El siglo XX empezaba a desgranar
los años correspondientes a la década de los sesenta cuando una generación, la
mía, que venía de una post postguerra nacional y una postguerra mundial,
empezaba a sentir en su piel la adolescencia. Eran años un tanto oscurantistas
en un mundo que se sentía viejo, raído, incapaz de saber que le había pasado y
mucho menos capaz de asomarse a un futuro que el régimen, en España, pintaba en
colorines con los planes de desarrollo, pero que la población solo
desarrollaba, a nivel de la calle, en tipos que podemos recordar gracias a
películas geniales como “El Verdugo”, “Historias de la Radio”, “El Cochecito”, “Plácido”
o “Bienvenido Mister Marshall”. La vida cotidiana, según la versión oficial, se
componía de tipos pueblerinos de folclorismo rancio, toreros, paletos de
ciudad, señoritos de medio pelo y señores de alta alcurnia, con algunas
pinceladas de burguesía emergente.
Vivíamos en un mundo de
prohibiciones por nuestro bien, todo estaba prohibido, hasta jugar. No se podía
jugar al balón, montar en bicicleta o pisar el césped en los parques. No se
podía poner música, salvo clásica o saetas, en tiempos de Semana Santa. No se
podía besar en público salvo en las estaciones o aeropuertos, donde la
oficialidad se mostraba más permisiva con las efusiones propias de las
bienvenidas o despedidas. Como siempre la picaresca funcionaba y había dos
colectivos de población, los taxistas y los novios, que conocían la dedillo los
horarios de trenes y camionetas, porque entonces los autobuses que iban a los
pueblos y otras ciudades se llamaban camionetas o por el nombre de la compañía:
el Auto Res, el Castromil, los Alsina…
Los taxistas lo hacían con el
sentido profesional de acarrear pasajeros que necesitasen de sus servicios,
pero los novios no tenían otro fin que el de participar y extender el contacto
de sus cuerpos y bocas por varias llegadas o partidas que hiciesen tolerables
sus apenas pecaminosos achuchamientos. Por aquellos tiempos la española cuando
besaba, era que besaba de verdad. Un beso pasaba por una declaración formal de
buenas intenciones futuras, o sea matrimonio, y presentes, o sea noviazgo,
aunque muchas veces esas intenciones no pasaran del primer alivio.
Pues eso, que eran tiempos
oscuros, tiempos de miedos, de pecados, de tenebrosos ejercicios espirituales y
de adhesiones inquebrantables a un régimen que entendía que si la adhesión era
quebrantable también podía ser quebrantable cualquier otro derecho del
individuo, o el individuo mismo. Tiempos de censuras, de secuestros de prensa y
de obreros y estudiantes que volaban, o al menos eso se comentaba porque
siempre que la policía disparaba al aire mataba a alguno. Cosas veredes amigo
Sancho.
Decir que éramos infelices sería
de una inexactitud culpable. Los niños, los adolescentes, los jóvenes, siempre
encuentran la manera de ser felices, característica que pierden con el paso de
los años. Éramos felices a nuestra manera, éramos felices a pesar y sobre la
prohibición general y castrante que pesaba sobre una sociedad aún en estado de
choque tras su desafortunada experiencia. Éramos felices corriendo delante de
los “grises” y comparando marcas. Éramos felices descubriendo el sexo bajo el
pretexto de encontrar el amor. Éramos felices porque esa era nuestra vocación y
nuestra determinación.
Y aquellos niños que empezaban a
cambiar la voz dentro de una crisálida que la sociedad oficial y los poderes
dominantes se negaban, no ya a permitir que rompiera, si no ni tan siquiera a
reconocer que existiera, empezaron a tomar consciencia del mundo en el que vivían,
empezaron a percibir que fuera de la crisálida el color invadía las calles, las
carnes visibles invadían las playas y la música hacía vibrar el aire con
compases de libertad y de cambio. Y al tiempo, y aún dentro del capullo,
empezamos a buscarnos unos a otros y a reconocernos.
Sí, aquellos niños, aquellos
rapaces, educados en la represión, en el miedo, en la abstinencia de las carnes
todas, en la unidad de destino en lo universal, empezamos, como en el mito de
la caverna, a sospechar, a atisbar que había otro mundo posible fuera del
capullo en el que la sociedad se debatía entre el gusano que fue y la mariposa
que pretendía ser.
Todo cambiaba a nuestro alrededor
y en el mismo NoDo asistíamos a los actos oficiales de los capitostes
correspondientes, lo que fue, y la eclosión de extranjeras en bañadores cada
vez más exiguos y en, válgame diós, bikini, que querían representar esa
libertad añorada y deseable. Y la música, y la llegada de los primeros hippies
y sus mensajes de amor libre, de libertad individual, de igualdad entre sexos,
de pacifismo y de tolerancia.
Sí, es posible que aquel
movimiento tampoco fuera exactamente perfecto, que adoleciera de clasismo y de
fuerza para asentarse definitivamente y hacer que sus flores, sus psicodelias y
sus colores se constituyeran como una opción a la agobiante infinitud de matices
de gris oscuro que representaban al poder del momento.
Es verdad que vivíamos en el
permanente sobresalto de una guerra atómica, en el límite intangible de la
condena eterna, en el vértigo irrenunciable de crear una sociedad nueva,
distinta, de logar que al romper el capullo la luz no viniera solo del
exterior, si no que de ese interior umbrío y claustral surgiera una nueva luz,
una luz de esperanza y de necesidad de felicidad.
Brotaron los cantautores que
cantaban a los poetas, que eran ellos mismos poetas, que nos marcaban hitos,
objetivos, esperanzas, que nos advertían de tropiezos y fracasos, que nos
marcaban caminos que reclamar para los nuevos pasos. Nos contaron que Jesucristo
era el primer hippie y que no habíamos entendido nada de su mensaje. Nos
acunaron con el rock’ roll y la canción protesta. Y escuchamos en nuestro
interior un mandato nuevo: pensad por vosotros mismos, pero pensad para bien. Pensad
al margen de lo que os digan y buscad los caminos en los que podamos transitar
todos unidos.
Y muchos, los de esa generación,
los de algunas generaciones anteriores, los de algunas generaciones posteriores,
creímos entender el mensaje, creímos en el mensaje, y al romper el capullo nos
lanzamos sin complejos a crear una sociedad nueva. Claro, había de todo. Desde
los que querían preservar todo lo existente a los que querían destruir
cualquier vestigio de lo que hubiera sido. Desde los que amenazaban con la
destrucción a los que destruían sin siquiera amenazar. Y entonces, formaron
bloques. Entonces levantaron muros ideológicos y físicos y nos explicaron que
solo al amparo de esos muros estaba la verdad y la libertad, siempre la suya,
por supuesto.
Muchos se refugiaron en los muros
intentando encontrar alivio a la inseguridad que un mundo en libertad les
producía. Otros nos enfrentamos al pastoreo, al pensamiento y las verdades
colectivas y elegimos el camino en solitario, pero todos, unos, otros y aún los
de más allá, contribuimos a recoger un mundo dividido entre hombre y mujeres,
entre comunistas y capitalistas, entre buenos y malos, entre normales y
anormales, y abrir la posibilidad a un mundo de matices, a un mundo donde la
tolerancia no era un pecado sino una necesidad de convivencia, donde la
fraternidad podía desarrollarse sin fronteras, ni físicas, ni morales, ni
sexuales.
Pero, a día de hoy, mirando
alrededor, ¿qué queda de aquellas mariposas? ¿Qué capullo intenta eclosionar? ¿Hacia
dónde nos están llevando? Continuará.
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