Cuando una polémica de tipo
social toma cuerpo siempre procuro buscar la distancia a la que el panorama sea
más ampliamente nítido antes de posicionarme, porque, desgraciadamente, en este
mundo actual hay cierta tendencia a mirar con cristales de un solo color, y la
consecuencia es que un debate social acaba siendo un conjunto de soliloquios
ideológicos.
Si algo no se perdona en nuestro
común país, hoy por hoy incluidos los catalanes, es que alguien haya tenido
éxito en cualquier faceta de la vida. Si esa faceta es la de los negocios el
agravio hay muchas gentes que lo consideran personal. Recordemos esa coletilla
tan popular en bares y corrillos. “Es que ni trabajando, ni con un negocio “honrao”
nadie se hace rico”. Y punto pelota. Ya hemos convertido a cualquiera que pueda
sobresalir en un más que probable delincuente. Luego aplicamos esa frase tan
nuestra, esa que se dice con gestito y tono de si yo te contara lo que se, “cuando
el rio suena agua lleva” y a ver quién es el guapo que argumenta. Ya está todo
dicho y el linchamiento está en marcha.
A mí, y lo he dicho repetidamente,
la desigualdad social llevada a los extremos en los que se mueve hoy en día me
parece inmoral, innoble e inadmisible. No se pueden consentir ciertos niveles
de enriquecimiento en una sociedad llena de pobres de necesidad y pobres de
solemnidad. No se puede consentir que haya acumulación, acaparación, mientras
exista ausencia. No se puede tolerar que haya una regulación del mínimo de
pobreza y no haya una regulación del máximo de riqueza.
He puesto muchas veces el ejemplo
del poblado primitivo. No concibo que en una tribu, sí, de esas tan atrasadas,
cierto individuo tenga varias cabañas, la mayoría cerradas, y haya otros
componentes de la tribu que tengan que dormir a la intemperie porque no pueden
pagar su compra o, concepto perverso, su alquiler. Cuando todos tengan cabaña
alguno la tendrá de mayor tamaño. Seguro que tampoco en esa tribu nadie tirará
alimento mientras el de al lado se muere de hambre.
Y es que hemos hecho, hemos
consentido, una sociedad perversa. Una sociedad en las que algunos tienen
derecho a acaparar a costa de la necesidad de los otros, derecho a enriquecerse
a costa del empobrecimiento ajeno, sin límites. Y en esta expresión se contiene
lo realmente inadmisible, sin límites.
Es lícito, como no, es obligado, luchar
por una mayor igualdad social, por una mayor equiparación en las oportunidades,
por una sociedad más justa e igualitaria. Es imprescindible llegar al punto en
el que todo individuo por el hecho de nacer dentro de una comunidad tenga
asegurada la equidad con respecto a los demás miembros de la misma.
Pero hecha esta reflexión, puesta
negro sobre blanco la tremenda injusticia que la legalidad actual supone, lo
que no se puede es condenar a un individuo por lograr el mayor partido de unas
circunstancias, de unas leyes, que él no ha promovido.
Lo que no puedo es personalizar
en alguien que ha sabido moverse mejor que yo mi propio fracaso y el fracaso de
mis esfuerzos para que la sociedad sea distinta.
Yo, y hablo ahora personalmente,
considero inmoral sin paliativos la acumulación de riqueza que el señor Amancio
Ortega ha conseguido, pero no por ello voy a considerarlo a él como una especie
de apestado, no voy a considerarlo a él como un inmoral, no voy a considerarme
por ello justificado para promover campañas de descrédito o, directamente, de
linchamiento social. No voy a volcar sobre su persona, a hacer personal, la
consideración que me merece una norma.
No voy a dedicarme, porque se lo
merece por rico, a difundir sin ningún tipo de verificación las campañas de
descrédito de sus empresas, ni las personales. No voy a considerarlo
directamente responsable de la legislación laboral de los países en los que
pudiera interesarle contratar a sus proveedores. ¿Que podría evitarlo? Claro, y
el noventa por ciento de otros muchos de los que no hablamos porque a pesar de
hacer lo mismo no han conseguido los mismos éxitos financieros.
Pero lo que ya me parece
aberrante, lo que me parece indigno y sectario, es el rechazo que ciertas
personas, que se dicen en posesión de un mayor criterio moral, que hacen
apropiación de una mayor dignidad social, de la que nadie les ha hecho
depositarios, hacen de una donación por el simple y sencillo hecho de que tiene
nombre y cara, y aprovechan, además, esa circunstancia para promover un ataque
personal contra alguien que, en sentido estricto, está haciendo más por la
redistribución de la riqueza que todos los políticos del mundo juntos, incluidos,
y señalados, los del signo al que pertenecen los que se sienten ofendidos.
Estoy seguro de que muchos de
esos grandilocuentes, y dignos, ofendidos por la donación, verían con mejores ojos,
yo diría con mirada más clara, que la donación se hiciera a algunas de esas
ONGs que se gastan más en oficinas y todo terrenos que en ayudas efectivas, en
esas inefectivas organizaciones que se montan más para prurito moral propio que
para beneficio ajeno.
A mí me parece de agradecer
cualquier actuación que permita una mejora en las condiciones de vida, o de
salud, de cualquier persona, y si la donación del señor Ortega contribuye a
salvar, alargar o mejorar la vida de una sola persona, me sentiría, si fuera
él, satisfecho.
Y es que yo no creo que la
dignidad, ese concepto que tan alegremente manejan, esa virtud que tan pagados
de sí mismos reclaman, valga un solo muerto, un solo día de dolor, un solo
minuto de retraso en un diagnóstico.
Volviendo a nuestra ancestral y
atrasada aldea, yo no concebiría que, en el hipotético caso de que alguien
acaparara cabañas y otros carecieran de ellas, se rechazara por dignidad el que
alguien con más de una cabaña le cediera una otro que no tuviera ¿Dónde estaría
la dignidad?¿En sufrir a la intemperie las inclemencias?¿En persistir en la
desigualdad para mayor escarnio del acaparador?¿En denunciar la situación sin
permitir acercamientos a la solución salvo que se hagan como los dignos
consideren que tienen que hacerse?
Y es que yo no creo en la
dignidad de los muertos, en la dignidad del sufrimiento, en los que se auto
proclaman héroes de la virtud. Eso sí, consideraría muy digno por su parte que
llegado el momento y las circunstancias, dios no lo quiera, renuncien al
beneficio de esas máquinas que ellos consideran indignas, aunque creo que no. O
sea, que no me creo que renuncien a la cabaña que les toque.
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