Con el albor del nuevo año es
casi inevitable buscar augurios en cualquier hecho que percibimos. Todo lo que acontece a nuestro alrededor, todo
lo que pensamos, hasta el clima, se puede convertir en un indicio interpretable
de lo que los siguientes trescientos sesenta y cinco días van a traer hasta
nuestra vida y a las vidas de los que nos rodean.
Nuestra patética incapacidad para
movernos en el tiempo, en los tiempos, por el que discurre nuestra efímera
existencia, nos hace intentar asomarnos a ese futuro que parece ya escrito y
que, en estricta reflexión, sabemos ya vivido. Pero queremos conocerlo antes de
recorrerlo, queremos saber antes de vivir, queremos romper ese férreo velo que
nuestro concepto del tiempo provee para ese inaccesible futuro.
Si el día es soleado y despejado
será porque vamos a disfrutar de un año luminoso. Sin caer en la cuenta de que también
hace sol para el que mañana abandonará la vida por una enfermedad, por un
accidente inopinado o por cualquier otro avatar.
Si nieva, esa nieve que cae significa
abundancia de satisfacciones, de sentimientos o de bienes materiales. Pero esa
misma precipitación no hará círculos de exclusión en su caída para los que van
a resultar abandonados, perseguidos, arruinados en el devenir de sus cincuenta
y dos semanas.
Desde la más antigua antigüedad,
desde tiempos tan remotos que ni la abuela tortuga ni el abuelo del pino
longevo pueden recordar, el hombre se ha esforzado en asomarse al tiempo
pendiente de vivir, al futuro. Oráculos, pitonisos, adivinos, profetas, magos,
brujos y científicos han perseguido con desiguales medios, pero con los mismos
desalentadores resultados, anticipar el conocimiento al suceso, desvelar lo que
aún no ocurrido, anticiparse al tiempo en su concepto lineal e inaccesible.
Claro que cabría preguntarse si
realmente conocer lo que nos queda por vivir, y por tanto cuanto, nos podría producir
algún tipo de tranquilidad o bálsamo vital, alguna suerte de paz que nos
permitiera vivir en armonía con nosotros mismos y con nuestros semejantes. Yo
creo que no, que las angustias de saber cuánto tiempo de vida nos quedaría a nosotros
mismos, o a alguien realmente cercano, nos condenaría a vivir en una ansiedad
permanente que no nos permitiría disfrutar de los buenos momentos que hubiera
en el camino.
Además si, como yo sospecho,
todos los futuros posibles existen y todos han de ser vividos, ¿cuál es el
futuro al que podría asomarme?
Si el futuro a pesar de existir,
aún no ha sucedido y no sucederá hasta que una serie de decisiones de todos los
que en él participen lo activen, ¿Cómo podría ayudarme conocerlo?
Si el futuro no es más que un
fotograma en el momento de pasar por el foco para seguir su camino hacia la
bobina de enrollado, ¿Qué fotograma podría conocer que me fuera útil?
Yo estoy convencido de que el
tiempo es como esos fuegos artificiales que desde un cartucho primero van
generando sucesivas y expansivas explosiones. Cada instante de nuestra vida
encierra un único pasado pero abre infinitos futuros e intentar atisbar uno
solo es como el pasajero de un tren que tapara su ventanilla con una
diapositiva de un punto concreto del trayecto. Acabaría por no haber podido disfrutar
del trayecto anterior a ese punto, el pasado, y por perder de vista donde se
encuentra en cada momento e, incluso, saber si ya ha llegado. Ni siquiera podría
saber cuándo el tren pasa por el punto seleccionado y no lograría disfrutar de
su efímera y original belleza. Y no quiero imaginarme su terrible frustración
si por cualquier circunstancia el tren cambiara su trayecto, como, por otra
parte, sería muy probable.
Yo, como parte integrante de esos
seres humanos que creemos que el futuro ha de ser lo que haya de ser aunque ya
haya sido, no me voy a sustraer a desear a todos, todos y todos, un venturoso y
feliz año nuevo. Desde la consciencia de que acertaré con algunos y fallaré
estrepitosamente con otros, pero seguro de que ahora, cuando todo es aún
posible, nadie rechazará mis deseos, ni mis augurios.
No hay comentarios:
Publicar un comentario