Comenta cierto tertuliano de la
radio, y con mucha razón, que aunque el perro está considerado como el mejor
amigo del hombre está apreciación es incorrecta porque el que en verdad es el
mejor amigo del hombre es el chivo expiatorio.
Pero realmente mi intención
cuando me he puesto a escribir es simplemente compartir una reflexión, en
realidad una elucubración que hasta podría calificarse de política ficción,
diciendo aquello que encabeza tantas películas: “Todos los personajes y hechos
contenidos en esta narración pertenecen a la imaginación y cualquier parecido
con la realidad es pura casualidad”
Veamos, si yo fuera alguien cuyas
opiniones y acciones tuvieran un cierto peso en el discurrir de la civilización,
y esto ya descarta directamente a los políticos, o en sus derivas, y
considerara que el nivel de libertades y derechos alcanzados por los habitantes
“normales”, tal vez pensara en el término súbditos, son excesivos y tuviera la tentación de
rebajarlos me plantearía una estrategia que me permitiera conseguir
mis objetivos sin que por ello pudiera sentirme comprometido o señalado.
Sin duda cada generación que nace
con unos derechos adquiridos por las generaciones anteriores considera esos
derechos como irrenunciables, en realidad como intrínsecos a la misma civilización,
lo que los hace débiles y descuidados en su custodia. Y una de las causas más
evidentes de la caída de las civilizaciones es esa progresiva debilidad de sus
miembros, y la facilidad con la que esa debilidad los hace víctimas de un
deterioro de los valores y objetivos que los han hecho llegar hasta ese nivel. Lo que se llama decadencia.
Cuando la sociedad se vuelve más
estética que ética, más reivindicativa que esforzada, más actual que arraigada,
más entusiasta que comprometida, la deriva, sea natural o inducida, hacia su
desaparición es imparable.
¿Y cuál es el derecho sin el que
los demás derechos son inalcanzables? La libertad.
Luego la libertad es el primer
objetivo a desmantelar. ¿Método? Aquí hay que ser especialmente cuidadoso. La
libertad hay que irla vaciando progresivamente sin que aparentemente se
debilite. Hay que irla desvirtuando hasta conseguir que se convierta en algo
prescindible, incómodo, peligroso.
Para que la libertad resulte peligrosa hay que crear un
enemigo poderoso pero difuso. Implacable pero débil. Omnipresente pero ilocalizable.
Un enemigo capaz de hacerse presente en cualquier lugar inopinadamente y que
ataque de forma contundente, contumaz, atroz. Un enemigo que nos aterrorice a
los individuos y haga que los miembros de la sociedad intercambien su libertad
individual por una seguridad colectiva, estatal, supraestatal, que nos
salvaguarde del terror a ser víctimas.
Para que sea incómoda solo hay que dibujarle el escenario adecuado. La libertad exige de un
alto grado de sentido de la convivencia, pero si logramos inducir un sentido de
la libertad que lleve a su ejercicio más vil, a extender la idea de que la
libertad es el ejercicio individual de todos los derechos sin comprometerse con
ninguna obligación, a la preponderancia de la fuerza sobre la razón, de la
arbitrariedad sobre la convivencia, del abuso sobre la tolerancia, de la
minoría sobre la mayoría, del sustantivo sobre la sustancia, habremos
conseguido en un cierto tiempo, y el tiempo no importa, que la libertad sea un concepto que un
determinado grupo de individuos utiliza para agredir a los demás, y por tanto
será incomoda y una parte significativa de la sociedad acabará pidiendo una mayor intervención represiva que
equilibre los “derechos”
Y si la libertad es incómoda y es
peligrosa, es renunciable. Temporalmente, claro, nadie quiere perder su libertad. Solo hasta que el enemigo haya
sido controlado, solo hasta que las personas recuperen la cordura. Después la
libertad volverá, como derecho irrenunciable y ya obtenido, de forma natural y
espontánea.
Bueno. Ya solo me queda poner la
maquinaria en marcha.
Y para ponerlo en marcha hay dos
vías que han de ser complementarias. La primera es una herramienta fundamental: pervertir el
lenguaje hasta el punto de que nada signifique algo concreto, que nada nombre o
defina algo que no pueda ser interpretado de otra forma, que nada se llame como
se llamaba, que cualquier palabra signifique cualquier cosa. O sea, un babel en
el que cada uno sepa lo que le dicen pero no lo que le quieren decir.
La segunda es sacar a la palestra
unos líderes capaces de hacer brotar de nosotros lo peor que tenemos dentro, de
hacernos evidente la inconveniencia de los demás, el perjuicio de la deriva social, de hacernos sentir a la vez
importantes y estafados. Capaces de retorcer el mensaje hasta que compremos lo
que denostamos, que aclamemos en colectivo lo que sería impensable que
aceptáramos individualmente.
Con esos elementos me basta mover
los peones, hacer que esos líderes se pongan a la cabeza de la sociedad y
habremos conseguido tirar por tierra una gran cantidad de los logros obtenidos
con esfuerzo, con sangre, incluso con heroicidades, y cuando llegue el momento de pasar cuentas, que llegará, habrá unos culpables evidentes a
los que mirar, unos chivos expiatorios que habrán asumido con total entusiasmo y convicción los planes ajenos.
Y a todo esto, habrá quién ahora,
a estas alturas de la película, recuerde aquello de: “basado en hechos reales”.
Que no, que es pura casualidad, una calentura de calefacción puesta demasiado
fuerte. ¿Y lo del chivo expiatorio? Pues ni idea. Que mal día.
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