Hay temas a los que es difícil
acercarse con ecuanimidad, y mucho más que esa ecuanimidad te sea reconocida
por alguien. Y lo es, fundamentalmente, porque en el mundo en el que nos desenvolvemos
se ha sustituido la ecuanimidad por la equidistancia. Es mucho más sencillo colocarse
de perfil y no darle la razón a nadie, y así de paso no tener que definirse. El
problema es que la equidistancia es, en primer lugar, cobarde, pero, sobre todo,
profundamente injusta.
Si, además de todo, el tema es de
los que se tratan habitualmente con una visceralidad digna de mejor fin,
entonces ya sabes, cuando tecleas las primeras letras, que nadie va reconocer
el esfuerzo de dejar las tripas fuera, alejadas de los dedos.
Y viene toda esta introducción a
que paseando el otro día por un pueblo castellano, de los de carámbano en la
nariz y sopa castellana para combatir el frío, vi en la torre de una iglesia, ya desacralizada, una
lista de nombres tachados groseramente, con pintura, pero en la que aún se
podían leer parte de los nombres, algún apellido, total o parcialmente, como si
quién hubiera perpetrado el acto de desmemoria quisiera ensañarse haciendo que
esta fuera, con ánimo de afrenta a los muertos y a los vivos que pudieran
sentirse señalados, un permanente
recuerdo al hecho de borrarlos. A nadie le gusta que se intente borrar la
memoria de un familiar, ni aunque sea un asesino. A nadie le apetece que sus
apellidos sean tratados con ignominia o saña, ni aunque los haya llevado alguien
que pueda merecerlo.
La aplicación torticera y
partidista que algunas personas, y algunos colectivos, están haciendo de la ley
de memoria histórica se parece más a un revanchismo ideológico o a un deseo de
perpetuarla para ganar a base de actos de odio una guerra que ya se perdió hace
muchos años y ya nunca podrá ganarse ni donde han de ganarse las guerras, ni en
ningún otro lugar porque la única victoria posible es el olvido de las
barbaries.
Parece ser que los que no
participaron en aquella contienda fratricida y terrible quieren volver a librar
las batallas desde unas trincheras ideológicas que solo entienden de parte,
pasando por encima de los muertos que fueron e incluso de los vivos que
quisieran que finalmente se haga la paz. No podemos hacer de una guerra
devastadora moral y económicamente que duró tres años una permanente sombra en
nuestras vidas y la referencia constante
para descalificar a cualquiera que piense diferente. No hay sociedad que lo
resista.
Nunca he logrado creer que fuera
una guerra de buenos contra malos. No lo creí cuando me lo intentaron enseñar,
en el colegio, algunos de los que la habían vivido y no lo creo ahora cuando
algunos que no la vivieron intentan obligarme a pensarlo.
Ni todos los que estuvieron en el
bando golpista eran unos fascistas asesinos ávidos de sangre, ni todos los del
bando republicano eran unos inocentes represaliados. Como en el dicho, en todas
partes cuecen habas. Lo primero que debería de lograr la ley de memoria
histórica es que no haya ni un solo muerto olvidado. En ninguna cuneta, en
ninguna pared de ninguna iglesia, en ningún monumento o calle, y, en lo posible
que todos los muertos tengan la historia que les corresponde, no por ideología,
si no por hechos que es la única memoria que debería de interesarnos.
A mí me encantaría encontrarme en
cada pueblo, en cada lugar, una placa, un monumento en el que se relacionaran
todos los muertos del lugar, sin importar bandos, ideologías, familias o
posición social. Y al lado otra de los asesinos, de los que se dedicaron en
ambos bandos a represaliar y matar a sus vecinos, también todos juntos, sin
importar bandos o ideologías, con las barbaridades más destacadas en su haber
para mayor escarnio y memoria. Cuando los inocentes estén juntos y los asesinos
a un lado, posiblemente habremos erradicado esta inclinación a la memoria de
parte que en realidad pretende ser una desmemoria, o una batalla más de una
guerra que algunas partes, por interés, se niegan a dar por acabada.
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