viernes, 15 de diciembre de 2017

Cuéntame un cuento

A veces nos cuentan cuentos. A veces, si analizamos el cuento que nos han contado, nos damos cuenta de que no solo la moraleja es perversa, todo el cuento destila un tufillo venenoso que nos conduce a caminos contrarios a lo que su apariencia explica.
Es importante a día de hoy, viviendo en entornos cuyo respeto por la palabra raya en el insulto, conviviendo con personajes y medios más preocupados de vaciar las palabras de significado para acercarnos a su amorfo mundo, que de ilustrarnos, informarnos o defendernos, ser conscientes de que hay que plantarse y desentrañar los cuentos. Desmenuzar y rebatir esos cuentos adoctrinantes, partidistas y frentistas, que nos colocan con la esperanza de que finalmente caigamos en sus redes ideológicas.
Paseaba hoy por las calles de Madrid y recordaba cómo eran cuando yo era más joven, bastante más joven.  Aquellas calles en las que se podía jugar, en las que los coches eran aún pocos, que no escasos, y en las que cruzarse con una persona de otra raza era un acontecimiento. Y lo recordaba porque cruzarse con un oriental, un musulmán, un negro, o cualquier persona de etnia, ropaje o símbolo diferente a los habituales de nuestro país ya no llama la atención de nadie.
Recordé la palabra, el cuento, MULTICULTURALIDAD. Lo recordé y recordé que ese era un escenario loable, deseable, un objetivo a conseguir. Pero también recordé de forma inmediata las aberraciones, las que mí me parecían aberraciones, del bonito cuento de la multiculturalidad que tengo la impresión de que nos han colocado y que nada tiene que ver con ese concepto fraternal del término que a en principio parece querer describir.
Lo comprendí, lo visualicé claramente, al pasar por una terraza del bulevar de la calle Ibiza. Nos están engañando. Nos están utilizando. Nos están deformando. Un grupo de orientales, más de una familia si hacemos caso a la composición del grupo, se sentaba en la mesa de la terraza de uno de tantos bares, bebían cañas y comían tapas. Y lo hacían a apenas unos metros de un restaurante oriental que estaba en la acera de enfrente. Entonces lo entendí, esa era la multiculturalidad que deberíamos de perseguir, esa era la fraternidad que deberíamos tener en nuestro horizonte cultural. La multiculturalidad que suma, la que convive, la que no se ofende, la que no sirve de excusa para otros fines y posiciones ideológicas que no se confiesan, la cotidiana.
Yo no entiendo la multiculturalidad del que se ofende por las tradiciones ajenas sin renunciar a las propias, no entiendo la multiculturalidad del que se pasea vestido de pantalón corto y deportivas y lleva a su esposa unos pasos más tras con burka, no entiendo la multiculturalidad del que forma guetos en los que solo pueden entrar sus afines y acusa de racismo a los demás, no entiendo la multiculturalidad como una forma permanente de sentirse agredido agrediendo a los otros.
Toda renuncia a lo propio como forma de desagravio a lo ajeno no me parece multiculturalidad, antes bien me parece una forma espúrea de erradicar una cultura favoreciendo a otra.
La palabra, que no el cuento, es ilustrativa. Multiculturalidad es una palabra compuesta de dos términos unidos, para todo el mundo es evidente pero conviene repasar por si acaso, multi, que significa múltiples, más de una en todo caso, y culturalidad, que proviene de cultura, conjunto de costumbres, creencias y conocimientos provenientes de un transcurso histórico. Y esas más de una cultura pueden relacionarse de tres formas: ignorándose, enfrentándose o conviviendo, que al final supone un intercambio y, finalmente, un mestizaje. De todo se ha dado en la historia y de todo ello ha habido ejemplos en nuestra tierra.
Pero cuando alguien nos contó el cuento de la multiculturalidad siempre pareció que hablábamos de convivencia, de tolerancia, de acogida y de respeto. Todo muy bonito, todo un cuento que se reveló en el momento mismo en que se quebró alguna de esas loables intenciones.
Porque cuando una cultura impone su criterio sobre otra, cuando una tradición es erradicada por ofensiva hacia otra, cuando una cultura no puede desarrollar sus tradiciones por imposición de otra, cuando una cultura es incapaz de abrirse a la convivencia tolerante hacia las demás, ya no hablamos de multiculturalidad, ya no hablamos de convivencia, ni de tolerancia, ni de acogida, ni de respeto. Hablamos de agravio, de imposición, de intolerancia y de abuso.
No quiero entrar en detalles, no quiero bajar a lo particular lo que no debe de dejar de ser general, no quiero ofender personalizando. No quiero y no hace falta que dé casos concretos porque cada uno ya tendrá los suyos en la cabeza después de leer mis palabras. No quiero señalar a nadie que no se haya ya señalado a sí  mismo con su actitud. No quiero poner mi marca en ninguna cultura que no se haya marcado por sí misma.
Porque el problema, el cuento, no está en los que creen que lo suyo es lo cierto, que lo suyo es lo que todos deberían de hacer, en los que, de buena fe, pretender extender su cultura a los demás, es lo natural, el cuento, el problema, la mentira, está entre los que pretenden utilizar lo ajeno para acabar con lo propio, los que consideran que cualquier mal foráneo es preferible a cualquier bien propio, los que instalados en un concepto moral superior, superior para ellos, claro, creen esconderse detrás de una actitud de comprensión que oculta una incomprensión feroz, cuando no odio, hacia otras posiciones.

Un cuento perverso mal contado que no persigue otra cosa que un final indeseable, el predomino de una posición hostil enmascarada en una solidaridad inexistente.

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