La convivencia en una sociedad
está marcada por una serie de valores que los individuos que la componen deben
de asumir y practicar. Hablamos mucho de libertad, hablamos mucho de tolerancia
e incluso de igualdad, pero ¿se acuerda alguien de la justicia?
Si nos atenemos a títulos
prebendas y frases rimbombantes
podríamos concluir que la justicia es la virtud colectiva de mayor
presencia en las instituciones, la que mayor número de veces es mencionada por
los políticos, por los ciudadanos, por la sociedad en general. Hasta existe un
Ministerio de Justicia, así, con algunas mayúsculas.
Rara es la vez que no se escucha
a los políticos hablar del imperio de la ley para aclarar a continuación que la
justicia es la misma para todos. Pero el
día a día, la terca realidad cotidiana viene con obstinación a dejar algo más
que dudas en nuestra puerta de la conciencia social. Sin duda este es el
imperio de la ley que bordea, pero muy por fuera, el ansia de justicia de los
ciudadanos. Eso sí, habitualmente de justicia para los demás.
Porque si algo queda claro, si
uno se fija con cuidado, es que cuando hablamos de justicia, a veces hasta con
mayúscula, nos estamos refiriendo a aquello que cada uno considera justo para
el prójimo, así con minúscula, pero que en absoluto puede aceptar que le sea
aplicable a él mismo.
Nos viene de largo. El país que
inmortalizó la picaresca, que convirtió el patio de Monipodio en escuela para
instituciones públicas, y privadas, solo podrá tener el privilegio de tener
unas leyes, o una aplicación de la ley, que reflejen su propio carácter
Un país que grava con impuestos las
pensiones, que discrimina a sus ciudadanos en función de la parte territorial
en la que residan, que consiente que ciertas entidades privadas se enriquezcan
a costa de la miseria de sus ciudadanos, que permite que el frío, el hambre o
la educación de sus administrados sean objeto de dividendos, que permite la
especulación con la vivienda de los que se quedan en la calle y que se les
arruine de por vida, que institucionaliza e incluso permite que se abuse de
leyes y normas recaudatorias, que hace de la presunción de inocencia un títere
en manos de la presunción de veracidad de los funcionarios, ese país, puede que
sea el imperio de la ley, pero sobre la justicia ni llega a sospechar que
exista.
Es verdad, a que negarlo, que la
Justicia es rea de la Verdad, y que a nivel humano la Verdad es un concepto
inalcanzable. Qué duda cabe. Pero de ahí a promover y legislar para promover la
injusticia va un trecho que en muchos casos ya se ha recorrido. Y por eso,
precisamente por eso, el único acercamiento a la justicia que le cabe al
ciudadano es que no se le considere culpable salvo que se pueda demostrar lo
contrario. Son la presunción de
inocencia y la probatura de culpabilidad. Demostrar la inocencia es en muchos
casos y tal como está montado el sistema, una imposibilidad, imposibilidad que
favorece siempre al que detenta la administración. Leer “El Proceso” de Kafka puede
resultar una suave introducción a esa realidad.
Yo no sé, puedo tener sospechas,
incluso fundadas, si la Infanta es culpable o inocente, ni lo sé ni me importa
con este planteamiento que ya de raíz es injusto. Porque la causa que se seguía
era por un tema económico, no de nombre, no de cuna, no de institución o
político. Estos condicionantes del personaje no pueden, no deberían de, afectar
a la justicia, no deberían de afectar a su aplicación legal.
Pero los linchadores de rigor,
los que solo están dispuestos a aceptar un resultado, ya se han lanzado a la
calle, a la física y a la mediática, para, sin pruebas, sin otros argumentos
que la sospecha, la suposición o el rechazo hacia la institución a la que
pertenece, condenar a la persona por ser personaje. Eso no es Justicia, eso no
es ni siquiera legal, pero da igual, por ser quien es o por pertenecer a lo que
pertenece algunos ya la consideran culpable sin remisión. Triste sentido de la
justicia. Nulo sentido de la legalidad. Volvamos entonces a ley de Lynch, a los
tribunales populares o a las confesiones por tortura, y que dios nos pille
confesados si a alguno de nuestros vecinos le parecemos culpables de algo,
posiblemente nos encuentren emplumados, colgados de un árbol al amanecer o
perezcamos en una hoguera en alguna plaza pública. Aunque ahora que lo pienso
ya hemos vuelto, ya tenemos ajusticiados al amanecer, periodístico o mediático,
sin juicio previo y sin acceso a la presunción de inocencia. Ya algunos pobres
infelices mueren víctimas del acoso o de la violencia gratuita de aquellos que no
soportan la libertad ajena.
Aunque yo tampoco crea en mi
fuero interno que la sentencia sea justa, sí considero que es legal. Nadie me
ha podido demostrar, yo al menos no lo veo, la culpabilidad de la persona.
Nadie ha aportado pruebas, nadie ha declarado su culpabilidad con contundencia
y sin beneficio propio. Y en ese caso prima la presunción de inocencia, para mí
y para cualquier persona o personaje.
Y para colmo, en medio de este
batiburrillo que marca, como cada día en cada juzgado, como cada día en cada
ciudad y pueblo del mundo mundial, la infranqueable distancia que media entre
la legalidad y la Justicia, cierto juez directamente implicado en el caso se descuelga
con unas declaraciones públicas en las que se dedica a verter a la opinión
pública, a través de la publicada, sus sospechas, sus insinuaciones, sus
particulares y personales apreciaciones de indicios no compartidos por los
jueces que han visto el caso.
Bien, señor juez, bien.
Seguramente habrá una gran parte de la opinión de la calle, y de la de los
medios de comunicación, que lo considerarán un héroe popular. Espero que se
conforme con eso, o que sea eso lo que sus palabras han buscado. Para mí un juez
que hace una demostración tal de no creer en la presunción de inocencia me
parece patético, no personalmente, no individualmente, si no como persona
formada y encargada de administrar las leyes. Como persona que, posiblemente,
acabe siendo Personaje.
En el cuento “Ley y Justicia”,
del libro “Arnulfo Aprendiz”, Arnulfo le pregunta a su Maestro:
- Maestro,
¿Por qué existen más leyes que instantes tiene la vida de un hombre? Y ¿por qué
casi todas, si no todas, son injustas?
Si a la injusticia palmaria de las
leyes, y por propia iniciativa, le sumamos la negación contumaz e interesada
del principio de presunción de inocencia acabaremos acostumbrándonos a que
aparezcan cadáveres en el río o emparedados en las viviendas, y proliferarán
los miserables que marquen la culpabilidad de los demás. Eso sí, entonces
podremos ahorrar unos dineros en estructuras legales que permitan un mayor enriquecimiento
de los de siempre, y el poder ilimitado y omnímodo que proporciona administrar
la injusticia.
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