Si fuera un adicto de las conjuras
pensaría que hay una en marcha para que los ciudadanos abjuremos de la
democracia como sistema político deseable. Es más, una vez dicho en voz alta,
una vez implantado a nivel comunicación en mis neuronas, es posible que esté
empezando a sospecharlo.
Por más que miro a mi alrededor,
en todo el mundo civilizado, veo cada vez menos ejemplos de una aplicación real
de las esencias de la democracia. Incluso la utilización del término para
encubrir totalitarismos es una constante que descorazona. Son países, son
actitudes, son instituciones y reivindicaciones los que parecen empeñados en
vaciar de sentido la palabra, en secuestrar su significado, en hacer antipático
su planteamiento.
Se supone que la democracia, se
supone y se debe de tener claro, es el sistema por el que el pueblo, así, de
forma universal, sin restricciones de ningún tipo salvo la edad, se gobierna a
sí mismo mediante representantes elegidos libremente. El sistema por el que los
ciudadanos son capaces de tener voto y ceder su voz a aquellos que eligen para
que lleven hasta las asambleas de representantes constituidas su voz y su
sentimiento. Se supone, pero cada vez está menos claro que esto funcione como
debiera.
Esta forma de representación se
llama democracia parlamentaria, pero no es la única posible. También existe la
democracia asamblearia, una democracia en la que los votantes son convocados a
pronunciarse sobre cualquier tema sin representantes intermedios, sin cesiones,
sin concesiones a consideraciones de tipo ideológico. Tal vez esta sea la
verdadera democracia aunque tenga el problema de una cierta inoperatividad
porque cada decisión ha de ser discutida y votada con los problemas de
infraestructura a los que puede dar lugar. También existe una forma de aplicar un sistema mixto,
un sistema en el que el voto ciudadano no esté secuestrado para todas las
cuestiones durante el periodo de validez de una legislatura sin que tenga
canales para mostrar su disconformidad con las decisiones tomadas, teóricamente
en su nombre, por un representante que no les representa.
Es verdad que la democracia es un
sistema complicado que exige de una madurez ciudadana que, tendiendo la vista
alrededor, parece entre escasa e inexistente. Que produce vencedores y vencidos
y presupone la generosidad del vencedor representando al vencido y el
acatamiento sin rencores ni revanchas del vencido que confía en el vencedor.
¿Les suena?, a mí tampoco.
Cuando, y hablo ahora de España,
la forma, torticera y desilusionante, de aplicar el voto conlleva la
degradación del ciudadano a mero objeto votante, sin que exista una representatividad
directa, sin que exista un compromiso adquirido por el votado respecto a los
que lo votaron, sin que exista ninguna opción de reclamar a los elegidos por
parte de sus electores, porque ni hay correlación, ni hay voluntad, ni hay
complicidad, la democracia se convierte, se ha convertido de hecho, en un
término técnico sin ningún prestigio real en la calle.
La introducción de las ideologías
en el juego democrático, de los partidos que las representan, a ellas y no a
los ciudadanos, como única opción de representatividad, solo hace aún más
espeso, más artero, taimado y desilusionante el sistema. El ciudadano es
manejado, es utilizado, es olvidado en los tejemanejes institucionales sin que
nadie pretenda tener en cuenta su opinión, sus sentimientos o su voluntad. El
sistema electoral español está especialmente diseñado para eliminar cualquier
tipo de representatividad real, para cercenar de raíz cualquier posibilidad de
reclamar a los prepotentes, teóricos, representantes del pueblo cualquier
responsabilidad por sus actos o exigirles la representación real de la voluntad
popular.
Mientras unos se dedican a
decirle a los ciudadanos lo que tienen que pensar para poder ser personas de bien,
otros se dedican a buscar el mayor beneficio de ciertas élites próximas.
Mientras unos trabajan por una uniformidad moral según sus particulares
criterios, otros promueven una deformidad moral en la que nadie pueda sentirse
capaz de demandar rigor de ningún tipo. Mientras unos dicen actuar por el bien
de la humanidad y su futuro, los otros dicen exactamente lo mismo. Eso sí,
todos, sin excepción, pretenden decirle a los ciudadanos que deben de hacer, de
pensar, de votar y ninguno, absolutamente ninguno, está interesado en escuchar
lo que realmente piensan los votantes, los pretenciosamente llamados ciudadanos.
Esta insostenible falacia
representativa conlleva el desprestigio, la sospecha, la denigración
irremediable del concepto de democracia. Y tal vez no sea inocente.
El ciudadano, en realidad, y
dados los recortes de sus derechos y el secuestro de su voz, el votante o
contribuyente según las necesidades del momento del sistema, no tiene ya más
capacidad, respecto a su entorno, que elegir cada cuatro años entre unas siglas
herméticas y monocordes, seguidas de unos nombres, en su mayor parte
desconocidos, que saldrán elegidos según unos complicados procesos matemáticos
y unos repartos ininteligibles de representantes según la utilidad política de
una ley electoral donde lo único que no se contempla es el derecho del
ciudadano a elegir a quién tiene que representarlo y el acceso al nombre y
apellidos de aquella persona a la que debe de dirigirse para atender sus
problemas o necesidades, ya que los elegidos votarán según su ideología de
forma unánime y sin preocuparse ni por un momento de aquellos que los votaron o
sus verdaderas opiniones.
Llevo años clamando por las
listas abiertas, por la circunscripción electoral única. Voy a empezar a clamar,
en el desierto, ya lo sé, por la necesidad de incluir el referéndum para
ciertos temas en los que la ideología no es un parámetro válido para secuestrar
la voluntad ciudadana, suponiendo que la los ciudadanos no sea ya una especie
extinta.
La bochornosa, la alienante, la
repugnante escena de la votación en el parlamento sobre las enmiendas a la PPR
(Prisión Permanente Revisable), en la que diferentes facciones de teóricos
representantes de la población de este país
hicieron una demostración patética de lo poco, lo nada, que les importa
la verdadera voluntad popular utilizando, haciendo escarnio, de hechos
absolutamente aberrantes y luctuosos para su propio beneficio electoral, para
su propio enaltecimiento moral, para su propia justificación, injustificable,
salarial, me lleva a pensar que los ciudadanos, pocos o muchos, que aún
quedamos en este país tenemos una absoluta orfandad de representación pública.
Votamos y callamos. Pagamos para
que no nos representen y callamos. Nos llaman populistas, fascistas,
vengativos, o cualquier otra cosa, y callamos. Nos despojan de los derechos más
básicos y callamos. Legislan contra nuestros intereses, contra nuestra
voluntad, y callamos. Y callamos. Y callamos. Y callamos, y ya no esperamos
nada.
Huérfanos, frustrados, amargados
y callados.
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