A veces, sin buscarlo, se
encuentran las fuentes en las que algún tema que te preocupa ha bebido y
empiezas, inopinadamente, a entender lo que pasa a tu alrededor. Llevo mucho
tiempo denunciando mi absoluta incomprensión sobre lo que sucede en el ámbito
político y después de ver “Una Razón Brillante”, película francesa en cuya
crítica no voy a entrar, el mundo se ha vuelto mucho más comprensible para mí.
Trata la historia sobre un
concurso universitario de dialéctica, esa disciplina básica sobre la que es
fácil comprender al cabo de un par de discursos que ninguno de nuestros
personajes públicos la ha estudiado ni practicado en toda su dedicada vida. Este
conocimiento que era fundamental en las antiguas ciencias y que trata del bien
hablar, del bien exponer las razones, sigue siendo un saber apreciado y puesto
en valor en sistemas docentes algo más avanzados que el nuestro.
“Lo importante no es la verdad,
es conseguir tener razón”. Esta es la base de la película. Esta y las treinta y
ocho técnicas para conseguirlo descritas por Schopenhauer en su “Dialéctica
Erística o El Arte de Tener Razón”. Al cabo de veinte minutos para mí estaba
claro que estaba asistiendo a un curso acelerado de aplicación práctica en el
ámbito de la política.
Lo importante es tener razón. No
importan las consecuencias, no importan los medios, no importan las víctimas,
si conseguimos tener razón, que nos voten, imponer nuestro criterio más allá de
su autenticidad o idoneidad el objetivo habrá sido alcanzado.
Pensé inicialmente en Cataluña,
en todo el “procés” como claro ejemplo de una aplicación sobre el terreno de las
técnicas descritas, la última de las cuales se debe aplicar cuando se advierte
que todas las demás han fallado y se está a punto de perder el debate, y es la
descalificación, si es preciso brutal, del contrario. El insulto, la vejación.
¿Les suena?
Pero pasados esos primeros
instantes, esa identificación meridiana de unos hechos recientes, actuales, me
di cuenta de que la realidad es mucho más cruda, mucho más sangrante. Ninguna
ideología tendría la más mínima oportunidad de ser asumida por nadie si no
consiguiera previamente tener razón más allá de la verdad que contenga. Ninguna
persona con una autoestima básica puede seguir a alguien que no le convenza,
que no le demuestre tener razón. Pero dado que las ideologías se niegan unas a
otras, dado que cuando una sostiene algo, otra sostiene lo contrario, y algunas
de ellas más puntos intermedios en distintos grados, se puede llegar a la conclusión de que ninguna
tiene el más mínimo interés en otra verdad que la emanada de sus propias
razones.
La sublimación, que Schopenhauer
no pudo incluir en su libro pero me permito apuntar como anexo de esta forma de
deformar los hechos para apropiarse de la razón, es el mitin. Es esa exposición
exaltada de medias verdades, verdades a medias y mentiras constatables sobre
los argumentos del contrario que, además, colabora con su ausencia y falta de
respuesta. Es esa exaltación de la mentira razonable, trufada, en muchas
ocasiones, de insultos al oponente, destinada a la exaltación de los
convencidos y que no tiene otra finalidad que la apropiación de una razón que,
excepto para los ya captados, nunca pretendió ser verdad, si no simplemente
parecerlo.
Y si concluimos, que yo sí
concluyo, que nuestra política sigue el antiético guión que Schopenhauer
propuso. Si es no solo capaz de seguirlo, sí no que incluso lo supera, ¿Qué
clase de sociedad en valores pretendemos crear?, ¿vivir?, ¿transmitir?
Es cierto que el jamón se saca
del cerdo que se alimenta con la basura, pero me temo que éticamente no
conseguimos este último paso de la sublime transmutación. Nos alimentan con
basura y en cerdos nos quedamos, sin llegar a dar jamón, y, seguramente, en
muchos casos, sin ni siquiera pretenderlo.
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