Hay quién considera la firmeza
como una garantía de éxito. Yo no estoy tan seguro. Empeñarse en el error
cuando este es evidente demuestra falta de inteligencia o incapacidad de
reconocer la realidad. Lo peor es cuando el error y sus consecuencias se producen
a nivel de sociedad, porque entonces solucionar el problema creado puede costar
generaciones enteras.
Y en eso está esta sociedad
nuestra de hoy en día, rea de su propia incapacidad de evaluar correctamente,
víctima de las prisas de obtener resultados y convencida de que todo se puede
solucionar por la imposición y la represión.
Una sociedad en la que es más
importante un me gusta que una verdad, en la que se busca más un aplauso que
una solución, en la que se valora más un gesto que una idea, es una sociedad
mal equipada para enfrentar sus equivocaciones.
Y las cifras, pertinaces, ciegas,
inclementes, siguen hablando del fracaso de esas políticas puramente represoras,
que por otra parte es la única vía que exigen las fuerzas sociales y la única
que aplican los gobernantes de turno, y que llevan al aumento de la persecución,
del castigo, de la culpabilización.
Nos basta con elegir dos temas
dispares en su concepto, en su objetivo, en su ámbito, para comprobar que ese
tipo de políticas no solo no dan resultado, si no que provocan un daño que a largo
plazo será difícil de reparar: el consumo de alcohol en los menores y la
violencia de género.
Alguien, da lo mismo quién comete
los errores porque la culpable es la sociedad que se lo permite, decidió atacar
el problema del alcohol y su consumo por los menores. ¿Cómo? Con unas leyes
restrictivas de imposible cumplimiento. En el camino se saltaron a los padres,
a los tutores, a los educadores y se olvidaron de analizar cuales podían ser
las consecuencias y de que medios podían disponer para garantizar su aplicación.
Porque legislar es muy fácil, el papel, sobre todo el del BOE, todo lo resiste,
el problema es enfrentar la teoría con la realidad. Y la realidad es que a día
de hoy los jóvenes, incluso las jóvenas, se siguen emborrachando y accediendo
por primera vez a la bebida a edades que la sociedad considera inconvenientes.
El gran problema de la ley es que
solo se fija en su faceta represora, pero se olvida de la educación y de la
formación. Se olvida de que en España hay una realidad, y una tradición,
diferentes a los países anglosajones y del norte de Europa y que una medida
fundamental para mejorar el problema es compartir ese conocimiento. Enseñar,
educar, hacer entender. Pero eso choca, también con las políticas de consumo
que los gobiernos llevan a cabo favoreciendo a la industrias frente a los pequeños
productores capaces de ofrecer productos de mayor calidad y menos nocivos.
En España, y en los países
mediterráneos en general, el consumo de alcohol era un hábito familiar en el
que la tradición enseñaba desde niño a beber en los momentos y cantidades adecuadas,
y se bebía, sobre todo, alcohol fermentado, no destilado. Vinos, sidras, eran
de consumo familiar para combatir la sed y como celebración de algún evento, y
el objetivo nunca era emborracharse. Es más, ese consumo compulsivo propio de
los países anglosajones y nórdicos era contemplado con desprecio por la
sociedad. El alcohólico era un enfermo al que tratar con prevención y
conmiseración. O con desprecio y ostracismo si tenía un “mal vino”
La ley ha puesto en cuestión toda
esa labor docente y ha dejado al menor, habitualmente entre los trece y los
catorce años, solo ante su primera experiencia con el alcohol. Las tornas se
han vuelto. Ahora el más divertido es aquel que es capaz de beber más, de
emborracharse más, de perder el control más. El botellón, como rito iniciático,
garantiza al mismo tiempo el anonimato respecto a los adultos y la publicidad
de la actitud entre el círculo en el que se mueven. La autoridad competente se
limita a pedir algún carnet si ve oportunidad, a recoger a las víctimas de coma
etílico, demasiado frecuentes, y a multar a los padres a los que previamente le
ha quitado toda capacidad de intervención y prevención.
Beber mucho, cualquier cosa, sin
que ningún adulto se entere y para ser popular, podría ser el paradigma que la
ley ha creado. Pero la única vía que parece ser que se contempla para
solucionar el problema es endurecerla. ¿Y la educación? ¿Y la formación? No
producen rédito político y por tanto nadie las espera. Mientras nuestros
jóvenes beben cada vez más, cada vez antes, cada vez peores alcoholes que dejan
réditos en hacienda aunque tengan una calidad infame, y con la base de una
cultura que nos es ajena. No creo que haya mucho más que decir. Donde la
educación abandona en favor de la represión, el problema se agudiza, aunque las
arcas del estado se beneficien.
Respecto a la violencia
doméstica, ese terrible problema que nos convulsiona con una frecuencia
insoportable, creo que no hace falta otra cosa que exponer sin comentarios la
trama habitual del drama. Una parte de una pareja, habitualmente una mujer,
decide acabar la relación. Como consecuencia de ello la otra parte no asume la
decisión por lo que toma la determinación de acabar con la vida de quién quiere
separarse y a continuación con la suya. ¿A quién le aplicamos las penas, su
endurecimiento? Es absurdo, cuanto más duras sean las penas, cuanto más
desesperado se encuentre el posible asesino, menos eficaz será la ley. Una
persona acorralada, desesperada, desequilibrada no se para a pensar cuanto
castigo va a recibir, si no cuando va a encontrar su oportunidad. Suena
terrible. Es terrible.
¿Y las medidas preventivas?
Caras, difíciles de poner en marcha, nada que políticamente pueda interesar. ¿La
orden de alejamiento? Un brindis al sol. ¿Vamos a poner un policía a cada
posible víctima? ¿Cada dos? ¿Cada tres? No, imposible, por lo que el agresor
siempre acabará encontrando la oportunidad para cometer su salvajada. Tal vez
si en vez de centrarnos tanto en la víctima nos fijáramos un poco más en el
agresor encontraríamos posibles soluciones. No, por supuesto, ninguna
definitiva, pero alternativas que hagan menos inevitable el fatal desenlace.
Tal vez deberíamos iniciar una ficha especial del individuo que nos dé un
perfil de su nivel de violencia, de desesperación, de entorno, de
determinación, con el que podríamos trabajar desde la faceta psicológica, o
psiquiátrica, hasta una vigilancia electrónica bién planificada o, incluso, un
internamiento preventivo. No sé si sería eficaz, si sería posible, pero
seguramente es más sencillo e inmediato controlar al agresor que dejar la
suerte de la víctima al albur de lo que el destino determine.
¿Y educar en valores desde el
colegio? Imposible. Si lo propone el gobierno la oposición lo tirará abajo,
sean quienes sean unos y otros. Y encima es caro, y los resultados no sirven
para salir en la prensa, y cuando demuestre su eficacia pasará desapercibido
salvo para las estadísticas, ya que la norma se habrá hecho normal.
No. Endurecer la ley da votos,
aunque cueste vidas, aunque ponga en peligro otras. La represión es popular,
populachera, vendible, la educación es solo un concepto que políticamente no es
sostenible.
Como dirían los Hermanos Marx,
aunque nunca lo dijeran,: “Más madera”, “Más represión”. Lo otro, lo de la
educación y tal, cuentos de viejas.
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