere hacerse oír. Y
quieren hacerse oír la parte de la calle que encuentra solo problemas y aquella
otra parte a la que todo le parece bien. Y, como siempre sucede, ninguna de
ambas partes es capaz de detentar la razón absoluta, y ambas partes tienen su
cachito de razón. Nada nuevo.
Todas las posiciones tienen su
parte de verdad y su parte de irracionalidad. Todas, excepto las que parten de
un odio irracional, o de un irracional estado nirvánico, deben de ser tenidas
en cuenta, escuchadas, contestadas y, en la medida de lo posible, satisfechas. Tal
vez, como casi siempre, es la desinformación a la que se somete a la población
la mayor causante de este prejuicio. Contra la mentira información veraz y
contrastable.
Argumentario negativo: No hay
dinero para acoger a tanta gente, quitan el trabajo y los recursos a los
nacionales, son delincuentes, forman guetos, no se integran, intentan cambiar
las costumbres e imponer las suyas, pueden ser terroristas, se les dan unos
privilegios superiores a los que obtienen los nacionales.
Argumentario idílico: El mundo
sería mejor sin fronteras, son personas que huyen del hambre y de la guerra,
rechazarlos es una actitud xenófoba y todo lo que se diga en su contra es
racismo, los países más ricos tienen la obligación absoluta de acogerlos.
Puede que me olvide alguna, en
ambos grupos, aunque creo que están los principales argumentos. Pero empecemos
a analizar.
No hay dinero para acoger a tanta
gente. Es cierto. España es un país con una economía limitada, con una
capacidad de generar trabajo poco flexible debido a su enfoque económico y a
las leyes tremendamente lesivas con la iniciativa privada, sobre todo con la
pequeña iniciativa privada. Pero siendo cierto también lo es que la mayoría de
los inmigrantes solo están de paso, que la mayoría o son devueltos a sus países
o buscan las economías más fuertes en el centro de Europa. Cierto, algunos se
quedan, algunos reciben subvenciones y ayudas. También es verdad que esas
subvenciones y ayudas son más visibles cuando son puestas en cuestión, pero, a
falta de información veraz, creo que es injusto confundir visibilidad con
privilegio.
Quitan el trabajo y los recursos
a los nacionales. Si, esto es cierto, pero con matices. Ocupan puestos de
trabajo. ¿Pero que sería de nuestros mayores y de nuestros hijos si no
tuviéramos inmigrantes que desempeñaran esas labores que ya pocos españoles
quieren desempeñar, y que los pocos que quieren ofertan a unos precios
inasequibles? ¿De dónde obtendríamos esa mano de obra no cualificada que
demanda nuestra sociedad llena de licenciados, doctorados y masters, reales o
ficticios, que olvida las necesidades básicas? ¿Cuántos puestos de
responsabilidad, cuantas empresas, chinos aparte, son de inmigrantes? De
inmigrantes de necesidad, se entiende. Por no hablar de nuestro campo
despoblado, de nuestra agricultura y nuestra ganadería ya casi inexistentes, de
esa España rural que busca habitantes con desesperación e incentivos para no
desaparecer. Y, ya puestos ¿Quién va a contribuir con el estado para que
podamos cobrar nuestras pensiones en el futuro? ¿Los ya casi inexistentes
nativos o los inmigrantes y sus hijos integrados en una sociedad tan decadente que no se preocupa de su
futuro?
Son delincuentes. Si, e
ingenieros y literatos y padres de familia que se niegan a ver morir a sus
hijos de hambre, reclutados por el señor de la guerra local o simplemente reos
de faltas de oportunidad por nacer en un rincón del mundo despojado de sus
bienes y derechos. Entre tanta gente, entre tantos hombres, mujeres y niños,
¿la proporción de delincuentes y personas normales es diferente a la de otros
grupos humanos? No, otra cosa diferente es que muchos de ellos acaben
delinquiendo por falta de integración, de oportunidades o por la presión del
ambiente cerrado en el que acaban moviéndose. Desgraciadamente los inmigrantes
delincuentes, al menos los más peligrosos, los más letales, no vienen en
patera, vienen en avión y pertenecen a mafias internacionales. Pero a esos no
los cuestionamos. A esos no les llamamos inmigrantes ni nos oponemos a que se
queden con las grandes y lujosas casas de nuestras costas y ciudades o encarezcan
y perviertan todo lo que está en su entorno.
Forman guetos. Claro. Como todos
aquellos que llegan a un lugar en el que son extraños. Buscan a los iguales
para que su vida sea un poco menos dura. Y más si los que los reciben tampoco
están muy por la labor de integrarlos porque desconfían de sus intenciones, de
sus motivos y de su presencia. Yo también lo haría. Yo también lo he hecho.
No se integran. Y este sí es un
problema, porque los hay que no logran integrarse y otros que tienen a gala no
intentarlo. La integración es difícil. Aceptar costumbres ajenas, idioma
desconocido, leyes que son extrañas. Solemos ser poco tolerantes con lo que no son
como nosotros. Solemos ser, incluso, agresivos, poco permisivos. Pero también
es verdad que deberíamos ser inflexibles respecto a aquellos que llegan
intentando imponer lo suyo sobre lo que ya existe. El equilibrio entre la
tolerancia y la defensa de lo existente es uno de los frentes en los que más
daño se hace. A veces, interesadamente, hay personajes públicos, cargos
públicos, que utilizan la tolerancia hacia lo ajeno como argumento a sus
personales cruzadas contra lo existente. Normalmente estas actitudes lo único
que consiguen es un rechazo que acaba siendo utilizado por los populistas de
signo contrario para promover la xenofobia entre personas que lo único que
quieren es preservar lo que siempre han, hemos, vivido. El conflicto de
promover conductas anti católicas con el argumento del estado laico, cayendo en
posturas laicistas es bastante habitual entre una izquierda desnortada y que
exaspera a una mayoría de la población.
Intentan cambiar las costumbres e
imponer las suyas. Creo que en el punto anterior se podría integrar este. El
problema, el daño, es comprobar que esta presión, partiendo de algunos
inmigrantes, que son minoría, anclados en posiciones intolerantes respecto a
las costumbres en sus países de acogida son utilizados, sin escrúpulo alguno,
por políticos para sus propios y, no confesados, fines, provocando, sin reparar
o sin importarles un ardite, un rechazo que promueve el racismo en personas
hasta ese momento ajenas a tal sentimiento. Tal vez en estos casos, en una
sociedad que funcionara correctamente, debería de invitarse al recalcitrante a
volver a su país de origen y al sinvergüenza que lo utiliza al ostracismo
político.
Son terroristas. Es difícil
argumentar contra esta afirmación. Es complicado desmontar un argumento que no
tiene ningún sustento aparente. Se refiere a inmigrantes musulmanes
integristas, que los habrá, no digo que no, pero que viendo las cifras de
atentados en Europa, el número de participantes en ellos, y comparada esa cifra
con la de inmigrantes que entran en un día en uno de los países europeos ¿Dónde
está el argumento? Viendo esas caras de esperanza de niños, de hombres y de
mujeres ¿Dónde está el odio fanático necesario para matar? De los terroristas
identificados ¿Cuántos eran inmigrantes directos y cuantos eran segunda o
tercera generación? Efectivamente, los terroristas se forman en nuestros
países, aprenden a odiarnos viviendo entre nosotros, abandonados a una educación
en la que los estados se inhiben más interesados en la falsa tolerancia que en
el futuro e integración real de esos ya ciudadanos, cuando no utilizados como
amenaza que permite ciertas actitudes de control y recorte de derechos, que de
todo hay. En todo caso es trabajo de los sistemas de seguridad llegado el
momento separar la paja del heno, y precisamente por ello es mucho más conveniente
rescatar y acoger, que permitir el acceso incontrolado.
Privilegios. Tal vez en este tema
es donde más se eche en falta la absoluta falta de transparencia y la absoluta
falta de credibilidad de nuestros políticos. ¿A que tiene derecho un inmigrante
ilegal? ¿Durante cuánto tiempo? ¿Cuál es su destino final? ¿Cuántos eluden los
controles? ¿Cuántos acaban trabajando ilegalmente por falta de oportunidades de
regularización? Todo se difumina tras una postura que según la ideología del
informante engaña en un sentido o en otro. Yo estoy convencido de que la
mayoría de los casos se ajustan a límites razonables. Tan seguro como seguro
estoy que hay abusos, aunque suponga que son menos. Este argumento, tan dañino,
tan difundido, tan utilizado, solo puede desmontarse con números reales, con
números al margen de ideologías.
En definitiva, a alguien que ha
sido inmigrante, como es mi caso, aunque haya sido interior, le cuesta
reconocer los argumentos xenófobos que, sin quitarles la parte de razón que
puedan tener, se llevan a unos límites donde la injusticia y la sinrazón son
evidentes. En este mundo en general, y en este país en particular, casi todos
somos, directamente o por descendencia, de un lugar diferente al que
inicialmente nos habría correspondido. Parece que olvidamos con cierta
facilidad los barcos rebosantes camino de Sudamérica, los trenes de la vendimia
hacia Francia o los de contratados hacia Alemania. El goteo incesante de
familias hacia las grandes ciudades. Yo recuerdo aquella Galicia en la que los
peones camineros eran mujeres, el campo lo trabajaban las mujeres y la
industria más tradicional era empleo de mujeres porque los hombres estaban
buscando el sustento en otros lugares. Yo también recuerdo vivir en un gueto
cultural entre originarios de la misma zona. Yo también recuerdo ser recibido
con mofa y tópicos por proceder de una región diferente. Yo también, y la
mayoría de los que me leen, soy inmigrante.
Analicemos ahora los argumentos
de signo y sentimiento contrarios. Los de aquellos a los que todo les vale con
tal de demostrar su superioridad moral y su buenismo contumaz.
El mundo sería mejor sin
fronteras. Claro, por supuesto, pero el problema es que existen y que obedecen
a una realidad legal que hemos aceptado. Cambiemos las leyes y deroguemos esas
líneas imaginarias, cuando no recalcadas por un muro o una alambrada, y
permitamos la libre circulación de bienes y personas. Pero teniendo claro
cuáles son las consecuencias, cual es el precio de un mundo idílico que no ha
preparado a sus habitantes para disfrutarlo y sí para pelear por su dominio. No
solo podrían entrar libremente las personas de bien, sería imposible la
seguridad colectiva, sería complicada la cobertura social porque los estados,
las naciones, las regiones se desvanecerían por falta de límites en los que
aplicar su influencia, y por tanto volverían el predominio del que fuera capaz
de ejercer más fuerza en detrimento de la sustentación de derechos por falta de
garantes. A veces hablar es hablar por hablar.
Son personas que huyen del hambre
y de la guerra. La mayoría, la inmensa mayoría, pero entre ellos habrá personas
que buscan mejores lugares donde ejercer sus habilidades delicuenciales,
incluso habrá personas que hayan venido con su mejor voluntad y a las que la
falta de oportunidades para progresar, o su menor habilidad para integrarse, o
la misma presión de su entorno y su necesidad acaben por empujarlos hacia la
parte más oscura de la inmigración frustrante, a la marginación, a la necesidad
y a la delincuencia. La falta de respuesta firme por parte de la sociedad, la
incapacidad flagrante de reaccionar de forma rápida y contundente para
erradicar el problema, la percepción por parte de algunos de que ser inmigrante es una situación
equivalente a estar dispensado de obligaciones y convertirse en una suerte de
mártires sociales, lleva al resto de la sociedad a rearmarse contra ellos y a
que se generen actitudes de rechazo.
Racismo y xenofobia. Estas palabras
se han convertido en una especia de banderín de enganche, de latiguillo
dialéctico, de muletilla argumental, para evitar entrar al fondo de los
problemas que se denuncian. Si consideras que la inmigración crea problemas,
que no puede acogerse ilimitadamente, que hay que ser tan inflexible en el
cumplimiento de las leyes con los que vienen como con los que están, es que
eres un racista, un xenófobo. Si consideras que antes de ayudar a los que
vienen convendría asegurar un futuro a los que nacieron aquí es que eres un
xenófobo. Si apuntas a que hay que ser intolerante con aquellos que aprovechan
su acogimiento para difundir su intolerancia eres un xenófobo, o un facha. Si
consideras que ciertos colectivos tienen un problema de comportamiento emanado
de sus costumbres originales que es incompatible con la sociedad que los acoge,
maras, integrismo, delincuencia organizada, mafias, y debe de ser prevenido y
tratado con rigor y agilidad eres un racista. Si tienes cualquier discrepancia
o postura crítica hacia cualquier comportamiento o actitud de los acogidos eres
automáticamente tildado de racista, de xenófobo, de facha, por una parte
instalada en la exquisitez moral, en la superioridad ética, en la por nadie
otorgada potestad de otorgar títulos de lo que se puede, o no, decir, hacer o
pensar. El gran problema es que son ellos los que hacen por la xenofobia, por
el racismo, más que todos los inmigrantes de la historia. No hay nada que fortalezca
más el racismo que la falta de rigor y de crítica. No hay nada más negativo que
el exceso de positivismo.
Los países ricos tienen la
obligación de acogerlos. Moralmente sí. Humanitariamente hablando, claro. Pero el
gran problema es que todo continente tiene una capacidad máxima de contenido. Los
recursos son limitados, las estructuras son limitadas, las capacidades son
limitadas, y ante una respuesta limitada, no por la voluntad, sino por la
realidad, la exigencia no puede ser ilimitada. En terminología popular existe
la gota que hace rebosar el vaso, tal vez el gran problema sea despojar al
problema de ideologías y tasar correctamente la capacidad real del vaso. Pero esta
solución siempre será políticamente incorrecta mientras los inmigrantes sean,
digan lo que digan, un arma arrojadiza que utilizar que utilizar
ideológicamente sin tener en cuenta a los seres humanos que despojados de
identidad por el fenómeno masivo al que pertenecen sufren y mueren cada día.
Me gustaría hacer ahora una reflexión
que resumiera todo lo antedicho. No soy capaz.
Solo sé, con tal firmeza que me
produce rabia, que cada muerto es un muerto innecesario, una víctima del
enriquecimiento inmoral de alguien, un reo de una partida mundial en la que los
jugadores ignoran sistemáticamente las muertes que provocan, una excusa
inexcusable para que los buenistas demuestren con descaro su inmoral
superioridad moral.
Solo sé, y a veces me cuesta, que
cada uno de ellos ha nacido, ha sufrido y, muchas veces, muere sin nada que me
lo justifique. Que cada uno ha dado y recibido amor de su entorno, que cada uno
de ellos tiene derecho a vivir dignamente. Cada uno de ellos, uno a uno, aunque
sean tantos.
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