Hay una canción popular que habla
de un barquito chiquitito que no podía, que no sabía navegar. Apenas dos
estrofas más adelante aclara: “Si esta historia parece corta, volveremos,
volveremos a empezar”. Es una canción sin fin, como la de los elefantes en la
tela de la araña o el cuento de la buena pipa.
Pero parece que esto del sin fin,
o el sinfín, que aunque no son sinónimos son sinérgicos a algunos fines, no es
solo propio de los tornillos, las canciones o los cuentos, que no solo afecta a
las máquinas de movimiento perenne, a la dimensión infinita del universo o al
eterno fluir de la existencia y la inexistencia. No, parece que la política en
su permanente disparate ha alcanzado también el concepto inabarcable de lo
inacabable.
Es verdad que sería tentador,
casi identitario, elegir el enredo elefantiásico en una tela de araña para
hablar del problema catalán, que la suma de elefantes de la extrema derecha, de
la extrema izquierda y del extremo populismo europeos y nacionales no parece
que vaya a conseguir romper la tela legal española, ni europea, que el
entramado de mentiras y verdades parciales sería digno de una araña ingeniero
de estructuras imposibles e inalterables, pero he elegido el barquito
chiquitito porque da una dimensión más real de lo que es Cataluña, a pesar de esa
soberbia que la lleva, históricamente, a pretender ser lo que nunca ha sido, a
pretenderlo incluso en tiempos en los que la tal pretensión choca con la
tendencia general de un mundo que se está organizando en bloques. Aunque es
posible, dado el carácter general de soberbia del que hacen gala, que lo hagan
precisamente por eso, por llevar la contraria, o porque no han sido ellos los
que lo han empezado.
Me recuerda, esta última
posibilidad, a una experiencia con mi hijo. Tendría tres o cuatro años cuando
tomó por costumbre armar la marimorena si alguien de la familia cruzaba un
semáforo antes de que él lo dijera. Ni la circulación de Madrid, ni los tiempos
programados de los semáforos, ni la paciencia familiar, daban para andar con
esas historias, por lo que el niño acababa volviendo a casa con una perra de no
te menees, con algún cogotazo que otro y a rastras. Siempre, y en esto también
encuentro un cierto paralelismo, te cruzabas con algún ciudadano biempensante y
que no tenía que aguantar las tonterías del niño y te miraba con aire
reprobatorio a ti y de cierta, distante, solidaridad, al niño. Estaba claro que
no era el suyo, el niño me refiero, y que ni siquiera sabía de qué iba el tema,
pero, como dice mi mujer, y yo ratifico, no hay nada más fácil que educar a los
hijos de los demás. Ni nada más fácil que solidarizarse con las opiniones que
nos son ajenas, en el tiempo, en el espacio y en la posición. Me gustaría ver a
esos padres, políticos o periodistas bregando con el mismo problema en su
propia casa.
Pero hablábamos de barcos, por
más que les llamemos barquitos y los hagamos protagonistas de una canción sin fin.
Porque lo que me ha llevado, a la hora de escoger un hilo discursivo, a elegir
esta canción sobre las demás opciones han sido sobre todo dos razones, que
hablaba de barcos, como el tema catalán, y ese final tan propio de este
recurrente problema europeo en el que todo episodio se cierra con un
volveremos, volveremos a empezar. Exacto, como el barquito chiquitito de la
canción.
Porque reclamar las reglas
democráticas cuando se están conculcando, es hablar de barcos. Porque contar
los votos como interesa, y no como son, en busca de un respaldo mayoritario
inexistente, es hablar de barcos. Porque hablar en nombre de un pueblo
fragmentado arrogándose una unidad que no existe, es hablar de barcos. Porque
imponer el criterio de la minoría obviando, despreciando, ninguneando a la mayoría,
es hablar de barcos. Porque hablar de derechos internacionales sin tener el
respaldo de ningún organismo internacional, es hablar de barcos. Porque
intentar crear un orden legal partiendo de una ilegalidad, es hablar de barcos.
Porque tildar de fascistas a los que no opinan como ellos mientras son
respaldados por toda la extrema derecha europea, es hablar de barcos, en
realidad de una flota entera. Porque reclamar
para uno lo que niega a los demás, es hablar de barcos. Porque intentar
pasar una lista de agravios provocadas por la propia actuación, es hablar de
barcos. Porque intentar imponer una historia inventada a un pueblo y pretender
que los demás se la compren, es hablar de barcos, bueno, en realidad de
barquitos, de barquitos chiquititos.
Lo único grande en todo este
despropósito es el rencor acumulado, el frentismo entre las personas, el tiempo
que habrá de transcurrir hasta que el sentimiento pueda normalizarse, la
utilización de la buena voluntad de parte de un pueblo para cumplimentar
satisfacciones, ambiciones personales, cuando no para tapar corruptelas
familiares.
Sinceramente creo, y así lo
quiero contar, que el 21 de diciembre a las 12 de la noche en Cataluña, en
España, y en toda Europa solo se cantaba una canción, un estribillo: “Volveremos,
volveremos a empezar”. Y allá para algún momento del año 2018, repetiremos.
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