A veces se ponen los nombres
pensando solo en la parte positiva de lo nombrado, obviando que como el hombre
es un ser, como casi todo en el universo, pretendidamente simétrico habrá que
pensar también en cómo se llamarán las consecuencias negativas de lo nominado.
Por ejemplo, si el hombre pone en
marcha un avance tecnológico como pueda ser la inteligencia artificial es casi
inevitable pensar que se dará lugar a la existencia de algo tan artificial como
la inteligencia, pero de signo contrario.
Claro, el nombre evidente sería
la estupidez artificial, pero, desgraciadamente, eso es algo que el hombre
lleva practicando desde antes de Atapuerca. Puede, incluso, que desde antes de que
el hombre pudiera considerarse a sí mismo como tal.
El caso es que más allá de cómo
queramos, o logremos llamarle, el hecho existe. Como hay que referirse, y
referirlo, de alguna manera permítaseme llamarle estupidez tecnológica.
Posiblemente el concepto sea tan amplio que su implicación quede, al nombrarlo así,
un tanto difuso. Puede ser. Pero habrá
que empezar por poner puertas al campo, nombre a lo innominado, de alguna
manera.
Es verdad que una estupidez
tecnológica es diseñar máquinas para matar, máquinas para devastar, máquinas
para complicar la vida a las personas, y todas ellas se acometen, pero en todos
esos casos, y yo diría que en todos los demás, la estupidez está en el creador
y no en lo creado. Y si es así, que lo es, podríamos definir la estupidez
tecnológica como todo invento realizado por el hombre para complicarle, o
quitarle, la vida a sus semejantes.
Seguro que a todos se nos
ocurren, así, de golpe, multitud de ejemplos. Los drones bélicos, los
ordenadores de Hacienda o los “call center”. Pero con ser todos ellos
intrínsecamente perversos hay otras aplicaciones tecnológicas que tras una cara
amable, tras una apariencia de avance y servicio, esconden conductas que
analizadas con frialdad nos llevan de la preocupación al miedo.
A mí me ha pasado ayer. Ayer,
inopinadamente, he descubierto una estupidez tecnológica que me atañe
directamente y que ha hecho subir el termómetro de mi indignación hasta niveles
a los que hacía tiempo que no me asomaba.
Ciertamente uno de los grandes
problemas que tiene esta pretendida civilización, o lo que va quedando de ella
entre ideologías y otros disparates, son las redes sociales y, particularmente,
su perversa utilización que deja a la vista pública la bajeza moral, la miseria
ética y educativa de muchos de sus utilizandos, que vierten en una especie de
frenesí bacanal lo más sucio y bajo de sus instintos. Esas redes sociales en
las que triunfan en una orgía de impunidad y, pretendido, dogmatismo moral, los
inquisidores subidos en pedestales de razones indiscutibles ante las que los
demás hemos de doblegarnos o resignarnos a ser atacados, insultados,
descalificados o amenazados, incluso de muerte, por gentecilla que cara a cara
no aguantaría dos argumentos seguidos.
Pero con ser muchos de los
usuarios de las redes sociales, inquisitoriales, dictatoriales, amorales de
moral única y rígida, victorianos de nuevo cuño, adoradores de una libertad sin
diversidad, impostores e imponedores de la verdad única, renegados y resabiados
de lo normal, títeres y guiñoles de todo tipo y tendencia, tendencia ajena por
supuesto, de una estupidez tecnológica proverbial, no son la única estupidez
tecnológica achacable al uso, y a veces disfrute, de estas herramientas
sociales que bien usadas serían una fuerza imparable en la consecución de metas
positivas: la educación, la formación, la verdad y la libertad. La ajena antes
que la propia, por si algunos aún ignoran en que consiste la verdadera Libertad.
Ayer, inopinadamente, mi cuenta
de Facebook, eso que algunos llamamos caralibro en la intimidad, me comunicó,
con un cierto tufillo de satisfacción y complicidad, que mi denuncia anónima
había sido atendida y que se había retirado la publicación denunciada.
Pasmo. No puedo calificar de otra
forma más que de pasmo la reacción inmediata que sufrí. Según el caralibro yo
había interpuesto una denuncia anónima, algo absolutamente contrario a mi forma
de entender las cosas, algo propio de represores, de reprimidos, de censores,
de inquisidores, de dictadores, de frustrados, contra algo que alguien había
publicado en la red social. Y además, al parecer, yo tenía razón en mi
denuncia. Tras el pasmo, la indignación y la necesidad de saber, de conocer qué,
cuando y de quién estábamos, en realidad estaba el caralibro, hablando.
Cuando comprobé de que
publicación me habían, alguien o algo, nombrado censor anónimo y maquinante
tuve un primer ataque de hilaridad, un segundo de estupor y un tercero de
indignación que fue subiendo, cuando comprobé que además me preguntaban por mi
satisfacción con el resultado obtenido con opciones de muñequito, hasta santa
indignación. Por supuesto marqué el muñequito que más cara de amargado tenía y
escribí un comentario aún más amargo, soez, insultante… que seguramente no
leería nadie, o nadie al que le inmutara lo más mínimo mi respuesta, o que lo
leería un robot que llevaría el muñequito a algún tipo de formulario de
estadísticas de respuestas. Lo borré.
Resulta que yo había denunciado a
Agustín Martinez Eugui, pintor, motero, amigo y hermano, porque había publicado
uno de sus cuadros que era un torso desnudo de mujer. Es verdad que me joroba
sobremanera que Agustín sea más alto, más guapo, más delgado y menos calvo que
yo. Como ocultar que la envidia me corroe cuando compruebo que es mejor pintor
que yo, lo cual en sí mismo no supone ningún mérito por su parte. Pero todas
estas cosas ya se las he dicho a la cara, y varias veces. No, yo jamás había,
ni habría, interpuesto una denuncia, jamás anónima, jamás contra Agustín, jamás
porque se viera un desnudo. Claramente algo, o alguien, ha utilizado mi cuenta
y mi nombre para llevar a cabo una acción que repudio con toda mi fuerza y
convicción. Así que después de borrar el comentario anexo al muñequito decidí
explicarme, y explicar a todo el que lo lea que existe la estupidez tecnológica
y que estamos inermes ante ella.
Porque si la denuncia anónima
pertenece a la más antigua, y execrable, estupidez humana, permitirla en los
nuevos entornos, aún no tiene nombre y el de estupidez tecnológica se le queda
corto. Muy, pero que muy, corto.
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